Los últimos 72 internos –ya no se les llamaba reos o reclusos, mucho menos presos- abandonaron la vieja construcción el 27 de agosto de 1976, exactamente hace 46 años. Eran los últimos de los miles que habían dejado allí las horas y los días, las esperanzas desgastadas o la resignación teñida de fatalidad, desde su inauguración en 1900. Optimistas, las autoridades de la administración de Luis Echeverría pensaban que, al vaciar el penal, se disolvería ese oscuro torbellino de memorias, donde lo mismo cabía el humilde ex soldado revolucionario al que “guardaron” un rato por salir a tirar balazos al aire una noche de 15 de septiembre, que criminales brutales, asesinos por encargo, escritores en infortunio, perseguidos políticos, psicópatas, magnicidas y los primeros capos de la droga. Era una creencia generalizada que, al clausurar la Cárcel Preventiva de la Ciudad de México, la famosa Lecumberri, se terminaría ese mal sueño, ese cruel designio, según el cual, toda prisión, por moderna que sea, termina por volverse una “escuela del crimen”.
Nadie lo sabía en 1976, pero la desaparición de la Penitenciaría, para sustituirla por diversos centros de reclusión, no resolvería el problema de la criminalidad en México. En cambio, todo lo que en ella había ocurrido, todas las historias que, como un liquen denso y malsano, se habían ido pegando a los muros, a lo largo de siete décadas, jamás habrían de disolverse por completo.
Aquel presidio formó parte, en su origen, de un sueño de progreso: Cuando Porfirio Díaz inauguró el penal, el 29 de septiembre de 1900, se pretendía comenzar a modificar el sistema de operación carcelaria de la capital.
La prensa de la ciudad de México, de fines del siglo XIX, aseguraba con frecuencia que la vieja cárcel de Belem, en las afueras de la ciudad, era un nido de insalubridad, perversión, violencia y criminalidad. Aquella prisión, con la que los liberales de la Reforma habían esperado sustituir a la repugnante cárcel de La Acordada, había sido presa de la decadencia, la desidia y la corrupción. Decir que Belem era una “escuela del crimen” se había convertido en un lugar común del periodismo de la época, y lo peor es que era verdad.
Los porfirianos vieron en la nueva Penitenciaría una parte de la modernidad que llegaba a México. La prisión, construida en los llanos de San Lázaro, fue edificada bajo el modelo panóptico, donde se ejercía vigilancia sobre los presos desde la torre superior, estaba dividida en crujías diversas que permitirían controlar la población de presos, ordenar sus movimientos y desahogar el hacinamiento que ya era característico en Belem.
Pero aquella expectativa positiva y moderna empezó a desgastarse muy pronto. En febrero de 1913, la cárcel, tuvo el triste honor, que se volvió estigma, de haber albergado los cadáveres baleados de Francisco I. Madero y José María Pino Suárez, asesinados junto al muro trasero. La oscura fama del penal se fue haciendo más espesa al paso del tiempo, tanto por los vicios de operación y la corrupción que fue contaminando la vida diaria, como por los huéspedes “famosos” por los brutales crímenes o los insólitos delitos que cometieron.
Para agosto de 1976, la vida útil de Lecumberri como prisión se terminaba a fuerza de sobrepoblación, de desatención jurídica y de corrupción.
Aquel primer sexenio de los años 70, el de Luis Echeverría, quiso soñar muchos anhelos de modernidad. Uno de esos era una renovación del sistema carcelario, y había comenzado casi con la década. Sergio García Ramírez, que sería el último director de Lecumberri, entre mayo y agosto de 1976, llevaba años insistiendo en la necesidad de renovar ese ámbito de la vida nacional, aunque costara trabajo mirarlo y comprenderlo.
Así, se habían ido construyendo otros reclusorios. Santa Marta Acatitla, en 1957, el Norte y el Oriente entraron en funcionamiento en 1976, el mismo año en que se fugó de Lecumberri el narcotraficante Alberto Sicilia Falcón. Aunque fue capturado a los pocos días, su escape fue el último gran escándalo del viejo penal, y puso en evidencia un secreto a voces: en Lecumberri todo se podía conseguir mediante dinero. Todo el sistema corría aceitado con pesos, pocos o muchos, bajo el viejo principio de que asegún el sapo, es la pedrada.
Se cobraba por no lavar las letrinas, por la visita de los defensores, por la visita familiar y la conyugal, por dejar pasar el portaviandas con los guisos que mandaba la familia del preso. Las celdas, en mejor o peor estado, con permiso de tener desde un modesto radio de transistores hasta televisión a color, se cotizaban de a mil, de a dos mil, de a tres mil pesos, hasta de 15 mil.
De a 5 mil pesos era el pago porque los de nuevo ingreso no hicieran fajina. Los que le entraban a los talleres –imprenta, jabonería, sastrería, mecánica, carpintería, herrería- ganaban unos 25 pesos a la semana, y por cada dos días de trabajo, se ganaban un día menos de condena. Los presos de Lecumberri hicieron, durante décadas, las bancas de hierro forjado de los parques públicos, usando los moldes que tenían el águila del escudo nacional de tiempos de don Porfirio.
En los últimos días de la operación carcelaria en Lecumberri, las crujías y las oficinas estaban pintadas de colores fríos: azules, verdes, algún ocre desconcertante. Como ocurría desde hacía décadas, al grito de “¡ya parió la leona!” ingresaban los nuevos reclusos: rateros viejos de edad y de oficio; chavos de greña y camisas estampadas, y algunos, responsables de delitos de más categoría.
Para 1976, ya no existía la crujía “J”, que había aportado al léxico popular del mexicano el calificativo “joto” para referirse a los homosexuales que eran encarcelados. Pero estaban la “I” y la “L”, para quienes cometían fraudes y delitos patrimoniales, la “E” para los culpables de robo y la “D” para los homicidas. A los de nuevo ingreso los mandaban a la “H”, y la “O” Poniente y la “M” alojaban a los activistas, los perseguidos políticos y los acusados de terrorismo. A la “N” mandaban a los castigados dentro del penal. Allí estaban los apandos, esos lugares nefastos, húmedos y malolientes donde nunca entraba la luz del sol.
Lecumberri tenía capilla, dedicada a la Virgen de la Merced, redentora de cautivos. Allí rezaban algunos. O buscaban consuelo cuando les pegaba el “carcelazo”, ese rapto depresivo y melancólico que lo mismo había atacado a personajes como el escritor Álvaro Mutis –que en la década anterior se había hecho famoso por dar voz al narrador de la serie televisiva “Los Intocables”- que a los integrantes del Consejo Nacional de Huelga de 1968 o a algunos homicidas que habían aterrado a la ciudad, como el Pelón Sobera de la Flor.
Tarde o temprano, todo criminal, de alta o baja categoría, acababa en Lecumberri. Los autores de los grandes crímenes que estremecieron a México a lo largo de casi ochenta años, pasaron largas temporadas ahí. El registro de habitantes se amplió cuando empezaron a llegar los perseguidos políticos de los gobiernos revolucionarios y posrevolucionarios: de Martín Luis Guzmán a los estudiantes y profesores que participaron en el movimiento de 1968; del falsificador Enrico Sampietro a Goyo Cárdenas. Empezaban los años sesenta cuando David Alfaro Siqueiros pintaba un mural impresionante en el Castillo de Chapultepec: hizo un alto en la labor para ir a comer a su casa, y no regresó. Fue detenido, acusado del delito de “disolución social” y se quedó en la cárcel por espacio de cuatro años. Cuando lo liberaron, regresó a seguir pintando su mural.
Pero de los criminales “pequeños”, esos que no alcanzaron los titulares de ocho columnas de los periódicos, pero que sí contribuían a llenar las páginas de la nota roja, a ratos se recolectaron algunas de sus historias de violencia. En 1956, el escritor español refugiado publicó un libro que es como un frasco de esencia de muerte: “Crímenes Ejemplares”, una colección de historias brutales recolectadas a través de los años en España, en Francia y en México. Eran, son, “murmullo de agua sobre mugre”. Son esas historias donde la ofensa repentina, el desquite contundente, la furia desencadenada aparecen como heraldos del crimen:
“…lo maté porque habló mal de Juan Álvarez, que es muy mi amigo, y porque me consta que lo que decía era una gran mentira…
…lo maté porque estaba seguro de que nadie me veía…
…lo maté porque me dieron veinte pesos para que lo hiciera…
…Le pedí el Excelsior y me trajo El Popular. Le pedí Delicados y me trajo Chesterfield. Le pedí una cerveza clara y me la trajo negra… la sangre y la cerveza, revueltas por el suelo, no son buena combinación…”
Si José Revueltas escribió El Apando; si Luis González de Alba escribió Los Días y los Años, con su dosis de vida carcelaria; si Julio Scherer retrató al Siqueiros de los tiempos de Lecumberri, queda resguardada la memoria de los perseguidos políticos del siglo XX, pero otros escritores escucharon la alucinante retahíla de quienes cargaban con docenas de muertos en su espalda. Como Rigoberto Vadillo, que le provocó años de pesadillas al colombiano Álvaro Mutis recluido en la penitenciaría capitalina en octubre de 1958, acusado de malos manejos de fondos, por los cuales el gobierno de su país demandaba a México su extradición.
El poeta y escritor se pasó en el Palacio Negro quince meses: de octubre de 1958 al 22 de diciembre de 1959. Cuando salió, llevaba clavadas en la mente centenares de las pequeñas historias de los inquilinos de la cárcel; desde los pobres diablos encerrados sin sentencia por haberse robado unas latas de sardinas para alimentar a sus hijos hambrientos, hasta el opulento junior de Guadalajara que extrañaba a mares el departamento que tenía en Niza, donde lo esperaba una amiga guapa y “jaladora”. Pero pocos como el viejo Rigoberto, que, confiado en que un día Mutis volvería a Colombia, no podría delatarlo, y, en cambio se olvidaría de sus confesiones. Pero Álvaro Mutis no olvidó aquella retahíla densa y oscura. Cuando conoció a Rigoberto, aquel hombre chaparro de ojos “negros y profundos”, tenía 65 años y 42 los había pasado en Lecumberri; vivía de matar por encargo, y también mataba para resolver sus rencores, sus pleitos personales, las faltas a la retorcida lealtad que campea en las cárceles:
“…Yo no me robé las herramientas de Pascual el peluquero, pero el muy “chivatón” se fue a rajar a la Comandancia, y ahí me tienen en la celda de castigo, la que está encima de la caldera y le hierven los animales. Cuando salí me lo cargué en la circular dos, en donde le estaba cortado el pelo a “El Turrón”…
…Los dos escuincles creyeron que de veras yo me los iba a llevar a Escuinapan para que vieran a su mamá. El mayorcito se echó a correr cuando vio que yo le machacaba la “choya” al hermano, pero lo alcancé y también hubo para él. Los enterré a la orilla del río y ni quién me dijera nada…
…El padre de Luis me dio dos azules [billetes de cincuenta pesos] para que lo palomiara a la salida de la estación. Mejor lo amarré y lo tiré al alijbe…
A Rigoberto lo mataron en Lecumberri una noche de tormenta, porque, adicto a la heroína, se había puesto a vender drogas para otros, y lo torturaron para que confesara quién era el dueño verdadero de la “tecata” [nombre que en el penal daban a la heroína]. No duró mucho. Mutis lo recordaría, tirado en medio de la lluvia, empequeñecido, apenas montón de trapos, apenas bagazo devorado por la nube oscura de la cárcel de Lecumberri.
Como tantos otros.
Cuando, en ese agosto de 1976, Sergio García Ramírez recibió el parte final, donde se declaraba vacía la cárcel, existía la expectativa de que en los nuevos reclusorios ya no se escribirían de escandalosa violencia. Como las de Lecumberri, no, ciertamente. Pero algunas de las que se han ido construyendo en las prisiones posteriores, resultaron aún peores. Se cuentan por cientos los mexicanos que, en los días que corren, han recibido llamadas de extorsión que provienen de alguno de los reclusorios con los que el gobierno federal de hace 46 años pretendió disipar el mal sueño de la gestión pública que se concentraba en Lecumberri.
Se dijo hace 46 años que, si hubiera sido por Luis Echeverría, Lecumberri habría sido demolida. También se supo que un grupo de intelectuales se reunió con él y lo convenció de que la construcción tenía un valor histórico y arquitectónico. Destacó el empeño del historiador, abogado y político Jesús Reyes Heroles. Aún tomaría 6 años concretar la adaptación que convirtió a la antigua penitenciaría en la sede del Archivo General de la Nación.
En el gremio de los ingenieros rueda una anécdota: a poco del cierre del penal, llegaron los responsables de la remodelación, para encontrarse con que la construcción estaba infestada de ratas que llenaban patios, celdas y pasillos. Algunos de aquellos ingenieros y arquitectos emprendieron en las colonias aledañas una campaña de reclutamiento de gatos. La estrategia parecía muy sencilla: reunir muchos felinos, y soltarlos en la cárcel para que hicieran lo que correspondía a su vocación depredadora, y acabaran con la plaga de roedores.
Cuando los remodeladores volvieron, una semana después, se encontraron con que su proyecto había fracasado: los mininos estaban trepados en los bordes de los muros, mientras la legión de ratas, agresivas y hambrientas, los acechaban abajo, esperando que alguno cayera por cansancio o por inanición. En esa violencia, en esa furia, estaba el último eco de la cárcel de Lecumberri.
Copyright © 2022 La Crónica de Hoy .