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Memorias de un golpe de Estado, 40 años después

Lo que sucedió a consecuencia de esta altercado fue lo que hizo despertar la peor pesadilla que podría esperar la sociedad española: una ráfaga de metralleta.

Memorias de un golpe de Estado, 40 años después

Memorias de un golpe de Estado, 40 años después

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

El 23 de febrero de 1981, España estuvo a punto de regresar a la peor de sus pesadillas, si hubiese triunfado el golpe de Estado que lideró el teniente coronel de la Guardia Civil, Antonio Tejero. Difícilmente los españoles que vivieron ese dramático momento -incluidos los del exilio republicano- podrán olvidar qué hacía tal día como hoy hace 40 años. Tampoco lo ha olvidado quien escribe esta columna, que tenía entonces 13 años.

Ese lunes, mi vida transcurría como cualquier día en la era pre-internet: con los amigos en la calle, nuestra única red social disponible entonces, sobretodo en un lugar como Tarifa, el único pueblo de Europa donde lo más cercano que hay es África y donde, en los juegos de niños, esas misteriosas montañas al otro lado del estrecho de Gibraltar eran lo más parecido al reino de Mordor.

Todo habría seguido a su ritmo dentro de esa burbuja de calma de no haberse parado el reloj de la democracia española a las 18 horas y 23 minutos de ese inolvidable 23 de febrero de 1981. En ese preciso instante, Tejero, pistola en mano, irrumpió en el hemiciclo del Congreso en Madrid, donde el pleno de diputados votaba un nuevo gobierno, tras la renuncia de Adolfo Suárez.

Allí, en el mismo hemiciclo donde el rey Juan Carlos fue coronado y juró lealtad al franquismo el 22 de noviembre de 1975 -dos días después de la muerte de Franco-, y de donde fueron expulsados los diputados franquistas dos años después, tras la traición del joven monarca al régimen que heredó, fue donde Tejero pronunció, hace 40 años, la frase que heló la sangre a todos los presentes y a los millones de españoles que seguían por radio la tediosa votación parlamentaria: “¡Quieto todo el mundo!”.

Con esas cuatro palabras comenzó el primer golpe de Estado de la historia retransmitido en directo por la radio y luego reproducido miles de veces en televisión, gracias a que providencialmente un camarógrafo dejó que siguiera grabando, sin que los golpistas se dieran cuenta del valioso documento gráfico que dejaba para la posteridad.

Casi tan aterrador como la orden de Tejero a los presentes fue el silencio de muerte en el hemiciclo secuestrado y la confusión reinante segundos después, por el forcejeo entre el todavía vicepresidente del Gobierno, general Antonio Gutiérrez Mellado, y dos subalternos de Tejero. Pero lo que sucedió a consecuencia de esta altercado fue lo que hizo despertar la peor pesadilla que podría esperar la sociedad española: una ráfaga de metralleta.

Ese sonido aterrador fue lo que empujó a mi madre y a otras mamás a salir corriendo a la calle y a encerrarnos en casa, para ver qué iba a pasar a partir de entonces. Y lo que pasó no sólo fueron las horas más angustiosas de la joven democracia española -que se alargó toda la madrugada y gran parte del martes 24 de febrero-, sino un evento personal que marcaría mi destino. En la mente de ese preadolescente, que trataba de procesar lo que escuchaba en la radio, lo que veía en la televisión y lo que comentaban sus preocupados padres, iba surgiendo de forma inconsciente una vocación. No quería ser político, ni desde luego militar (dadas las circunstancias), ni tampoco ponerme en el papel del príncipe Felipe -dos meses menor que yo-, cuando fue obligado por su padre a estar despierto aquella noche eterna. Lo que descubrí era que quería contar lo que estaba pasando. Quería bajar a la calle al día siguiente para contar la historia a los amigos del barrio, para contarles de los tanques que tomaron las calle de Valencia por orden del capitán general de esa región, el golpista Jaime Milans del Bosch, o contarles que el sudoroso rey se dirigió a la nación en un mensaje que salió en televisión a la 01:10 de la madrugada, para anunciar que estaba con la democracia y que, en su calidad de jefe de las Fuerzas Armadas, ordenaba a los golpistas que se entregasen de inmediato. Lo hicieron a las 11:45 de la mañana, cuando yo estaba durmiendo y fueron mis amigos los que me despertaron para contarme lo que había pasado.

Supongo (no recuerdo) que me decepcionó no haber dado “la exclusiva”, pero lo que sí entendí, pocos años después, fue que ese 23 de febrero de hace 40 años había decidido inconscientemente que quería ser periodista y que me habría encantado estar esa infausta noche en la redacción del amenazado periódico “El País”, para haber participado en lo que deberían haber hecho todos: un editorial único con la única cabeza posible: El País con la Constitución.

Y eso fue lo que, doce años después, me llevó al Máster de Periodismo del diario “El País”, donde conocí a mi compañera y amiga Nubia Macías que me dejaba hipnotizado cuando hablaba de su país y un día me dijo: ¿Por qué no te vas a México?

Y así fue como un golpe de Estado provocó un golpe del destino que llevó a querer contar historias, pero desde este lado del mundo.