A sus 84 años de edad, hace un par de semanas la UNAM organizó un coloquio en Homenaje a Porfirio Muñoz Ledo. Un gesto por demás necesario y de gratitud para un político de gran dimensión y un intelectual que resume en una vida prolongada, productiva y controversial lo mejor de la tradición republicana de nuestro país.
Increíble que no haya recibido a estas alturas la medalla Belisario Domínguez que otorga el Senado. Quizá el evento de la UNAM sirva para reparar esta falta. Muñoz Ledo es en una palabra: un hombre de Estado. Los hay pocos en el país. Escribo unas líneas para explicar al personaje.
Menciona Jorge Luis Borges en El libro de los seres imaginarios:
“El Baldanders ‑cuyo nombre podemos traducir por ‘ya diferente’ o ‘ya otro’‑ (...) es un monstruo sucesivo, un monstruo en el tiempo; la carátula de la primera edición de la novela de Grimmelshausen trae un grabado que representa un ser con cabeza de sátiro, torso de hombre, alas desplegadas de pájaro y cola de pez, que con una pata de cabra y una garra de buitre pisa un montón de máscaras, que pueden ser los individuos de las especies”.
“Uno de los principales atributos del Baldanders, de acuerdo con Borges, es que puede adoptar a voluntad todas las formas imaginables: “de un hombre, de un roble, de una flor, de un tapiz de seda, de muchas otras cosas y seres, y luego, nuevamente, de un hombre. (...) También se convierte en un secretario y escribe estas palabras de la Revelación de San Juan: ‘Yo soy el principio y el fin’”.
Sostengo que la trayectoria pública de Porfirio Muñoz Ledo, representa, por decirlo así, la paráfrasis nacional del Baldanders que concibió Borges: monstruo sucesivo, infatigable, de una gestualidad sin límites, de un alto poder histriónico: “¡Porfirio, Valiente, Callaste al Presidente!” fue una consigna que el propio senador Muñoz Ledo acuñó e hizo gritar a sus simpatizantes luego de su célebre interpelación al último informe presidencial de Miguel de la Madrid en 1988.
Muñoz Ledo encarna la gran paradoja de ser un político de Estado que ha militado en las filas de la oposición por tres décadas, en las cuales ha salido y entrado de las puertas del poder lo mismo con un gobierno panista como Embajador, que con un gobierno local de izquierda como el de la Ciudad de México, donde ha sido asesor del más alto nivel.
Fue, ha sido, campeón insuperable de la anécdota de pasillo, en la que siempre surgirá como el protagonista estelar: aquella vez que se coló a la toma de posesión del venezolano Carlos Andrés Pérez escondido entre los guardias de la escolta de Fidel Castro; aquella otra que le colgó el teléfono al presidente portugués Mário Soares por negarse a recibirlo siendo ya senador del PRD; o bien el cartel que lo mostraba saludando al Papa Juan Pablo II y que hizo pegar a lo largo y ancho de Guanajuato cuando compitió sin éxito por la gubernatura de aquella entidad ultra católica. Nuestro devoto republicano; el personaje ubicuo que dice ‑y dicen‑ haber estado en todos las cenas y todas las comidas en las que se jugaron los destinos del país en las últimas cuatro décadas.
Muñoz Ledo ha recorrido de ida y vuelta todas las rutas que se puede imaginar para ser una figura reconocida y admirada, cuya magnitud que se desborda hace difícil reconocer las fronteras entre la admiración y el vilipendio. El resultado de esta combinatoria de insultos y elogios cosechados a lo largo de las décadas, es la edificación de ese monumento mítico a la egolatría y la lucidez política llamada Porfirio Muñoz Ledo.
Al Baldanders que habita en Muñoz Ledo lo hemos visto mutar una y otra vez: del PRI al PRD; pasó del PRD a la militancia ciudadana y de ahí al voto útil por Fox, coqueteó con López Obrador, con el PT, con el PRD de Mancera. Entra y sale de un capullo equipado con libros y lecturas -es, en todo sentido un intelectual- y cada cuando reaparece transformado en una nueva identidad pero sin traicionarse en modo alguno. Siempre convertido en una nueva figura: adoptando las poses, los gestos y los discursos del nuevo personaje, sus declaraciones proverbiales, sus desplantes, sus ocurrencias.
Fue campeón de baile, de oratoria y de natación en su juventud, para él la noción de la derrota se aparece como una contradicción existencial. “Fui el senador más votado en la historia del país”, solía decir. Hasta antes de la aventura de su campaña como gobernador de Guanajuato solía decir que jamás había perdido una elección ‑si bien su historia en competencias electorales se reducía a dos: la Facultad de Derecho en los años cincuenta, y el Distrito Federal de 1988.
En la galería de sus devaneos egocéntricos, su candidatura presidencial por el PARM en el 2000 -a la que renunció antes de que la catástrofe terminará por arrastrarlo-, ocupa un espacio menor. Son muchas más aquellas acciones y decisiones que lo convirtieron en la figura central, respetada, admirable y entrañable que es ahora, al cifrar ocho décadas y media de una vida extraordinaria.
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