Opinión

Cuando Ignacio Comonfort quiso transformar los cementerios de México

El proceso que hoy día conocemos como Reforma liberal aspiraba a una transformación profunda en la vida de los habitantes de este país. No se trataba únicamente de una transformación política, sino de algo más complejo: la vida cotidiana, la manera en que el ciudadano de a pie, por encumbrado o humilde que fuera, se relacionaba con el Estado y con el resto de la sociedad. Hasta con la manera y los modos de morir intentaron involucrarse.

Enero de 1857: el congreso constituyente seguía metido en la discusión, comenzada el año anterior, para producir una nueva Carta Magna para México. Para el gusto de algunos, la cosa iba bastante lenta. En 1855, derrotado Antonio López de Santa Anna, el país parecía cambiar con un gobierno liberal lleno de radicales, a los que encabezaba Juan Álvarez. Pero don Juan no se halló en el empleo de presidente de la República; ocupó el cargo por un breve periodo, y lo sustituyó su compañero de lucha, Ignacio Comonfort, que, para las ideas radicales de gente como Melchor Ocampo, era demasiado indeciso, demasiado suave, demasiado moderado. Con todas aquellas peculiaridades de carácter, Ignacio Comonfort pretendió enfrentarse con la cultura de la muerte mexicana.

Pero don Ignacio hacía lo que podía. Es cierto que los radicales del liberalismo lo miraban como un integrante más del “partido moderado”, que imaginaba posible la construcción de un gobierno y un Estado plenamente liberales, pero sin forcejeos, agandalles, madruguetes y maniobras similares. Al menos en el Congreso Constituyente, los radicales llevaban las de ganar sin hacer mucho caso de los diputados conservadores -pocos, pero los había- y los moderados. Mientras aquel proceso accidentado y lleno de larguísimas discusiones se desarrollaba, Comonfort intentaba instrumentar leyes que ya contenían propuestas claramente liberales, en un intento por ganar terreno, avanzar en la construcción de un Estado moderno.

Como uno de los principios elementales del liberalismo consistía en eliminar el dominio que la jerarquía católica tenía sobre la vida cotidiana de los hombres y las mujeres, esas primeras leyes que ensayó Comonfort iban dirigidas hacia aspectos importantes de la vida diaria. Como la muerte y el conjunto de prácticas, creencias y conductas que iban aparejadas al duelo y a los sepelios resultaban demasiado estridentes e incluso supersticiosas para el gusto de aquella élite liberal, el presidente Comonfort y su gabinete decidieron meterse nada menos que con la bullanguera muerte mexicana.

LOS CEMENTERIOS Y MUCHO MÁS

No bastaba con arrancar los cementerios de la administración del clero. Había que entrar a fondo y modificar por completo la idea de la muerte que hasta entonces habían tenido los mexicanos. El gobierno de Comonfort estaba seguro de que la emisión de nuevas leyes iba a transformar, en breve periodo, la manera en que los ciudadanos mexicanos vivían la muerte y sobrellevaban el luto por el fallecimiento de sus seres queridos.

Quiso entonces, el gobierno de Comonfort, generar una nueva ley que le indicara a la gente cómo podía llorar a sus muertos, cómo debería de ser su comportamiento en los cementerios e incluso, las condiciones particulares en las que debería contener las costumbres viejas de siglos, que se echaban a andar cada vez que la muerte ensombrecía un lugar.

Por eso, el 30 de enero de 1857, y por medio de José María Lafragua -otro liberal moderado-, ministro de Gobernación, el presidente Comonfort promulgó la Ley para el Establecimiento y Uso de los Cementerios, que si bien tenía una parte que puede definirse como administrativa, también reflejaba una nueva posición ante la muerte: más sobria, menos estridente, menos anclada en la fe católica. Los cementerios dejarían de depender del buen o mal parecer de clérigos y canónigos y se regirían por la autoridad civil. Esta disposición ya era decir mucho para la imaginación y los valores de gente que, como sus padres y abuelos, habían consignado los momentos culminantes de sus existencias: nacimiento, matrimonio, paternidad y muerte, en los libros parroquiales, a falta de una institución civil y ligada al Estado que hiciera esas funciones.

LAS NUEVAS PRÁCTICAS FUNERARIAS

Aquella ley del gobierno de Comonfort disponía que todos los fallecimientos debían ser reportados a la policía, tanto como para empezar a integrar una estadística como para que hubiera la posibilidad de rendir testimonio de aquellas muertes. La idea era que esos datos recolectados por la policía se acopiaran y se entregaran al ministerio de Gobernación cada seis meses, para reforzar una ley expedida unos pocos días antes, con la cual se intentaba generar un Registro Civil que tomara nota de nacimientos, muertes y matrimonios, sustituyendo radicalmente la práctica parroquial.

Muchas de las medidas de la nueva ley de cementerios eran de orden práctico. Como a mediados del siglo XIX se creía firmemente en los “miasmas”, es decir, en los efluvios malsanos que los cuerpos en descomposición despedían, una vez más se insistió en la necesidad de hacer los cementerios alejados de las ciudades, de que los médicos notificaran a las autoridades cuando algún paciente se les muriera en condiciones que hicieran sospechar la existencia de una epidemia.

En aquella ley aparecían los temores de moda respecto de la muerte. Al otro lado de la frontera norte, en la primera mitad del siglo XIX triunfaban los cuentos y narraciones fantásticas de Edgar Allan Poe, donde el miedo a ser enterrado vivo era una realidad, que acaso flotaba en el imaginario colectivo de los seres humanos de entonces, porque la ley de Comonfort estipulaba que, si una familia “creía muerto” a un pariente, estaba obligado a llamar a un médico para que examinara al presunto cadáver y, si en verdad la persona en cuestión había fallecido, habría de expedir un certificado de muerte. Lo extraño es que, si no hubiera médico a la mano, el encargado de cerciorarse de la vida o muerte del sujeto, sería ¡un policía! Cualquiera, el que hubiera más a la mano.

Se intentó acotar algunas prácticas frecuentes en aquella época: por ejemplo, no deberían transcurrir más de 24 horas si se quería hacer la famosa máscara mortuoria, es decir: con yeso sacar un molde del rostro del difunto, para luego hacer una copia en algún metal, y no cualquiera podría arremangarse la camisa y dedicarse alegremente a embalsamar cadáveres. Esa tarea solamente podrían realizarla “facultativos autorizados”, y no se podrían instalar morgues o anfiteatros donde a cualquier fulano se le ocurriera; solamente sería atributo de hospitales y comisarías alojar las prácticas de autopsias y embalsamamientos. Faltaban unos treinta años para que un señor llamado Eusebio Gayosso tuviera la genial y redituable idea de crear las llamadas “casas de pompas fúnebres”, antecedente de nuestras actuales funerarias.

Llama la atención que, partidarios de hacer del duelo una práctica sobria, como lo demuestra el artículo que prohíbe claramente “las diversiones y bailes”, que en 1857 eran definidos como “velorios” y que solían desarrollarse cuando moría un menor, la autoridad pensara en recursos un tanto extravagantes para identificar a un cadáver desconocido: se le exhibiría a la mirada pública por tres días “si su estado lo permite”. También se exhibirían las pertenencias del cadáver por si alguien las reconocía. Es cierto que México tenía una población muchísimo menor a la actual, pero sí tenían ideas interesantes acerca de qué hacer con un cadáver sin identificar: se le sepultaría en una fosa separada, y sus pertenencias se resguardarían con todos los datos que se hubieran recabado de aquel cuerpo, con el fin de que se conservara “la memoria del caso” y, andando el tiempo, se pudiera identificar al muerto, aunque este llevara tiempo sepultado.

Que la ley de cementerios de Comonfort estaba llena de buenas intenciones, no cabía duda. Pero pasarían los años, y muchas de las prácticas -como los mitotes en los cementerios cada Día de Muertos- que pretendió limitar siguieron llevándose a cabo por los ciudadanos, que no se enteraron muy bien qué quería decir aquella nueva norma de cementerios, que, por otro lado, también quería establecer los nuevos cementerios en sitios lejanos a las ciudades, en lugares “altos y secos o desecados por el aire”. La verdad es que nadie le hizo caso a aquella ley, los cementerios siguieron funcionando donde estaban, y algunos terrenos eran verdaderamente insalubres, y todavía pasarían muchos años antes de que las autoridades mexicanas le dieran al clavo propiciando el desarrollo del Panteón de Dolores como un cementerio civil, modelo de modernidad e higiene… o algo así.

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