Nunca volvió a México. En el aeródromo de Balbuena eran cientos los que aguardaban la llegada del héroe del día, de aquel joven intrépido que a bordo de su avión hacía gala de pericia y valor. Pero sus leales, sus admiradores, las docenas de entusiastas flappers que deseaban verlo descender con gallardía de la nave con la que se había ganado su paso a la historia, se quedaron esperando. El capitán Emilio Carranza no aterrizó en su patria. Un presentimiento oscuro inundaba a la ciudad de México.
Los que eran viejos lobos de mar en el joven oficio de volar pidieron calma: es cierto que Carranza había despegado de Nueva York en medio de una tormenta terrible, desoyendo los ruegos de los empleados del aeropuerto Roosevelt. Pero ¡vamos! Ese muchacho tenía valor y tenía habilidad. Nadie debería preocuparse. Piloto experimentado, Carranza viajaba en un avión sin luces. Por eso, y por la terrible tormenta, sería difícil que, a lo largo de su ruta sin escalas hacia la ciudad de México desde la Urbe de Hierro, fuera avistado.
Todas aquellas explicaciones sonaban un poco a hueco en el ánimo de quienes, contagiados de la fe progresista de los años 20 del siglo pasado, veían a Emilio Carranza como uno de esos jóvenes llamados a pasar a la historia en el catálogo de los héroes de la patria. Lo único cierto es que el capitán Carranza había despegado de Nueva York la noche del 12 de julio de 1928, a bordo de un avión Ryan, bautizado como México Excelsior, para cumplir la misión autoimpuesta: viajar de una a otra ciudad en vuelo sin escalas. Después se diría que la nave iba sobrecargada de combustible, porque Emilio Carranza no quería que el azar se interpusiera entre él y la gloria.
Los reporteros mexicanos decidieron montar guardia en las oficinas de la Dirección de Aeronáutica Civil de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes. Nadie quería perderse el momento en que, ¡por fin! Alguien enviara un mensaje contando cómo el bravo Carranza había sido avistado en algún punto de la ruta.
Mientras, las especulaciones empezaban a brotar. Algún optimista argumentó que, seguramente para evitar el mal tiempo, Carranza había optado por dar una enorme vuelta, confiado en la disponibilidad de combustible, acercándose al Golfo de México.
Era 13 de julio y empezaba a oscurecer. En Balbuena se montaron reflectores. Los que habían pasado todo el día en las azoteas y los campanarios, deseosos de ser los primeros en gritar “¡Ahí está, ahí viene!”, bajaron a cenar. Los que siguieron al pendiente eran los reporteros, y el escuadrón de la Fuerza Aérea Mexicana al que se le había asignado para recibir en el aire al valiente Carranza: no bien se avisara desde Tampico que el piloto había pasado por el puerto, sus colegas debían despegar para ir a su encuentro y escoltarlo hasta Balbuena.
Pero nada de eso ocurrió. El capitán Emilio Carranza regresaría a México, sí. Pero por ferrocarril y dentro de un ataúd. Aquel vuelo con el que pretendía ganarse el reconocimiento en nuestro país y en Estados Unidos terminó en tragedia.
Mientras la ciudad de México aguardaba, ansiosa, la llegada del héroe volador, un muchacho encontraba los restos del avión y el cadáver del piloto mexicano en una zona boscosa de Nueva Jersey.
Poco a poco la información fluyó hacia México. Un cable enviado por la agencia de noticias Asociated Press daba los tristes detalles. El cuerpo de Carranza había sido encontrado a pocos metros de su avión. La AP afirmaba que tenía casi todos los huesos rotos y el rostro desfigurado. El gobierno de Estados Unidos anunció que repatriaría el cadáver del piloto mexicano en un buque militar. Pero el gobierno de Plutarco Elías Calles prefirió un traslado terrestre. Emilio Carranza volvería a su patria en un vagón de ferrocarril.
A la hora de recuperar el cuerpo, las autoridades dieron cuenta de las pertenecías que Carranza llevaba: 175 dólares, algo de dinero mexicano, un par de boletos para una pelea de box en el Madison Square Garden y recortes de prensa mexicana con el programa de festejos con que se recibiría al piloto no bien aterrizara en Balbuena. Una linterna rota quedó en sus manos. Su reloj de pulsera se detuvo a la hora del accidente, las 4:27 de la mañana. Carranza se había estrellado poco más de media hora después de haber despegado del aeropuerto Roosevelt. Aparecieron algunos observadores que, en aquella noche tormentosa lograron ver la nave del mexicano. Corrió la versión de que un ala del México Excelsior había sido tocada por un rayo, propiciando el desastre.
¿Qué había ocurrido? ¿Qué había impulsado a Emilio Carranza a abandonar de manera abrupta la cena en el elegante Waldorf Astoria para dirigirse al aeropuerto y dar la orden de que prepararan al México Excelsior, dispuesto a desafiar la tormenta y la oscuridad? No fueron pocos los que advirtieron al mexicano del grave peligro que corría si se empeñaba en volar en las terribles condiciones climáticas. Las propias autoridades del aeropuerto Roosevelt reconocieron que, si permitieron el despegue, era porque se trataba de Carranza, un militar con una notable encomienda: concretar la hazaña Nueva York-México, y consolidar su fama como el Charles Lindbergh mexicano. Jamás habrían dejado que un civil levantara el vuelo en medio de una tormenta como la del 12 de julio de 1928.
La prensa estadunidense, que no tenía de qué cuidarse respecto del gobierno de Calles, ya estaba hablando de un telegrama, del telegrama que, sumado a la tormenta, había matado al capitán Carranza.
Un telegrama enviado desde México.
Un telegrama firmado, nada menos, que por el secretario de Guerra, el general Joaquín Amaro. Se supo del contenido del mensaje: “Sal inmediatamente, sin excusa ni pretexto, o la calidad de tu hombría quedará en duda”.
Seguramente la frase de Amaro había atormentado a Carranza a lo largo del día. La conciencia de la propia valía, la decisión de no correr riesgos y acabar procesado ante un tribunal militar y el no muy velado insulto a su valentía debieron poner en tensión cada célula del cuerpo del capitán Emilio Carranza. En ese estado de exaltación fue que abandonó todo en Nueva York y fue en busca del rayo que habría de quitarle la vida.
PROGRESO, POLÍTICA Y AVIACIÓN
En realidad, el destino de Emilio Carranza se decidió antes. Aquel muchacho que no llegó a cumplir los 23 años era visto como una de las grandes figuras de la joven aviación mexicana. Sobrino nieto de don Venustiano, sobrino de uno de los pilares de la Fuerza Aérea, Alberto Salinas Carranza, tenía en la sangre la pasión por volar. La aviación formaba parte de aquella fiebre de progreso que se manifestaba en muchos aspectos de la vida diaria del México posrevolucionario.
La industria de la construcción a base de concreto era muy joven, como joven era la radio mexicana y joven era la aviación. Los logros en campos tan disímbolos hablaban de un México que se moría por ser cosmopolita y moderno.
Naturalmente, esos anhelos se exacerbaban cuando se conocían los logros y glorias de otras naciones. En el caso de la aviación mexicana, la tentación se llamaba Charles Lindbergh, quien, desde el momento en que, a bordo del “Espíritu de San Luis” logró cruzar el Atlántico, en 1917, se había vuelto una celebridad mundial. Una década más tarde, Lindbergh como embajador de buena voluntad entre México y Estados Unidos, había despegado de la ciudad de Washington para visitar la ciudad de México. El viaje había tenido su punto de angustia: Lindbergh había perdido la ruta, aunque finalmente logró aterrizar en Balbuena. Para entonces, tenía al borde de la histeria al gobierno mexicano -se dijo que el presidente Calles no paraba de fumar- que, en pleno y en compañía del embajador estadunidense, ya se imaginaba lo peor.
En ese empeño por demostrar que los mexicanos bien podían emular las hazañas de grandes figuras de la actualidad mundial, fue que se pensó en hacer un vuelo “espejo” respecto del de Lindbergh. Fue casi natural que Emilio Carranza resultara el elegido para la misión.
Pero Carranza no logró concretar su encomienda. Partió, el 11 de junio de 1928, de Balbuena rumbo a Washington, pero tuvo que hacer un aterrizaje forzoso en Mooresville, una población de Carolina del Norte, a unas 300 millas de su destino. ¿La causa? El mal tiempo. Emilio Carranza llegó a Washington el 12 de junio. A pesar del retraso y de que ya no era un vuelo “sin escalas”, el capitán Carranza fue recibido como un héroe.
El asunto se volvió personal. Carranza anunció que realizaría el esperado vuelo sin escalas, pero de Nueva York a la ciudad de México. Viajó con Lindbergh, y en el camino recibió más homenajes. Pero el perfeccionismo y los compromisos con sus superiores en México no lo dejaban en paz.
El vuelo se planeó para el 2 de julio de 1928. Pero las malas condiciones meteorológicas hicieron que Carranza suspendiera el viaje. Pasaron los días, y el clima no mejoraba. Fue entonces, cuando, el día 11, el capitán Carranza recibió el telegrama de México. Las frases de Amaro no dejaban lugar a dudas: el presidente Calles se impacientaba y quería resultados. Como fuera, con el clima que fuera, Emilio Carranza debía partir hacia México.
Y así lo hizo. No iba al encuentro de Plutarco Elías Calles, sino a sumergirse en la eternidad.
LA DESPEDIDA DE UN HÉROE
La muerte del aviador mexicano detonó un duelo nacional, ventilado en las radiodifusoras y en las funciones de cine. Su cadáver llegó a la capital el 23 de julio, cuando el país entero estaba enloquecido: hacía seis días que José de León Toral había asesinado, en el restaurante La Bombilla del pueblo de San Ángel, al presidente electo Álvaro Obregón. Y si bien los políticos maniobraban para salir ilesos de aquel vendaval, la gente de a pie se arremolinaba, ya medio olvidada del Mocho Obregón, para arrojar flores al paso del valiente capitán Carranza.
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