Opinión

Enrico Sampietro, falsificador y artista del delito

Desde muy joven mostró su talento para el arte, para el dibujo. La técnica del grabado se le daba, y llamaba la atención en su natal Marsella. Allá, llamó la atención de un viejo delincuente, ducho en el arte de la falsificación, quien inició al muchacho en la senda del crimen, porque le enseñó lo que se podía hacer con un buen conocimiento de fotomecánica y su habilidad artística. Así, Alfred Hector Donadieu, francés nacido en 1900, empezó una ruta a lo largo de la cual empezó a cambiarse el nombre: fue Adrian Dressky, André Alfred de Villa, Henry Alfred Rey, Adrian Harles Delmont. México lo conoció, en los años 30 del siglo pasado, como Enrico Sampietro, estrella de la falsificación. No sólo era bueno para falsificar billetes y cheques; cuando llegó a México, en los años 30, ya tenía un largo historial de delitos y encarcelamientos que incluía la muy famosa Isla del Diablo, a donde el gobierno de Francia enviaba a los más indeseables de los indeseables. A México vino a dar porque un conocido suyo, un español al que llamaba “Roberto”, le aseguró que aquí se hacía buen dinero. Como Donadieu no solo era hábil falsificador, sino contrabandista de whisky, de municiones y de lo que se le pusiera enfrente, no lo dudó. Se quedaban atrás los años europeos. Después, su leyenda afirmaría que llegó a ser espía del partido fascista italiano. Cuando llegó a México y se encontró con su amigo “Roberto”, el negocio estaba más que en marcha; el español había conseguido en Estados Unidos maquinaria para empezar a falsificar. Donadieu, convertido en Enrico Sampietro, puso manos a la obra, y produjo unos excelentes grabados para producir billetes de veinte dólares. Imprimían en México, y la banda de operadores reunida en torno a Sampietro y a “Roberto” los echaban a circular en Cuba y en Estados Unidos. Poco a poco, se hizo visible la ruta de los billetes falsos. Y aunque la policía mexicana ya tenía noticia de la banda de falsificadores, carecía de pistas. Uno de aquellos legendarios detectives de la primera mitad del siglo XX, Alfonso Farías, anunció que tomaba el caso en sus manos, dispuesto a no parar hasta encontrar a los delincuentes. Llevaría tiempo, pero lo consiguió. SAMPIETRO DETENIDO, Y UN PACTO DE CABALLEROS Tomó un año aprehender a un colombiano parte de la banda. Lo encarcelaron unos pocos meses y luego lo deportaron a Colombia. Luego, cayó “Roberto”. Tuvieron que soltarlo porque faltaban pruebas, pero con sus antecedentes delictivos fue más que suficiente para sacarlo de México. Sin “Roberto”, Sampietro se asoció con un tamaulipeco, Pepe “El Gordo”, que operaba en la frontera. Pero “El Gordo” resultó torpe y malhecho; se le ocurrió producir dólares falsos, por su cuenta y en Tampico. Los dólares de mala calidad fueron detectados de inmediato. El detective Farías, hablando con los integrantes de la banda que iban cayendo, aprendió un curioso método para detectar las piezas falsas. Un dólar auténtico, le dijeron, al ser raspado con la punta de un alfiler, soltaría pequeños hilos de algo que, le dijeron, era seda. Un billete falso no soltaría nada. A fuerza de paciencia, Farías fue detectando dólares falsos salidos de la mesa de Sampietro, y aunque logró atrapar a muchos de sus cómplices, el delincuente artista se le escapó varias veces. De todas maneras, el cerco se cerraba. Sampietro se enteró de la manera en que la policía mexicana estaba identificando sus dólares falsos, y en un gesto de audacia, mandó a traer de Europa papel moneda con el que continuar sus trabajos. La persecución de Farías se intensificó. Sampietro, sin material para producir billetes que pasaran por legítimos, detuvo sus operaciones, pero cometió un error imperdonable en alguien de su categoría: mantuvo en su poder objetos que lo incriminaban, y la policía logró ubicarlo por medio de un antiguo contacto con el que Sampietro había hecho negocios con anterioridad. Cuando el detective Farías y sus hombres lo detuvieron en una calle de la ciudad de México, en 1937, tuvieron acceso a las pruebas que significaban su triunfo: Sampietro ya no tenía papel, pero conservó los negativos de los billetes falsos, ocultos en el relleno de las sillas del desayunador de su casa. Años después, Sampietro se dio el lujo de escribir sus memorias y narró el curioso hallazgo: cuando lo detuvieron, fue claro que catearían su hogar. Y… pues… él vivía con una mujer. “Al ser encontradas las pruebas de la falsificación, mi compañera quedaría comprometida en un delito del cual era inocente… le propuse al comandante Farías entregarle las pruebas que le permitirían condenarme, a cambio de que mi amante no fuera molestada. El detective aceptó… Cumplí mi palabra y Alfonso Farías cumplió estrictamente la suya…” Eran tiempos en que hasta entre los delincuentes, había caballeros. PERIPECIAS EN LECUMBERRI Enrico Sampietro fue encerrado en la Penitenciaría de Lecumberri de la Ciudad de México, acusado de falsificación y de asociación delictuosa. Hizo curiosas amistades dentro del penal. Una de esas amistades era el sacerdote católico José Aurelio Jiménez, que cumplía una condena de 20 años por haber bendecido la pistola con la que José de León Toral había matado a Álvaro Obregón. Jiménez y otros presos cercanos a él, calificados por la policía como fanáticos religiosos, solían tener largas tertulias en la celda del cura, e invitaban a Sampietro a conversar con ellos. En algún momento, Jiménez tuvo la ocurrencia de lograr el escape del falsificador. El argumento, abigarrado y extravagante era que, si Sampietro seguía delinquiendo, la falsificación le causaría daño al Estado, y eso, concluía el exaltado sacerdote, “será beneficioso para nosotros”. Con la complicidad de algunos celadores que, se supo después, eran antiguos cristeros, Sampietro pudo fugarse. Se marchó a Tamaulipas, donde, a mediados de los años 40, circularon muchos dólares falsos fabricados por él. Pero, curiosamente, mantuvo sus nexos con Jiménez y con otros integrantes de la Liga Nacional Defensora de La Libertad Religiosa. Sampietro diría después que respetaba a aquellos hombres que, de manera encubierta creían estar luchando por sus ideales. Así pasó una década. Pero en 1947, el detective Alfonso Farías era subjefe de la Policía Bancaria, y el jefe de la Oficina de Investigación de Falsificaciones era el criminólogo Alfonso Quiroz Cuarón. Decidieron sumar fuerzas y anunciaron una recompensa de 10 mil pesos para quien diera pistas para recapturar a Sampietro. Un hombre de apellidos Godoy Ibáñez llegó a confesar todo. Así supieron quiénes habían urdido la fuga de Lecumberri. Ese fue el hilo que les permitió atrapar a Sampietro. El falsificador, sabiendo que nuevamente le pisaban los talones, se escondió en la capital del país. Sus amigos católicos lo escondieron en el hogar de una mujer de Iztapalapa, cabeza de una agrupación religiosa. La policía llegó justo cuando Sampietro, disfrazado de militar, se disponía a salir. Le incautaron varios fajos de dólares falsos. El falsificador se tomó las cosas con filosofía. Simplemente dijo: “Algún día tenía que suceder”. Alfred Hector Donadieu o Enrico Sampietro, fue sentenciado a 13 años de prisión. Al salir libre, en 1961, lo deportaron a Francia. Muchos años después, el criminólogo Quiroz Cuarón, que siempre admiró su talento artístico, lo encontró en Marsella, viviendo de pintar automóviles.

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