Academia

El populismo: falsa promesa de la salvación del pueblo

“No hace falta cultura. Y basta de ciencia (…). En el mundo solo una cosa no hay bastante: obediencia. El ansia de cultura es de por sí un ansia aristocrática

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En huelga (1891), de Sir Hubert von Herkomer.

En huelga (1891), de Sir Hubert von Herkomer.

En el año 2018, Federico Finchelstein publicaba su libro llamado Del fascismo al populismo en la historia, en el cual se proponía hacer un análisis de estos dos movimientos que describen el escenario político mundial, a partir del siglo XX hasta nuestros tiempos. El autor define el populismo como una “democracia autoritaria”, que surge después de la posguerra.

No cabe duda de que la idea de una “democracia autoritaria” en sí es una contradicción en términos si pensamos que la democracia puede tener muchas facetas y muchos errores, pero lo que menos puede ser es un autoritarismo. Entonces diría, partiendo de esta definición de Finchelstein, que tenemos un “híbrido” nada bien logrado en el cual se mezclan dos formas diametralmente opuestas. Como cualquier mezcla de dos sustancias no compatibles (como sabemos del estudio de la química), resulta algo tremendamente peligroso: un veneno, un explosivo…o simplemente, como el agua y el aceite, algo que no funcionan juntos.

Esta manera extraña de gobernanza, este paradigma político, igual que el fascismo hace décadas atrás, se instaló, poco a poco, en muchos países. Sin embargo, aunque el autor mencionado considera que esta extraña y peligrosa forma de gobernar es el resultado de la posguerra, una investigación más amplia me hizo entender que el populismo tiene raíces profundas en la historia: por un lado, podemos pensar en la Revolución Francesa, pero donde realmente se ideologiza es en la Rusia zarista del siglo XIX.

Me explico, aunque en breve. En el siglo XIX, en Rusia, había un debate muy fuerte entre los así llamados occidentalistas, es decir, los intelectuales formados en el Occidente; y los eslavófilos, los intelectuales que promovían con fervor los valores terruños de la Santa Madre Rusia. Es decir, los tradicionalistas temían a los que querían hacer cambios sociales, ya que tenían una visión nihilista, anarquista; un tipo de utopía social, mediante la cual la sociedad se debería dividir en dos partes desiguales, donde los “superiores ejercen un poder sobre las masas”, como dice Tamara Dejermanovic. Entonces, en aquella Rusia decimonónica, se creía que la fuerza de la regeneración de la sociedad estaba en el pueblo; pero un pueblo manipulado y dirigido por unos ideólogos. Es decir, una minoría de elegidos, que, a través de una inteligencia maquiavélica, manipulaba a todos los demás, la multitud.

Este escenario político fue retratado de manera genial por Dostoievski en su excepcional novela Los demonios, publicada en 1870; en la cual se presenta, desde mi punto de vista, el programa de gobernar de los populistas, expresado de manera genial a través de uno de los personajes: “Primero baja el nivel de la educación, la ciencia y el talento. El alto nivel de educación y ciencia son solo para los elegidos, y ¡no necesitamos capacidades excesivas¡ Los esclavos deben ser iguales”.

Además, Dostoievski hace el retrato del arribista político, ambicioso, que aparentemente trabaja para el pueblo, guardándose siempre para sí mismo algo. Se apoya en una “obra revolucionaria” y proyecta en su liderazgo algo de la figura de un apóstol para mover la muchedumbre pobre, pero que es para el líder su forma de hacer “el bien”. Los demonios para Dostoievski son estos nuevos líderes, que crean un nuevo Estado, y que trabajan para todos en el nombre de la Humanidad (o de unos ideales) para fundar el “reino de Dios, del amor y de la justicia”. En el fondo, se trata de un “reinado efímero” que ofrece un simulacro de la felicidad y que Dostoievski critica no solamente a través de esta novela, sino también en su famosa “Leyenda (o Poema) del Gran Inquisidor”, que se encuentra en la novela Los hermanos Karamázov. Aferrándose a la defensa de la causa de los miserables o del pueblo, estos demonios de Dostoievski llegaron para quedarse (y en la historia de Rusia podemos identificarlos con facilidad).

Esta novela es profética y visionaria, ya que abre camino a las ideologías fracasadas del siglo XX, que se originan en este populismo decimonónico como: el estalinismo, el comunismo, el nazismo y el fascismo. Sin embargo, considero que el problema es que en siglo XXI, a falta de visión e innovación, somos testigos de un resurgimiento del populismo, sobre todo en América Latina (ya que la tradición de esta ideología en el continente americano empieza al parecer en los años `40 del siglo pasado), resurgimiento que crea un discurso en base a la defensa del pueblo contra enemigos imaginarios como el capitalismo salvaje y el neoliberalismo, etcétera.

Si bien es verdad que el populismo puede ser dividido en decimonónico y moderno -como, por ejemplo, Federico Finchelstein identifica el populismo moderno a partir de la Guerra Fría; creo que hoy en día podríamos hablar de un populismo posmoderno, que es todavía peor, más cínico, porque se presenta como un defensor de la democracia y la justicia del pueblo y se basa en algo muy sutil: mover o conmover, los sentimientos de las personas. Claro que, en diferentes países, el populismo toma facetas distintas, en épocas diferentes; pero el substrato es el mismo: “Todos esclavos, y en la esclavitud, iguales”, como dice uno de los personajes de Los demonios de Dostoievski.

Al fin y al cabo, el populismo no deja de ser un totalitarismo. Hannah Arendt, en su escrito Los orígenes del totalitarismo, no habla específicamente del populismo, pero sí, del “populacho” afirmando que “mientras el pueblo en todas las grandes revoluciones lucha por la verdadera representación, el populacho siempre gritará al favor del gran líder”. Sobre la elevación de esta ideología advirtieron varios pensadores desde el siglo XIX, como Oswald Spengler o Jacob Burckhardt entre otros, ya que intuyeron que esta manifestación se transformará en varios totalitarismos que, como se ha demostrado, tienen rasgos comunes: el enaltecimiento de la figura del líder mesiánico que representa la voz del pueblo; se acrecienta la idea de “enemigos del pueblo” a cualquiera que tenga una visión crítica o de oposición; existe una aversión hacia el pensamiento crítico y el periodismo independiente; todo se hace para “el bien del pueblo”; se fomenta un excesivo nacionalismo supuestamente regenerativo; y, por lo último, mencionaría la idea de que para alcanzar sus ideales de igualdad, destroza la clase media que sostiene y hace funcionar la economía de un país, acabando en una división muy clara: una minoría rica y una mayoría sobreviviendo. Afirma Dostoievski en la voz de un personaje que anunciaba la llegada del nuevo orden: “No hace falta cultura. Y basta de ciencia (…). En el mundo solo una cosa no hay bastante: obediencia. El ansia de cultura es de por sí un ansia aristocrática. La familia y el amor llevan consigo el deseo de propiedad. Nosotros mataremos el deseo. (…). Todo quedará reducido a un denominador común: la igualdad completa…”.

Al populismo lo deberíamos entender como una ideología caducada y demagógica, sin falta de perspectiva y visón al futuro, sin deseo de innovación y de modernización; es el estancamiento del pueblo en una supuesta utopía de la igualdad y un retroceso moral, cultural y económico. La vía que puede frenar la propagación de semejante ideología es la existencia de un órgano político como el parlamento, que tiene esta labor de disminuir la autoridad de un líder, de crear una fuerte oposición y de debatir sobre diferentes propuestas de la cultura política para defender la democracia; por un lado; y, por otro, fomentar la educación de la sociedad, invirtiendo en cultura, investigación; y animar la inversión económica para aumentar el trabajo y así ayudar realmente a la sociedad. No digo que esta es la “salvación” o la más perfecta modalidad opositaría; pero es un modo de mantener un equilibro. Y una sociedad necesita equilibrio, necesitas puentes de diálogo para no caer en extremos que, como la historia nos ha enseñado, no llevan a nada bueno y siempre acaban en una tragedia que la padece, como una paradoja, el pueblo.