Opinión

Yo soy un hombre de letras

Yo soy un hombre de letras

Yo soy un hombre de letras

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

¿Somos entonces los poetas, los escritores, nada más que juntadores de palabras, palabras en hilera que se convierten en renglones, renglones que hacen párrafos, párrafos que llenan páginas, páginas que forman libros?

Parecería que sí, si pensamos, como Mallarmé, que la poesía no es cuestión de ideas, sino de palabras. O si asumimos, sin preguntarnos qué significa —porque no tendría sentido hacerlo—, la poesía automática de Hans Arp o de Philippe Soupault, y en qué, en dónde, radica su singular belleza.

Parecería que no, si coincidimos con Ernesto Sábato, quien nos dice que uno de los problemas capitales del escritor es la tentación de juntar palabras para hacer una obra, y cita a Claudel: “no fueron las palabras las que hicieron la Odisea, sino la Odisea la que hizo las palabras…”. […]

Llamo poeta, que quede dicho de una vez por todas, a todo escritor, ya sea su oficio no sólo la hechura de poemas, sino también de dramas, comedias, cuentos o novelas, a la manera en que lo hizo Walter Muschg en su Historia trágica de la literatura, ese maravilloso estudio que, como pocos, nos presenta los múltiples avatares en los que ha encarnado el poeta a través de los siglos, para su felicidad o su miseria: vidente, mago, profeta, semidiós, paria, acusado, víctima, héroe, ángel caído... Avatares, encarnaciones, que han hecho oscilar al poeta y su alma entre otros antípodas que tienen que ver, más que con su obra, con su actitud hacia los demás y, en primera y última instancia, hacia sí mismo, y con su conciencia: la humildad y la arrogancia. Y que lo han emponzoñado con la incertidumbre de no saber si a su nombre y su obra lo esperan la gloria o el olvido. […]

Humano como soy, suelo repetirme y, en las mismas o parecidas circunstancias, reaccionar de manera similar. En ocasiones anteriores, cuando he aceptado un reconocimiento, he afirmado, y hoy lo reitero, que cada vez que se premia a un artista, se deja de premiar a muchos otros que también lo merecen. […] Aceptar, por lo tanto, esta gran distinción [el ingreso a El Colegio Nacional], implica aceptar, con ella, una enorme responsabilidad. […]

Acepto, pues, este gran honor por varias razones […], en nombre, por ejemplo, de aquellos poetas jóvenes cuya muerte prematura aniquiló su talento, truncó su obra y los condenó al silencio. Ante este silencio, el silencio total, silencio involuntario, jamás deseado, silencio inmutable e invulnerable, silencio eterno, ¿no deberíamos tener, aquellos de nosotros que aún conservamos lucidez y fuerzas, aquellos de nosotros que, quizá sin merecerlo, aún estamos vivos y con el alma abierta a la vida y sus milagros, no deberíamos avergonzarnos de nuestros silencios?

[...] Conmigo, escritor, novelista, versificador, periodista, ingresa a El Colegio un científico frustrado, aspirante y aprendiz de hechicero que se quedó, un día, en el umbral de la ciencia. Acudo a la imagen de la caverna de Platón para pedirles, a aquellos de mis colegas que son miembros de esta institución por el hecho de ser grandes científicos de mi país, que reconozcan que algunos de nosotros los poetas solemos dejar de asombrarnos con nuestras propias sombras para asomarnos a la entrada de la cueva y deslumbrarnos con el soberano resplandor de la ciencia. Un resplandor que, a pesar de su maravillosa, inefable intensidad, no ciega: ilumina. El poeta sabe o intuye en dónde descansa, de dónde viene, en qué consiste la infinita poesía de la ciencia. [...]

Y pongo punto final, con la esperanza de que haya cumplido su propósito. Este discurso no es sino el resultado de una tarea minuciosa: la de juntar letras y palabras y ponerlas en hilera, una tras otra, hasta componer renglones y con los renglones componer párrafos y con los párrafos, páginas. Y esta tarea ha sido hecha con el amor y la paciencia de un linotipista antiguo que sigue el dictado no de la divinidad, sino el dictado, simplemente, de la honestidad, el entusiasmo y el agradecimiento.