A los capitalinos no los impresionaban las momias, cuando aparecían por aquí o por allá, generalmente rodeadas de leyendas fantásticas. Formaban parte de la memoria remota de la capital, y el eco relativamente lejano de las famosas Momias de Guanajuato, que, en el frío enero de 1975 habían ganado una cierta notoriedad gracias al cine y a la televisión, Ni por asomo se le ocurría a ningún habitante de la ciudad de México que, repentinamente, en la vida de todos los días, se supiera de una momia mexicana.
Pero en ese invierno aparecieron dos momias, dos, nada menos que en la moderna y famosa “Ciudad Tlatelolco”, que era el nombre publicitario y coloquial con el que todos los habitantes de la ciudad de México conocían a la Unidad Habitacional Nonoalco Tlatelolco, uno de esos conjuntos enormes, donde vivían cientos de familias y que empezaban a cambiar la fisonomía de la capital.
Ciudad Tlatelolco era muy joven; se había inaugurado en 1964 y ya tenía mucha historia: a nadie se le olvidaba la cruenta represión a los estudiantes que se manifestaban en la Plaza de las Tres Culturas, el 2 de octubre de 1968. Con el tiempo, y quizá para disipar un poco ese oscuro recuerdo, se había filmado, precisamente en el edificio Chihuahua, una película, una comedia romántica, “Los Novios”, con la joven y guapa Silvia Pinal y uno de los galanes del momento, Julio Alemán.
Tlatelolco, además, había soportado el sismo de 7.3 grados Richter que se sintió en la ciudad de México en julio de 1964. El conjunto habitacional no había salido indemne: las altas torres que se ubicaban en Paseo de la Reforma se desnivelaron y fueron recimentadas para devolverles la verticalidad. En los años 60 y 70 del siglo pasado, se hablaba de aquella “compostura” como uno de los grandes momentos de la ingeniería mexicana de esos días.
En fin, que vivir en Ciudad Tlatelolco era tener un pedacito de modernidad, un sueño posible para las clases medias de la capital, y una muestra de que el progreso nacional era una realidad.
A nadie se le hubiera figurado que se encontrarían dos cuerpos momificados en los tiraderos de basura del edificio Nuevo León.
Si le hubieran preguntado a cualquier viandante en las calles de la ciudad de México, sus referencias cercanas sobre las momias, en 1975 se podían contar con los dedos de la mano. En San Ángel estaban, desde luego, las momias del Museo del Carmen, antiguos monjes carmelitas cuyos cuerpos habían sido encontrados en los días revolucionarios y, desde 1929, año de la apertura del museo, formaban parte del recorrido. Claro, había quien se acordaba de aquella telenovela -antecedente de las actuales series- que en 1960 se transmitió en el Canal 2: “Las Momias de Guanajuato”, producida por Ernesto Alonso, y que narraba historias ficticias en torno a cada uno de aquellos célebres cuerpos desecados que se exhibían en una alucinante habitación, larga y estrecha, junto al cementerio municipal guanajuatense.
Los más jóvenes tenían referencias cinematográficas: en 1972 se había estrenado con aplauso y entusiasmo, “Santo contra las Momias de Guanajuato”, que había tenido mucho público, porque, aparte del Enmascarado de Plata, aparecían nada menos que Blue Demon y Mil Máscaras. Puesto que los tres luchadores eran ídolos populares, enfrentarlos a las famosas momias que, repentinamente habían cobrado vida para cobrar extrañas venganzas virreinales, era un recurso creativo que emocionó a un México que no se perdía las funciones de lucha libre televisadas y narradas por el legendario Enrique Llanes. Si se insistía un poco en la pregunta, los adolescentes podían asegurar que, en alguna de las matinés del Cine Estadio, en la orilla de la colonia Roma, seguramente habían visto a Boris Karloff en la viejísima película de 1932, “La Momia”, donde encarnaba a un personaje cuyo amor por una mujer había sido más poderoso que el tiempo y que la muerte.
Eso era lo que los habitantes de la ciudad de México podían decir acerca de las momias. Las otras, las de Egipto, eran cosa de documentales y de enciclopedias. Demasiado lejanas para tener presencia en la vida diaria.
EL HALLAZGO
Pero el 11 de enero de 1975 se empezó a fraguar otro capítulo de la historia de Tlatelolco. El periódico La Prensa dio cuenta del hallazgo de “un cadáver parcialmente incorrupto”. La nota, aunque interesante, era extraña: La Prensa tenía magníficos fotógrafos de nota roja, a los que no se les iba una. Pero al narrar la historia de aquella “momia”, el diario no la acompañó de la que, ineludiblemente, sería una fotografía que se iría a la contraportada, espacio reservado a los grandes casos criminales, tremebundos y sangrientos.
Pero ahí está, en esas páginas ya amarillas, la historia: los modernos edificios de Tlatelolco tenían respiraderos, cercanos a los cuartos de baño, y a los que los habitantes de la unidad habían convertido en vertederos de basura. En enero de 1975, un plomero agujeró la pared. A nivel de piso, para instalar un lavabo, y se encontró con el respiradero, lleno de basura. Enterrado por los desperdicios, estaba el cuerpo.
Naturalmente, se dio aviso a las autoridades, que recogieron el cuerpo, y lo enviaron al Servicio Médico Forense. La momia del desconocido se convirtió en un reto para los especialistas del Semefo. Pronto se supo la causa de muerte; un golpe contundente en la base del cráneo. Se desechó la posibilidad de que hubiera caído de alguno de los pisos del edificio Nuevo León, porque, si hubiera sido así, el cuerpo tendría múltiples fracturas.
Poco a poco se avanzó en descifrar el misterio. De entre las ropas lograron rescatar dos identificaciones. La momia, en vida, se llamó Eliseo Guadalupe Sergio Gutiérrez Aragón, estudiaba la preparatoria y trabajaba en la Secretaría de Comunicaciones.
Surgieron las especulaciones: cobró fuerza la versión de que el joven era uno de tantos que había sido herido durante la represión del 2 de octubre de 1968, y que, de alguna manera, había llegado a ocultarse en el edificio Nuevo León, donde se escondió y habría muerto a causa de las heridas. Pero la momia no tenía más lesión que el golpe en la cabeza.
Rastreando, los especialistas del Semefo desecharon la hipótesis. Había una denuncia, levantada ante el Servicio Secreto, poco antes de la Navidad de 1967, para que se investigara la desaparición del muchacho. La investigación creció. Fueron interrogados los habitantes del Nuevo León; los compañeros de trabajo del muchacho. De aquellas indagaciones se pudo establecer que Eliseo fue visto por última vez el 17 de diciembre de 1967, cuando se fue a tomar unos tragos, en un bar de la calle de Allende, en compañía de otros empleados de Comunicaciones.
Parecería que los peritos del Semefo se tomaron a pecho el caso de la momia de Tlatelolco: convocaron peritos que trabajaron con radiografías superpuestas. Un dentista que atendió al muchacho identificó su trabajo, hecho en oro, en la dentadura de la momia. Curiosamente, esa, la fotografía de los dientes de Eliseo, fue la única que se publicó en la prensa.
EL CRIMEN Y LAS SOLUCIONES
La policía estaba segura de que el estudiante había sido asesinado. Los especialistas del Semefo estaban de acuerdo. El golpe que mató a Eliseo no podría haberse producido por una caída. Se revisaron los archivos de la indagatoria de 1967 y se retomó el caso. Nadie en el edificio se había dado cuenta de la presencia del cuerpo porque las capas de basura funcionaron como una “tapa hermética” que propició la momificación del cadáver. Eso, y el hecho de que, en siete años nadie se había tomado la molestia de limpiar los ductos de ventilación, constituyeron el origen del enigma en torno a la desaparición del muchacho.
Las indagaciones avanzaban cuando se encontró otro cuerpo momificado. No faltó el escandaloso que se refirió al edificio Nuevo León como “un gigantesco cementerio clandestino”. Pero no era para tanto.
El segundo cuerpo estaba en un rincón del sótano del edificio, y el escándalo de la primera momia hizo que la administración de la unidad enviara personal para poner orden y limpieza en sótanos y ductos. Así dieron con otro cuerpo momificado, al que solamente se le pudo encontrar un par de coronas dentales de oro por toda seña particular. Su traje estaba en buenas condiciones, calzaba zapatos Canadá.
Repentinamente, la madeja se desenredó: se dio con el asesino de Eliseo y se identificó a la segunda momia.
Pero el asesino de Eliseo se le escapó por los pelos a la policía: había muerto el 3 de enero de ese 1975. Se regresó a la noche en que desapareció el muchacho: había bebido con un pagador de la Secretaría de Comunicaciones, José Luis Ortega. Lo acompañaban otros empleados, entre ellos, Héctor Cárdenas, quien confesó todo.
En 1967, todos bebieron y siguieron la fiesta en la casa del pagador, en Santa María la Redonda, muy cerca de ciudad Tlatelolco. Hubo pleito. El muchacho reclamó que no había recibido completa la quincena. Se escucharon insultos y reclamos. Ortega tomó un cenicero y golpeó a Eliseo, quien cayó muerto. A poco, llegó a la casa Héctor Cárdenas. Al enterarse de lo sucedido, el pagador y su compañero resolvieron deshacerse del cadáver. Cárdenas vivía en el edificio Nuevo León. Con ayuda de un chofer movieron el cuerpo y se lo llevaron a la unidad habitacional. Desatornillaron la ventana del baño y por ahí arrojaron el cuerpo del estudiante al ducto, donde quedó sepultado en la basura.
Con siete años de retraso, el crimen había sido resuelto. Pero al asesino se lo había llevado la cirrosis hepática, ocho días antes de que el destino revelara el paradero de su víctima.
Al segundo cadáver momificado se le identificó nada menos que por la etiqueta del saco que vestía, hecho por la sastrería ACSA. Así, se supo que el muerto era Galo Fabio Valdivieso, profesor y habitante de la colonia Santa María la Ribera. Había desaparecido en 1972, y quienes lo conocieron contaron que solía “beber mucho”.
La momia no tenía huellas de violencia. Como el acceso al sótano del edificio Nuevo León siempre estaba abierto, era perfectamente posible que el profesor ingresara.
Se reveló la historia desdichada del profesor Valdivieso: era alcohólico, y lo habían suspendido en varias ocasiones de su empleo, por llegar a dar clase en estado de ebriedad. Se le ubicó hasta las 11 de la noche en una cantina, el 28 de febrero de 1972. Después, nadie lo había vuelto a ver.
Los peritos del Semefo concluyeron que el profesor Valdivieso había muerto “de congestión alcohólica”, y su cuerpo momificado no tenía ninguna huella de violencia. Se supuso que, en la borrachera, se había refugiado en el sótano del Nuevo León, donde murió.
Así terminó el caso de las momias de Tlatelolco. Un año más tarde, una momia famosa, la de Ignacio Zaragoza, fue exhumada del Panteón de San Fernando para ser trasladada al gran monumento que se le construyó en Puebla. Pero al general decimonónico nadie le hizo demasiado caso.
Copyright © 2022 La Crónica de Hoy .