Cultura

"La aguja hueca", de Maurice Leblanc

Fragmento del libro La aguja hueca (Booket), © 2021, Maurice Leblanc. © 2021 Traducción: Mauricio Chaves Mesén. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México

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La portada del libro

La portada del libro

I

El d i s p a r o

Raymonde aguzó el oído. El ruido se escuchó dos veces más, lo bastante claro como para diferenciarlo de todos los ruidos confusos que forman el silencio de la noche, pero tan débil como para no poder saber si se originó cerca o lejos, si se produjo dentro de los muros del vasto castillo, o afuera, entre los rincones tenebrosos del parque.

Se levantó lentamente. Su ventana estaba entreabierta y la abrió de par en par. La claridad de la luna descansaba sobre un tranquilo paisaje de hierbas y bosquecillos donde las ruinas dispersas de la antigua abadía se recortaban en siluetas trágicas, columnas truncas, ojivas incompletas, esbozos de pórticos y jirones de arbotantes. Una suave brisa flotaba sobre la superficie de las cosas, deslizándose por entre las ramas desnudas e inmóviles de los árboles, pero agitando las pequeñas hojas de los arbustos.

Y de repente, el mismo ruido... Provenía de su izquierda, debajo del piso en que ella vivía; es decir, de los salones que ocupaban el ala oeste del castillo.

Aunque valiente y fuerte, la joven sintió la angustia que produce el miedo. Se puso su bata y tomó los fósforos.

—Raymonde... Raymonde...

Una voz débil como un suspiro la llamaba desde la habi-tación vecina, cuya puerta no estaba cerrada. Se dirigía hacia allí a tientas, cuando de pronto Suzanne, su prima, saltó de esa recámara y se arrojó en sus brazos.

•—Raymonde... ¿eres tú?... ¿Escuchaste eso?...

—Sí... ¿No duermes?

—Supongo que el perro me despertó... hace ya rato... Pero no ha vuelto a ladrar. ¿Qué hora será?

—Deben de ser las cuatro.

—Escucha... Alguien está caminando en el salón.

—No hay peligro, Suzanne, allí está tu padre.

—Pero él sí está en peligro. Duerme al lado del salón pequeño.

—Monsieur Daval también está allí...

—Está al otro extremo del castillo... ¿Cómo quieres que oiga?

Dudaron, no sabían qué decisión tomar. ¿Llamar a alguien? ¿Pedir socorro? No se atrevían a hacer nada; parecía que sentían miedo hasta del ruido de sus propias voces. Pero Suzanne, que se había acercado a la ventana, ahogó un grito.

—Mira... Hay un hombre cerca del estanque.

En efecto, un hombre se alejaba con paso rápido. Llevaba bajo el brazo un objeto de dimensiones bastante grandes; no pudieron ver qué era, pero sí observaron que iba rebotando contra su pierna, lo cual le dificultaba la marcha. Lo vieron pasar cerca de la antigua capilla y dirigirse hacia una pequeña puerta en el muro, la cual debía haber estado entreabierta, pues el hombre desapareció súbitamente y ellas no escucha-ron el rechinar habitual de sus goznes.

—Venía del salón —murmuró Suzanne.

—No, si así fuera, la escalera y el vestíbulo habrían lleva-do mucho más a la izquierda... a menos que...

Las agitó una misma idea. Se asomaron. Debajo del lugar en que estaban había una escalera apoyada contra la fachada, con el extremo superior dando acceso al primer piso. La luz alumbraba el balcón de piedra, lo que les permitió ver cómo otro hombre, que también portaba un objeto, salió a ese balcón, bajó por la escalera y huyó por el mismo camino.

Suzanne, espantada y sin fuerzas, cayó de rodillas, balbuceando:

—¡Llamemos a alguien!... ¡Pidamos auxilio!...

—¿Y quién vendría?... Tu padre... ¿Y si hay otros hombres y lo atacan?

—Podríamos avisar a los criados... Tu timbre comunica con su piso.

—Sí... sí... puede ser una buena idea... ¡Siempre que lleguen a tiempo!

Raymonde buscó el timbre eléctrico junto a su cama y lo apretó con un dedo. Vibró un timbre en lo alto y les dio la impresión de que abajo se debió percibir claramente el sonido.

Esperaron en silencio, el cual hacía que se asustaran más; incluso la brisa dejó de agitar las hojas de los arbustos.

—Tengo miedo... tengo miedo... —repetía Suzanne.

Y de repente, en el silencio de la noche profunda, por debajo de donde estaban ellas, se escuchó un ruido de lucha, un estrépito de muebles que caían, exclamaciones, y luego, un horrible y siniestro gemido ronco, el gemido de alguien que está siendo estrangulado...

Raymonde saltó hacia la puerta, con Suzanne aferrada desesperadamente a su brazo.

—No... no me dejes... tengo miedo.

Raymonde la rechazó y salió corriendo al pasillo, seguida por Suzanne, que se iba tambaleando de una pared a otra y dando de gritos. Llegó a la escalera, bajó de peldaño en peldaño y se precipitó a la gran puerta del salón, donde se detuvo en seco, quedándose clavada en el umbral, mientras Suzanne, a su lado, casi desfallecía. Frente a las dos jóvenes, a tres pasos, había un hombre que sostenía una linterna en la mano y con cuya luz las cegó al dirigirla hacia ellas. Miró detenidamente sus rostros y luego, sin prisa, con toda la tranquilidad del mundo, tomó su gorra, recogió un trozo de papel y unas briznas de paja, y se puso a limpiar con ellas las huellas sobre la alfombra; después se acercó al balcón, se volvió hacia las jóvenes, les hizo una reverencia y desapareció.

Lo primero que hizo Suzanne fue correr hacia el pequeño boudoir1 que separaba el gran salón del dormitorio de su padre. Pero quedó aterrorizada ante el horrible espectáculo que vio al entrar. En el suelo, iluminados por la luz oblicua de la luna, se divisaban dos cuerpos inanimados, tendidos uno al lado del otro.

—¡Papá!... ¡Papá!... ¿Eres tú?... ¿Qué te pasó?... —gritó ella enloquecida, inclinándose sobre uno de ellos.

Al cabo de un instante, el conde de Gesvres se movió y, con la voz quebrada, dijo:

—No te asustes... No estoy herido... Y Daval ¿está vivo? ¿Y el cuchillo... el cuchillo?

En ese momento llegaron dos criados con candelas. Raymonde se arrojó ante el otro cuerpo tendido en el suelo y reconoció a Jean Daval, el secretario y hombre de confianza del conde. Su rostro tenía ya la palidez de la muerte.

Entonces la joven se levantó, volvió al salón y, de una panoplia adosada a la pared, tomó una escopeta que sabía cargada y corrió al balcón. No hacía más de cincuenta o sesenta segundos que el individuo había puesto el pie sobre el primer peldaño de la escalera. No podía entonces estar muy lejos de allí, especialmente porque había tomado la precaución de quitar la escalera para que no se pudiera usar. En efecto, enseguida lo vio, estaba bordeando las ruinas del antiguo claustro. Se echó el arma al hombro, apuntó tranquilamente y disparó. El hombre cayó.

1 El boudoir es una pequeña habitación decorada con pinturas, tapices y muebles que sirve de vínculo entre la terraza, o el salón/comedor, y el dormitorio, del que generalmente está separado por vidrios y cortinas. Era utilizado por las mujeres para sus conversaciones íntimas. Suele traducirse como «tocador», pero esta definición puede confundir al lector en cuanto a la verdadera importancia de este pequeño salón, que adquirió especial relevancia en la literatura francesa tras ser popularizado por el marqués de Sade [N. del T.].