Opinión

Pro consulta

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La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

La democracia es una palabra con tantos significados, que usarla sin adjetivos es vaciarla de sentido. En su forma mínima implica alguna forma de participación del pueblo en el gobierno.Y aquí empieza el problema, porque probablemente usted, al leerme, haya pensado “no, el pueblo no. La ciudadanía”. El pueblo como un ente colectivo, la ciudadanía como agregado de personas, no son lo mismo.

En México, me parece, la postura dominante es pensar en personas que participan de manera individual en los asuntos públicos, cuyos derechos humanos deben ser protegidos frente al Estado, que tiende a disminuirlos.

Esta postura, siguiendo al italiano Riccardo Guastini, es una visión liberal y propia de finales del siglo XVIII e inicios del siglo XIX. Implica ver en el Estado todopoderoso, en particular en el gobierno, una amenaza a los derechos individuales, de los cuales el primero no es el de la vida, sino el de la propiedad.

Véalo con nuestros vecinos del norte. Es más fácil ser condenado a muerte que a la pérdida de todos los bienes, lo que demuestra la prioridad en los derechos.

Ese temor lleva a dividir el ejercicio del poder, buscando que ni el Ejecutivo ni el Legislativo puedan imponerse; y convierte al Judicial en, literalmente, el fiel de la balanza de la estructura de gobierno. Pesos y contrapesos, de manera que nunca se pueda hacer mucho para cambiar las cosas porque no vaya a ser que, en el intento, terminen lesionados los derechos humanos.

Alguien diría, los intereses.

Por eso las mayorías deben ser refrendas. Por eso la democracia no es “del pueblo” como un ente que obra de forma caprichosa, sino de “personas”, de seres en lo individual que deben ser protegidos de la mayoría. En esta visión, la democracia no es meramente la regla del cincuenta por ciento más uno, sino la de los límites.

Las constituciones juegan el papel de libro de reglas, y la judicatura constitucional de árbitro que las aplica cuando los jugadores, que son el Estado y las personas en lo individual, las violentan. Normalmente las tarjetas se sacan para castigar al Estado.

Hay buenas razones para pensar así. Los gobiernos autoritarios y totalitarios del siglo pasado y de este buscan escudarse en la regla de las mayorías, apelando a los miedos más básicos, como el temor al otro, al diferente, que se manifiesta en la xenofobia de algunos regímenes europeos, y también al norte de nuestro continente.

Estas ideas han dado lugar a todo un pensamiento político que se ha manifestado en cierta manera de construir las formas de gobierno y, sobre todo, de entender la participación democrática. Dado el temor a gobiernos absolutistas que, montados en un discurso popular (o populista) obtengan grandes mayorías que puedan cambiar de forma súbita y radical el estado de cosas, se han diseñado medidas que limitan tanto el poder de la mutación como la fuerza de quienes lo desean.

Una de esas formas es la democracia representativa, que le ahorra a las mayorías la necesidad de estar tomando decisiones de gobierno, pero a la vez limita su participación y fortalece a los partidos políticos.

El problema moderno de este tipo de democracia se encuentra, nos muestra Yascha Mounk en su libro “El pueblo contra la democracia”, en un déficit de representatividad: quienes se dedican a la política ya no viven, ni comen, ni estudian, ni se relacionan con sus conciudadanos, sino que viven, comen, estudian y se relacionan con los círculos del poder económico. Dinero y política del brazo y por la calle, como la película de Juan Bustillo Oro.

Frente a esta crisis de la democracia representativa pueden surgir varias respuestas: una es el cambio de élites gobernantes mediante el voto; otra es la realización de ajustes que atenúen esa falta de representatividad. En México tenemos las dos respuestas, la primera con el voto en 2018, y la otra es incluso anterior.

La atemperación del carácter exclusivamente representativo de nuestra democracia mexicana se presenta desde la apertura a las candidaturas independientes, y a las consultas ciudadanas en 2012. Ahora, hay que destacar que no se buscaba sustituir el modelo representativo, afirmación que sostengo en lo siguiente:

Primero, la regulación de las candidaturas independientes, que no permite una competencia en pie de igualdad con los partidos políticos. Segundo, los límites impuestos a la posibilidad de someter asuntos al voto popular, sustentados en buena medida en el temor a la afectación de los derechos humanos.

Así, nuestra arquitectura institucional no deja de ser representativa. Tampoco hace a un lado su profunda desconfianza a las mayorías, sigue basada en la idea de “ciudadanía” antes que en la de “pueblo”.

Permítame un símil: en algunas ciudades, cuando el estilo barroco pasó de moda en favor del neoclásico, fue cosa común que los dueños de mansiones modificaran la fachada de las mismas, a fin de ponerlas a tono con las nuevas formas, pero el interior seguía sin cambios. Así es nuestra democracia, y en buena medida la explicación que se hace de ella.

Esto se refleja, me parece, en la discusión sobre las consultas populares. Al plantearse la posibilidad de una, la reacción de buena parte de la academia y de las plumas opinantes es de duda, de desconfianza. Se aducen razones que justifican la negativa, apoyadas en el temor de la afectación a los derechos, lo que en el fondo implica casi siempre afirmar que las mayorías no deben (no pueden) opinar sobre las prerrogativas de cada persona, y que es mejor dejar esos temas a los tribunales.

Esta postura, como ya expliqué, no carece ni de un sólido aparato ideológico ni de razones históricas. Pero en buena medida limita la potencialidad de los mecanismos de participación ciudadana, que, necesariamente, conllevan la primacía del principio mayoritario.

Así, al presentarse una posible consulta, cabe no sólo analizarla desde una perspectiva restrictiva, que duda de su razón y teme sus efectos; sino desde otra visión que, sobre todo cuando venga respaldada por un fuerte apoyo popular, vea en ella la potencialidad de introducir al pueblo en las grandes decisiones de gobierno.

Eso implica cambiar de una especie de principio anti consulta, a otro pro consulta, que en lugar de encontrar las razones para negar su realización, encuentre la justificación necesaria para que el pueblo pueda decidir su futuro, libre de las decisiones de una élite, por muy bien intencionada que se asuma.