¿Cuál es la capacidad más importante de un ciudadano para participar en el juego esencial de la democracia? Sin duda, ser capaz de persuadir y de ser persuadido. El ciudadano apto para convivir es quien tiene convicciones fundadas y firmes en puntos básicos, pero en cambio es capaz de flexibilidad en muchos otros, siempre atendiendo a razones. Este es el punto importante: comprender las razones expuestas por quienes militan en bandos contrarios al nuestro y ofrecer las nuestras, convenientemente argumentadas. Someterse a la razón no es en modo alguno cosa humillante, sino el refrendo de lo más elevado de la condición humana. La democracia no dice que la mayoría tiene automáticamente la razón, sino que apuesta porque la razón alcance el apoyo de la mayoría. Una opinión no es respetable porque sea “mía” o “tuya” (nada más imbécil que proclamar igualmente “respetables” todas las opiniones), ni mucho menos porque sea oficialmente lo que dice la izquierda o la derecha, que bien pueden ser en ocasiones formas simétricas de equivocarse. La opinión está siempre en liza, debe ser puesta a prueba en terreno de nadie y de todos, mostrar su arraigo verídico o su fragilidad ilusoria. Lo dijo mejor que nadie Antonio Machado: “Tú verdad, no: la Verdad/ y ven conmigo a buscarla./ La tuya, guárdatela”.
¿Son provechosos cívicamente los debates pre-electorales? Pueden serlo, claro que sí, pero deben darse al menos dos condiciones, una por parte de quienes participen en la discusión y otra por parte de los que asistan al debate. Los que intercambien argumentos deben basarse en el terreno común de lo que socialmente compartimos y apetecemos, no en la irreductible idiosincrasia de lo que cada uno somos o creemos ser a diferencia de los demás. No se puede discutir sobre la identidad de cada cual (tema que además es aburridísimo) sino sobre lo que unos y otros proponen para todos. El que sólo pide que el contrario se convierta a su fe o amenaza con la frase que Voltaire convertía en santo y seña del fanatismo (“piensa como yo o muere”) no está facultado para el debate democrático. Pero también los oyentes deben aportar su parte, es decir ser capaces de dejarse persuadir por las razones y también de distinguir entre éstas y los exabruptos o embelecos. Ante quien no está dispuesto a atender a razones es inútil y fatigoso razonar. Pero ni ser persuasivo ni ser persuadible son rasgos espontáneos del ser humano: son disposiciones que la educación democrática tiene que despertar y fomentar para el buen funcionamiento de la deliberación cívica. De modo que lo más importante, aún siéndolo, no es establecer si los debates públicos van a ser entre dos, cuatro o diez candidatos, ni a que audiencia mayor o menos van a dirigirse, sino si estamos todos preparados convenientemente para que ese ejercicio de esclarecimiento reflexivo tenga verdadera eficacia política. Y sobre todo preparemos a los más jóvenes, a los ciudadanos en agraz que mañana tendrán que asumir la tarea de gobernar y gobernarse para que se enorgullezcan no de sus dogmas sino de su condición razonable.
© FERNANDO SAVATER /
EDICIONES EL PAÍS, SL 2016
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