Opinión

Laboratorios del populismo

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La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

El populismo se impone como una forma de gobierno en diferentes lugares del planeta y lo hace utilizando los instrumentos que ofrecen los sistemas democráticos. Una característica que comparten los gobiernos populistas es que, una vez en el poder, actúan para socavar la institucionalidad que les permitió conquistarlo. Hacen esto manipulando el malestar social y la insatisfacción que deriva de los escasos resultados que arroja la democracia tradicional. El asalto al Capitolio en los Estados Unidos, sede del Poder Legislativo, por parte de una turba de seguidores de Donald Trump que observamos en días pasados, representa solamente el último episodio de una forma muy peculiar de gobernar caracterizada por líderes que fracturan las instituciones cuando les incomodan, que deslegitiman a las oposiciones que no se rinden, que rechazan las elecciones sino les convienen y que proyectan sofisticadas formas para debilitar al sistema democrático.

Las acusaciones de un inexistente fraude electoral sirvieron para que el populismo estadounidense constituyera a sus seguidores como un sujeto colectivo no responsable de sus actos, construyendo imaginarios sociales para dotarlo de identidad política. Los sujetos colectivos unificados, dieron vida al “todos somos uno”, y al mismo tiempo, permitieron estrategias de exclusión de “los otros” así como de cohesión de “los nuestros”. También hicieron posible la agrupación del “nosotros” y finalmente, la agresión hacia “ellos”, los “enemigos”. Los sujetos colectivos son manejables y es claro que no existe un pueblo qué habla, sino alguien que utiliza su nombre con fines de manipulación. Por esta razón es que el populismo es definido como una suerte de “romanticismo democrático” en la medida en que el pueblo se proyecta como una entidad suprema en donde el poder político no puede prescindir de él, tanto en su expresión concreta como en su investidura mítica.

Antaño se consideraba que el populismo era un fenómeno político típicamente latinoamericano, pero la actual experiencia internacional demuestra que es un fenómeno global. De esta forma se pasó de Getúlio Vargas y su Estado Nôvo en Brasil al partido personal de Silvio Berlusconi en Italia, del Justicialismo de Juan Domingo Perón en Argentina al líder anti-apartheid Jacob Zuma Presidente de Sudáfrica, de Hugo Chávez promotor del socialismo del siglo XXI en Venezuela al dirigente ultranacionalista Vladimir Meciar en Eslovaquia. En todos los casos se trata de sistemas políticos verticales, personalistas y demagógicos. El populismo representa una variante del fascismo, con el que comparte su voluntad por acaparar poder y neutralizar instituciones, excluir a los opositores e imponer su peculiar visión del mundo. Es una forma de poder autoritario y no una ideología. El populismo produce un campo fértil para el uso demagógico que un líder carismático hace de la legitimidad democrática para prometer la vuelta de un orden tradicional o el acceso a una utopía por venir, pero también para consolidar su poder al margen de las leyes, las instituciones y las libertades.

México no es la excepción, aquí López Obrador desde el inicio de su mandato ha desdeñado la división de poderes, rechazado la transparencia, aceptado los conflictos de interés en su gabinete, le incomoda profundamente el activismo de la sociedad civil, despliega cotidianamente la demagogia, estigmatiza a las víctimas e impone a la sociedad políticas del resentimiento contrarias a los derechos humanos. Desinformación, mentiras y calumnias son la constante de un gobierno errático. En una palabra, el populismo hace mucho menos democrática a la sociedad y este es el peligro que enfrentamos.