Opinión

Órganos constitucionales autónomos

Órganos constitucionales autónomos

Órganos constitucionales autónomos

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Tenemos en México algunas instancias de gobierno que no pertenecen a ninguno de los tres poderes tradicionales, por ejemplo, el Banco de México, el Instituto Nacional Electoral, la Comisión Nacional de Derechos Humanos, o el Instituto Nacional de Estadística y Geografía. ¿Qué quiere decir que son autónomas y para qué lo son?

La autonomía constitucional, como la entendemos, surgió con un jurista austriaco llamado Hans Kelsen, que creó la idea del Tribunal Constitucional, como un órgano encargado de vigilar que se cumpliera la Constitución de su país, pero sin que estuviera sujeto a ninguno de los poderes clásicos, ya que por un lado necesitaba realizar su labor desde una perspectiva estrictamente técnica; y por otra parte, le tocaría juzgarlos, particularmente al Parlamento. Para lograrlo, propuso (y consiguió) que se les otorgara una autonomía constitucional, esto es, que dentro de la máxima norma se estatuyera que no tendrían dependencia jerárquica con nadie.

La autonomía constitucional nace entonces no como un fin, sino como una garantía para cumplir a cabalidad la función deseada.

Esta idea fue adoptada en varios países, y llegó a México en la época de la transición; si bien no para crear un tribunal constitucional independiente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, sí para dotar de autonomía a ciertas instancias que habían surgido dentro de la burocracia centralizada.

Para algunos, el modelo resultó óptimo para pensar a los órganos autónomos como contrapesos de la Presidencia, sosteniendo que su utilidad estaba en servir de frenos al poder. Esto, en Estados Unidos, fue lo que sucedió por ejemplo con algunas agencias gubernamentales y otras reformas contramayoritarias, llevadas a cabo para lograr “contener” el poder de las mayorías, como explica Nancy MacLean en “Democracy in chains”.

Esta línea de pensamiento asume que, en la visión republicana norteamericana 8que desconfía de las mayorías) es necesario establecer un sistema constitucional en el cual los distintos poderes públicos estén en constante contacto y, de esta manera, se contrapesen, se atemperen o moderen uno a otro. No es la división de poderes a la manera teórica francesa, es la colaboración de poderes que, al tener que desarrollar de forma compartida sus facultades, se equilibran.

Para esta postura, los órganos constitucionales autónomos, dada su integración con personas peritas en las materias de que se ocupan, deben servir de valladar o límite a las decisiones políticas tomadas por los poderes electos, ya sean el Congreso o el Ejecutivo.

Sin embargo, no es la única visión posible. Si asumimos que la autonomía constitucional es un método o herramienta y no un fin en sí misma, podemos estimar que hay otras opciones posibles.

Una corriente de pensamiento diversa a la anterior, plantea que en una democracia que realmente confíe en las decisiones de la ciudadanía, las instituciones aisladas de algún tipo de control popular no tienen cabida. En esta postura, se les suele ver como espacios de poder independientes y autoreferenciales, resabios de otros tiempos y de otros intereses.

Ambas posturas tienen plumas bien capaces que las defienden con datos y argumentos, así como entusiastas seguidores.

Creo, sin embargo, que una tercera postura es posible, una que se haga cargo de explicar para qué necesitamos instituciones autónomas en el contexto actual. Intentaré exponerla.

Para esto, debemos considerar que la etapa de la llamada “transición a la democracia” ha fenecido. Si la misma se caracterizó por buscar la alternancia en el poder, la conducción de las elecciones por instituciones autónomas e imparciales, así como un piso mínimo para la competencia electoral, la llamada “equidad en la contienda”, podemos estimar que es una etapa rebasada.

Para algunas personas se lograron los objetivos. Para otras, fueron insuficientes. En todo caso, hasta el modelo de partidos de la transición ha cambiado sustancialmente.

Entonces, superado el paradigma de la transición, la pregunta no debe ser ¿por qué tenemos organismos autónomos?, sino ¿para qué los tenemos? Esto es, en una realidad política nueva, distinta de la del México de los setentas y ochentas del siglo pasado, ¿es útil tener este tipo de instituciones?

Y no puede responderse argumentando lo que han aportado. Eso es centrarse en el porqué.

Se justifica la existencia de instituciones autónomas bajo la idea de que, en ciertas áreas de la función pública, como las elecciones o el valor de la moneda, por ejemplo, se requieren decisiones que no estén cruzadas por un sesgo partidista, sino por una proyección de largo plazo que vaya más allá de las virtudes de un gobierno o su ausencia de éllas.

Desde luego, esto no es negar el efecto político de sus medidas, sino exigir la ausencia de cálculo partidista en la toma de sus decisiones.

Esta necesidad no debe pensarse como dirigida contra un gobierno o partido. No se trata, a mi parecer, de que sean “contrapesos”, porque su función no es “atemperar” o “moderar” a nadie, sino tomar decisiones en base a parámetros legales (esto es, definidos por órganos políticos como son las legislaturas) y técnicos, de cara a la ciudadanía, argumentando con un lenguaje entendible y conforme el principio de máxima publicidad.

La objeción de la falta de control popular debe ser reconocida y atendida, bajo un paradigma distinto del de la transición. Aquí no cabe hablar de autonomía como independencia, sino desarrollar un modelo dialógico en el cual la representación popular, la propia ciudadanía (organizada o no), pueda jugar un papel en el monitoreo de los órganos autónomos, a fin de poder evaluar su utilidad no por sus contribuciones reales o ficticias en el pasado, sino por su aporte a la construcción de una sociedad distinta de aquella en la que nacieron.

Hay que reconocer el interés legítimo de la ciudadanía y sus representantes, para decidir las políticas públicas, supervisar la función de los órganos de gobierno, y definir las prioridades presupuestales, por ejemplo. Esto justifica una labor constante de vigilancia.

Nadie dijo que la reingeniería institucional fuera fácil, pero es necesaria cuando un paradigma ha sido superado por la realidad.