Opinión

Pensadores, escritores, generales, presidentes: sus males y padeceres

Pensadores, escritores, generales,  presidentes: sus males y padeceres

Pensadores, escritores, generales, presidentes: sus males y padeceres

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Acualquiera puede dolerle una muela. A cualquiera puede desarrollársele una infección estomacal. Ningún personaje de la historia es ajeno a esos y otros padecimientos peores. Sabemos de ellos porque algunos dejaron, en sus papeles personales, en su correspondencia, la relación de sus males, y en ocasiones su historial clínico se cerró con peculiares sorpresas después de sus muertes. Estas son algunas de esas historias, que, en otros tiempos, y con una medicina menos desarrollada de lo que hoy conocemos, significaron momentos de inquietud, dolor y desazón. No obstante, muchos de ellos se sobrepusieron a sus males, y siguieron trabajando, combatiendo, escribiendo. Quienes hallen en esta relación alguna enfermedad que padece o ha padecido, sabrá comprenderlos bien.

LOS “MALES DE PIEDRA”. Así se les llamó, en el pasado, a los malestares producidos por la presencia de cálculos en vesícula o riñones. Quienes saben de esto por experiencia, conocerán los atroces dolores que pueden ocasionar. Lo que hoy llamamos “litos” o “cálculos”, eran llamados, en otras épocas, simplemente “piedras”, y a los muchos dolores y malestares que ocasionan, “mal de piedra”.

Quizá uno de los casos notorios en esta materia es el de uno de los grandes intelectuales de los siglos virreinales, don Carlos de Sigüenza y Góngora, aquejado, según decían él y sus contemporáneos, de malestares en la vejiga.

Sigüenza experimentaba intensos ataques de dolor, que hacían difícil su movimiento. Pero como se trataba de un asunto conocido por todos con quien trataba, se le tenía consideraciones y cuidados.

En 1792, Sigüenza se había embarcado rumbo a la bahía de Panzacola, de la cual hizo el levantamiento y el mapa respectivo. Pero siete años después, en 1799, cuando sus malestares eran ya muy intensos, un almirante apellidado Arriola, enviado también a la región, con objeto de instrumentar el poblamiento de la zona, regresó a la ciudad de México afirmando que los dichos de Sigüenza, que tenía el cargo de cosmógrafo, estaba rotundamente equivocado.

Los dos personajes se hicieron de palabras. Terminaron retándose para averiguar quién tenía la razón. El virrey, conde de Moctezuma, ordenó que el pobre don Carlos se hiciera a la mar nuevamente para desentrañar el desacuerdo. Singüenza no se arredró: hizo un largo memorial donde demolió todas las quejas del almirante, y luego declaró que se iba de expedición como mandaba el virrey. Pero como eran muchos sus malestares, puso condiciones especiales. Como su vejiga, decía él, le producía intensísimos dolores, solicitó que se le llevara en silla de manos —aquellos sillones acojinados, cargados por cuatro sirvientes— hasta el puerto de Veracruz. Exigió también que lo acompañara un cirujano de su confianza, por si se agravaba. También solicitó 4 mil pesos de viáticos, y apostó su amadísima biblioteca contra 3 mil pesos del almirante. Y, además, quería ir en barco distinto al de su contrincante, para evitar “que él a mí, o yo a él, lo bote al mar”.

Fue tan contundente su respuesta, que la discusión se acabó ahí, aunque es muy probable que el pleito haya amainado en atención a sus malestares, cada vez más intensos. Quienes lo conocieron en esos tiempos aseguraban que su salud era cada vez peor, y que su debilidad era extrema, pues los dolores que sufría lo dejaban postrado.

Sigüenza murió el 9 de agosto de 1700, y en su minucioso testamento dejaba sus antigüedades –que hoy llamaríamos piezas arqueológicas-, papeles, libros e instrumentos científicos al Colegio jesuita de san Pedro y San Pablo. En otra cláusula, para escándalo de los devotos, dejó estipulado que a su cadáver le hicieran la autopsia, para que los médicos conocieran la verdadera causa de su muerte, y les sirviera de “útil enseñanza”.

Cuando por fin se realizó la autopsia al cuerpo de aquel hombre talentosísimo, los cirujanos encontraron en su riñón un enorme cálculo, al que describieron “como del tamaño de un melocotón”. Los dolores debieron ser atroces.

En el siglo XIX, probablemente fue Guillermo Prieto otra víctima del “mal de piedra”. Amigo del buen comer y el buen beber, como todos los integrantes de la élite intelectual del México de la época, abundan en sus escritos detalles y relaciones de antojitos y platillos, de brindis y banquetes.

En su vejez, Prieto siempre afirmó padecer “dispepsia”, es decir, un cuadro de malestar que aparece después de las comidas. Los síntomas usuales son náuseas, pesadez, dolor de estómago, ardor. Pero Prieto siempre se quejó de fuertes cólicos, de dolores muy intensos que, con el paso de los años se fueron intensificando y que, junto con los cuidados del médico, pretendía atenuar ingiriendo los medicamentos con “agua de sifón”, es decir, carbonatada.

Muchos recursos intentó Guillermo Prieto para sentirse mejor. Hasta el cambio de clima, pensaba, lo ayudaría, y en sus últimos años pasó alguna temporada en Cuernavaca. Pero el mal no cedió, y don Guillermo se murió en 1897, de vejez y de los intensos dolores, que, al vincularse con su eterno gusto por el bien comer, pinta un cuadro asociado a la presencia de litos, piedras en la vesícula.

TUBERCULOSOS Y DIABÉTICOS. La tuberculosis era un mal que, en el siglo XIX, se asociaba a los espacios hacinados e insalubres, como las cárceles, que muchos de los hombres dedicados al periodismo político, visitaron en diversas ocasiones. Muchas veces se afirmó que fue esa la enfermedad que mató, en 1869, al periodista y diputado liberal Francisco Zarco, quien habría contraído el padecimiento durante el medio año que pasó recluido en la vieja y descuidada prisión de La Acordada, ubicada en rumbos más allá de la Alameda de la ciudad de México, a la que iban a parar los enemigos del régimen, en cualquier época.

A Zarco lo encerraron ahí después de meses de seguirle la pista, en los días más oscuros de la guerra de Reforma, cuando el gobierno conservador estaba en posesión de la capital, y todavía duraba el horror del incidente de abril de 1859, cuando el general Leonardo Márquez ordenó la muerte de un grupo de civiles, médicos y heridos de guerra, a los que la posteridad conoce como “los mártires de Tacubaya”. El folleto que Zarco escribió al respecto y que hizo circular por toda la ciudad, hizo que la persecución se intensificara, y que el periodista hubiera de moverse embozado o disfrazados de los personajes más extraños.

Pero finalmente lo atraparon y lo enviaron a La Acordada, de donde lo liberaron seis meses después, en la Navidad de 1860.

Pero a partir de ahí, y en los nueve años más que vivió, la extrema debilidad fue su rasgo fundamental de salud. Todos los que lo vieron en el exilio al que lo llevó la guerra de intervención, y quienes lo vieron, en los días de la república restaurada, en su calidad de presidente de la cámara de diputados, no podían menos que conmoverse con este hombre joven todavía, pero que se movía arrastrando los pies y que necesitaba caminar con bastón —y a veces hasta con dos bastones— para sostenerse. A su muerte, todo mundo dio como origen de ese deterioro tan brutal, la tuberculosis. Zarco apenas había cumplido 40 años en el momento de su muerte.

Otro personaje, probable paciente de tuberculosis, fue Ignacio Manuel Altamirano, que había sido un hombre sano hasta la guerra de intervención, cuando, a causa de la enorme insalubridad reinante en el sitio de Querétaro. Como Maximiliano, Altamirano enfermó de disentería, de la cual nunca se repuso. Aún en sus años europeos, el escritor y poeta padeció muchos males gastrointestinales que se “curaba” tomando, después de las comidas, “un vasito de agua de Selz”, es decir, gasificada, como le había recomendado en 1867 el archiduque austriaco.

Altamirano sí vivió para que se le diagnosticara diabetes. Por las anotaciones de su diario, sabemos que se atendió y que su médico probaba sus muestras de orina para determinar la evolución del mal.

Cuando se fue a Europa, primero como cónsul en Barcelona, continuó con sus tratamientos, pero comenzó a sentirse extremadamente débil. No por eso dejó de hacer sus tareas diplomáticas, aunque, a veces, escribió, se sentía tan mal que, para ir a su oficina, a pocas cuadras de su hogar, caminaba por la calle sosteniéndose de las paredes.

Apenas iba a cumplir 60 años cuando, en 1893, su debilidad era tan grande, que su yerno, el abogado Joaquín Casasús, lo llevó a pasar el invierno al cálido clima italiano, en San Remo. A la diabetes se había sumado un diagnóstico de tuberculosis, que algún médico mexicano puso en duda, y recomendó llevar a Suiza una muestra de la saliva de Altamirano para confirmar o desmentir el diagnóstico. Casasús, su esposa Catalina Altamirano, y un niño, partieron hacia Suiza, llevando la muestra. Pero no habían llegado sino a Génova, cuando los alcanzó un telegrama que venía de San Remo: “Nacho ha muerto”. Todo esfuerzo había sido inútil.