Nacional

Un estadio para la ciudad de los revolucionarios

Los gobiernos nacidos de la Revolución con mayúsculas empezaron a imaginarse un país que debería reflejar los cambios con los que soñaban para los mexicanos. Eso pasaba por la modificación de los espacios de pueblos y ciudades. Naturalmente, el laboratorio de estos sueños fue la ciudad de México, la primera del país en imaginarse moderna, según las ideas de un muy acelerado secretario de Educación Pública

Estadio Nacional de México
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Si alguien creyó que con la inauguración de su edificio de la calle del Relox —que hoy llamamos República de Argentina— el secretario de Educación Pública se iba a quedar callado y tranquilo, atendiendo al desarrollo de su ministerio, se equivocó por completo. Gastando un dineral, que recogía en efectivo cada semana en la oficina de su compañero de gabinete, Adolfo de la Huerta, José Vasconcelos había logrado, en tiempo récord, modificar el viejo edificio del convento de la Encarnación, reciclado varias veces, para convertirlo en la sede de la nueva secretaría que se encargaría de formar a todo el país. Y, sin embargo, no estaba satisfecho.

Se sabe que fueron muchas las ideas de Vasconcelos que en su tiempo despertaron fuertes discusiones y polémicas. Como, segurísimo de tener la razón, iba por los vericuetos del gobierno federal obregonista sin importarle un cacahuate si incomodaba o se metía en ámbitos que no eran de su competencia, irritó a más de tres con sus disposiciones. No cabía duda de que en 1921 la creación de un nuevo proyecto educativo, federal de verdad, era una de las prioridades del gobierno de Álvaro Obregón. Confiado en ello, José Vasconcelos le echaba el ojo a cuanto inmueble federal le pareciera desaprovechado.

Hasta cierto punto, no le faltaba razón. Uno de sus sonados encontronazos fue con la secretaría de Guerra, a la que literalmente le arrebató el pequeño cuartel que funcionaba casi a espaldas de Palacio Nacional y que, en otros siglos, había sido el muy poderoso colegio jesuita de San Pedro y San Pablo. El lugar era apreciado por los memoriosos, porque de la pequeña fuerza ahí alojada se había valido el general Lauro del Villar para rescatar, el 9 de febrero de 1913, el Palacio Nacional. Cuando, ocho años más tarde, los militares se dieron cuenta de que les estaban grillando aquel recinto, hubo pataleos y reclamos, y, sin embargo, el secretario Vasconcelos se salió con la suya. Para “marcar territorio”, había metido ahí al pintor Roberto Montenegro para que realizara un enorme mural donde una vez hubo un altar.

Luego, había ocurrido la gran aventura del nuevo edificio para la Secretaría de Educación Pública, inaugurado en 1922, con una ceremonia con asistencia masiva. El banquete inaugural que se sirvió en los patios del nuevo ministerio, dio de comer a siete mil personas, en dos turnos. Alguien debió haberse dado cuenta, en ese momento, lo mucho que a Vasconcelos le gustaban las actividades que involucraran a mucha, pero mucha gente.

Mientras, poco a poco, el edificio de la SEP se volvía el escenario de numerosos festivales musicales y escolares, muestra de los proyectos que bullían en la cabeza del titular del ministerio, éste se seguía de frente: empezó a ver en dónde edificar escuelas. Pero no escuelas al aventón, escuelitas. Quería lugares donde plasmar todo lo que, según su idea de la educación elemental, deberían tener las nuevas y modernas escuelas mexicanas.

Naturalmente, no había, en el centro de la ciudad, espacios para arrasar alegremente y empezar a construir. Así, Vasconcelos empezó a pasear su mirada por las afueras de la ciudad de México. Se encontró con dos predios que colmaron sus ambiciones, curiosamente, relacionados ambos con la cultura funeraria de la ciudad de México. Ambos terrenos se destinarían para la construcción de centros escolares con bibliotecas, murales y teatros al aire libre. Uno, el Centro Educativo Belisario Domínguez, se levantó en los terrenos de la calle de Héroes, abierta para un proyecto porfiriano que nunca se concretó —el Panteón Nacional— y que le quitó una buena tajada al panteón de San Fernando, en la colonia Guerrero. La otra escuela fue el Centro Escolar Benito Juárez, en una pequeña parte del ex panteón de La Piedad, en la orilla de la joven colonia Roma.

Pero los terrenos del antiguo cementerio de la Piedad daban para mucho más. Comparado con el enorme panteón de Dolores, La Piedad era un cementerio pequeño, pero en su materialidad no era poca cosa: el terreno empezaba en la calzada de La Piedad, hoy Avenida Cuauhtémoc, y terminaba en la calle de Jalapa. Una vez que logró que el terreno se adjudicara a la Secretaría de Educación Pública, Vasconcelos anunció su siguiente jugada: quería construir ahí un estadio, el Estadio Nacional.

El proyecto de SU estadio desató una lluvia de críticas contra el secretario: que si iba a salir todavía más caro que el edificio de la SEP, que si Vasconcelos no se podía concentrar solamente en su encargo formal, que para qué demonios quería un estadio. Con todo el respaldo de Álvaro Obregón, Vasconcelos se siguió de frente. El Estadio Nacional, argumentó el titular de la SEP, era absolutamente necesario para la ciudad de México.

Vasconcelos no se equivocaba. La visión de progreso que el gobierno obregonista aplicaba sustentaba un nuevo nacionalismo y estaba en consonancia con las grandes tendencias mundiales. En los años 20 del siglo pasado, algunas de las grandes urbes del mundo construyeron sus estadios: París, Ámsterdam. Los Ángeles construiría el suyo hasta 1932. Así, las ideas de Vasconcelos no solo eran modernas, sino modernísimas.

Eso explica por qué Obregón siguió respaldando su ocurrencia. El Estadio Nacional costó ¡casi un millón de pesos!, una locura de dinero para la época, y todavía más caro que el mismísimo edificio de la Secretaría de Educación Pública. Antes de que en Hacienda le empezaran a poner malas caras, Vasconcelos hizo un anuncio: en vista de lo que costaba el proyecto, todos los empleados de la SEP donarían un día de su sueldo, desde el secretario hasta el humilde barrendero, para sostener la obra. Tan vehemente se puso don Pepe para defender la valía del estadio, que nadie se quejó o reclamó por el descuento.

La pregunta que todos se hacían era muy concreta: ¿para qué quería el titular de la SEP un estadio donde podía acomodar a 60 mil personas?

Pues no lo quería para encuentros deportivos, sino para que ahí se efectuaran masivos festivales escolares, con cientos de niños y niñas bailando o ejecutando las —desde entonces— odiosas tablas gimnásticas; para que ahí se realizaran certámenes y conciertos que reflejaran esa idea de “formación integral”, donde las bellas artes estaban presentes de manera preponderante, y que eran, hace un siglo, uno de los pilares del proyecto educativo federal.

El proyecto se encargó a un joven arquitecto, José Villagrán, y tenía la forma de una enorme “U”. Diego Rivera realizó los murales con los que se engalanaba el estadio, y finalmente, fue una de las últimas cosas que haría Vasconcelos como titular de la SEP. Había cosas que no le acababan de gustar al secretario, por ejemplo, los materiales: el estadio era de cemento, no de piedra, como Vasconcelos deseaba. Se le hizo ver que resultaba mucho más barato, y, le dijeron, eficaz. Estaba muy de moda en aquellos días el elogio del cemento y del concreto. De hecho, el Centro Escolar Benito Juárez era elogiado como la “obra moderna” del momento, construida con concreto.

El Estadio Nacional se inauguró con la presencia de Álvaro Obregón el 5 de mayo de 1924. A las pocas semanas, José Vasconcelos dejó su cargo, entre el descontento por el asesinato —ocurrido casi cinco meses antes— del diputado Fiel Jurado, y por sus ambiciones de ser gobernador de Oaxaca.

Estaba llamado el Estadio Nacional a volverse uno de los grandes escenarios de la vida pública, más allá de los sueños vasconcelistas: fueron varios los presidentes de México los que tomaron posesión de su investidura en aquel sitio. Acabaría volviéndose también un espacio para encuentros deportivos, y allí se realizó el fallidísimo intento de volver a Quetzalcóatl, el reemplazo de Santa Claus.

Pero el Estadio solamente existió por 26 años. Luego, fue demolido y en sus terrenos se levantó el Multifamiliar Benito Juárez. ¿Por qué? Porque la obra se deterioró con gran velocidad: a los pocos meses, ya tenía cuarteaduras, y el arquitecto le echó la culpa a las canijas prisas de Vasconcelos.

Una vez más, ignorar el pasado tuvo costo elevado: el cementerio se había desarrollado en un terreno cenagoso y por eso fue clausurado. El Estadio resintió la fuerte humedad del suelo, y por eso acabó condenado a desaparecer. Buena parte de los edificios del multifamiliar también desaparecieron, afectados o derrumbados por los terremotos de 1985. Hoy, quienes pasean por el parque público “López Velarde” probablemente no se imaginan la historia que los rodea.

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