Cultura

"El oro del cielo", de Jenny Tinghui Zhang

Fragmento del libro El oro del cielo (Planeta), © 2022, Jenny Tinghui Zhang. © 2022 Traducción: Carmen Loretta Amat Shapiro. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México>

Niños jugando en la playa
"Niños jugando en la playa", de Alexander Averin. "Niños jugando en la playa", de Alexander Averin. (La Crónica de Hoy)

1

Mi secuestro no ocurre en un callejón. No ocurre en la oscuridad de la noche. No ocurre estando a solas.

Cuando me secuestran tengo 13 años y estoy de pie a la mitad de un mercado de pescado de Zhifu, sobre Beach Road, observando a una mujer voluptuosa que apila filetes de pescado blanco. La mujer se agacha, coloca las rodillas a la altura de las axilas, y acomoda su mercancía para que las mejores piezas queden en la cima del montón. A nuestro alrededor, una docena de pescaderos hacen lo propio, con sus montones de pescado retorciéndose suspendidos dentro de las redes. Bajo estas han colocado cubiletes para recolectar el agua que escurre de los cadáveres de los pescados. El suelo brilla con el agua que proviene de aquellos que todavía están vivos. Al agitarse en el aire destellan como fuegos artificiales de plata.

Todo el lugar huele a humedad y carne cruda.

Alguien anuncia a gritos el huachinango.

—Está fresco —dice—. Viene directo del golfo de Pechili.

Otra voz se sobrepone con mayor volumen y claridad.

—¡Auténtica aleta de tiburón! ¡Aumenta la potencia sexual, hace que la piel luzca más sana, incrementa la energía de tu pequeño emperador!

Es poesía a los oídos de los sirvientes, que vienen al mercado de pescado enviados por sus amos. Algunos cuerpos se encaminan en dirección de la voz que habla sobre la aleta de tiburón, empujando y embarrándose con los otros a la espera de un aumento, un ascenso en la jerarquía o un mejor trato. Todo ello podría encarnarse en la calidad de esa aleta de tiburón.

Mientras los demás gritan, yo continúo observando a la mujer pescadera, que sigue acomodando su pila. Su mercancía no se encuentra suspendida en una red, como la de los demás pescaderos, sino amontonada sobre una lona. Con sus movimientos, algunos pescados se resbalan de la pila y caen en las orillas de la lona, donde permanecen vulnerables y desatendidos.

El hambre presiona las paredes de mi intestino. Sería muy sencillo agarrar uno de esos pescados. En el tiempo que me tomaría acercarme, tomar alguno de los que están lejos de ella y luego salir corriendo, esa mujer apenas podría ponerse de pie. Toco con la punta de mis dedos las monedas de plata en el interior de mi bolsillo antes de dejarlas volver a caer hacia el fondo. Debería ahorrar este dinero, no gastarlo en pescado flácido. Solo tomaría uno o dos, nada que ella no pudiera recuperar al día siguiente. El océano contiene bastantes.

Pero antes de que pueda decidirme, la mujer me nota. Sabe de inmediato quién soy, ve mis tripas retorciéndose, una insistencia que depura todo lo que toca. Mi cuerpo me traiciona. Es tan esbelto como un junco. Reconoce aquello que se ve en todos los niños callejeros que se atreven a entrar al mercado de pescado, y antes de que yo pueda voltear en otra dirección, se me planta enfrente. Está jadeando.

—¿Qué quieres?

Sus ojos son como ranuras. Me asesta un golpe. Sus manos tienen el tamaño de un sartén.

Yo esquivo un golpe, dos golpes.

—¡Lárgate! ¡Lárgate! —me grita. Detrás de ella, el pescado blanco centellea esperando sobre su pila. Aún hay tiempo de tomar un par y salir corriendo.

Pero para este momento ya nos vieron todos los demás vendedores.

—Yo vi a ese bribón aquí ayer —exclama alguien más—. ¡Agárrenlo y le damos una buena tunda!

Los pescaderos alrededor rugen que están de acuerdo. Emergen de atrás de sus pescados y forman una barricada entre la mujer y yo. Me he quedado demasiado tiempo aquí, pienso, mientras que los hombros de los pescaderos se juntan como formando una muralla. Voy a tener que ofrecer muchas explicaciones a mi amo Wang, si es que algún día llego a casa. Si es que aún me permite vivir ahí.

—¡Agárrenlo! —Alguien más grita con vehemencia. La mujer da un salto hacia delante, con las manos bien abiertas. Sus encías son rojas. Detrás de ella, las caras de los pescaderos se hinchan con anticipación. Yo cierro los ojos y me preparo.

Pero no llega lo que estoy esperando. En cambio, siento una presión descender sobre mi hombro, cálida y segura. Abro los ojos. La mujer está congelada con los brazos abiertos. Los pescaderos jadean al unísono.

—¿Dónde has estado? —inquiere una voz. Viene de arriba, tiene el color de la miel—. He estado buscándote por todos lados.

Levanto el rostro. Un hombre esbelto de frente amplia y barbilla puntiaguda me sonríe desde su altura. Es joven, pero tiene el porte de alguien más viejo. He escuchado cuentos de seres inmortales que descienden del cielo, de dragones que se convierten en guardianes que toman forma humana. He oído de aquellos que protegen a gente como yo.

El hombre me hace un guiño.

—¿Conoces a este bribón? —Resopla la mujer. Ahora sus brazos cuelgan a sus costados, colorados y deformes.

—¿Bribón? —Ríe el hombre—. Él no es un bribón. Es mi sobrino.

Los pescaderos que me rodeaban gruñen, comienzan a dispersarse y regresan a sus desatendidos puestos de pescado. Hoy no habrá razón alguna para divertirse.

—Huachinango, huachinango. —Ofrece nuevamente aquella voz.

Pero la pescadera no le cree al hombre. Puedo verlo. Lo mira con recelo, después voltea hacia mí y me reta a mirar en otra dirección. Por alguna razón, la mano sobre mi hombro, su quietud cálida, me dice que si hago eso, nunca más volveré a salir de este lugar. Así que continúo mirando a la pescadera. No parpadeo.

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