Cultura
Benjamín Barajas

La vocación del viaje

El viaje es una necesidad de las especies animales y también de los humanos. Las aves, los peces y los mamíferos suelen migrar. Huyen de las estaciones frías y se acercan a las más cálidas; buscan nuevas zonas de pastoreo o reproducción y, una vez cumplido su objetivo, regresan al sitio de partida para repetir la aventura, de acuerdo con los ciclos vitales impuestos por la naturaleza.

El viaje en los primeros humanos pudo surgir a imitación de los animales, pues no solo les proveían de alimento, a través de la caza, sino que los orientaban para la exploración de otros territorios, recuérdese que los aborígenes se guiaban por el vuelo de las aves para descubrir y poblar nuevas islas, mucho antes de que surgiera la brújula o el PGS. En cierto sentido, puede decirse que la necesidad del viaje está en nuestros genes.

En consecuencia, si el viaje es consustancial al hombre y la mujer, debe haber una “Teoría del viaje” o una poética de la geografía, como expresa el filósofo francés Michel Onfray. Para ello, nos recuerda que la disyuntiva de la civilización dividió a los seres humanos en dos grupos: los nómadas y los agricultores. Los primeros siguieron las costumbres de sus ancestros y continuaron siendo cazadores, recolectores y, en el mejor de los casos, pastores; como hasta la fecha ocurre con algunas tribus del Asia central.

"La Gran Galaxia", de RufinoTamayo.

Los agricultores, en cambio, eligieron la vida sedentaria y sobre ellos descansó la tremenda tarea de construir ciudades, dar vida al ejército, al estado, las leyes, las cárceles, la escritura, crear el arte de la guerra y la religión y, en fin, ser el antecedente de las megalópolis que hoy desfiguran y degeneran el ambiente y el planeta. Desde que se afinca el sedentarismo, el nómada se convierte en paria, en una figura subversiva e imposible de guardar tras una frontera; lo cual sigue ocurriendo con las poderosas migraciones del sur al norte; de África a Europa y de México y Centroamérica hacia los Estados Unidos, como lo muestra el último periplo de los haitianos.

Pero una vez establecido el orden gregario no solo se reafirman las fronteras, sino también los elementos de cohesión como lenguas, tradiciones, religiones, costumbres, razas y demás peculiaridades de ser y de existir que constituyen la identidad propia, frente a la perspectiva ajena a una comunidad de espíritu fuertemente sellada y custodiada; pero a pesar de ello, las murallas son porosas y los estados no han podido impedir el ímpetu del viaje que subyace entre nosotros.

Ofray considera que en el instinto del viajero pervive “el gusto por el movimiento, la pasión por el cambio, el deseo ferviente de movilidad, la incapacidad visceral de comunión gregaria, la furia de la independencia, el culto de la libertad y la pasión por la improvisación”; el viajero rechaza las ideologías, el suelo de la nación y la sangre de las razas y, por lo tanto, es una figura rebelde cuyo héroe tutelar es el profeta Zaratustra, quien prefería las cabañas y las cuevas a las ciudades y los claustros.

Con esta disposición, al viajero solo corresponde imitar a sus mayores. Muy lejos están las leyendas de Marco Polo y las proezas de Enrique el Navegante; Cristóbal Colón, Américo Vespucio y Magallanes, y también las historias de los conquistadores y saqueadores del nuevo continente. Al viajero de ahora corresponde abrazar la geografía de un mundo globalizado por los medios audiovisuales, los aviones, los barcos y los trenes. Para el peregrino contemporáneo, dice Onfray, el viaje comienza en una sala de abordaje cosmopolita, en medio de gente extraña, que puede simular la población en movimiento de una tribu que se dirige al mismo valle, montaña o playa, siguiendo las nuevas rutas migratorias del turismo.

El deseo del desplazamiento se nutre de las guías turísticas que se ofrecen en las agencias de embarque, pero también de los libros consultados en las bibliotecas; sin embargo, dice Onfray, hay que abrirse a la percepción directa de los espacios que tenemos enfrente, vivirlos por primera vez, desechar lo ya aprendido para abrirse a las sensaciones nuevas, incluidas las relaciones interpersonales, por eso recomienda no viajar con la esposa o el esposo sino con la amiga o el amigo; para disfrutar, desde luego, de la flora y fauna locales.

Otro aspecto importante del viaje es la memoria. Hay que tomar notas y fotografías, acaso videos, pero en pequeñas cantidades, lo más importante es la experiencia directa, inocente, sin teorías, sin ideas preconcebidas para percibir el mundo en su totalidad, sin la curiosidad del científico o del paleontólogo, que interroga las ruinas en busca de las respuestas preconcebidas. “Viajar supone –dice Onfray– menos el espíritu misionero, nacionalista, eurocéntrico y estrecho, que la voluntad etnológica, descentralizada y abierta.”

Todo aquel que se interese en viajar debe rechazar la antigua idea de reencontrarse con consigo mismo, de buscar su alter ego en otra parte; el rostro que uno tiene en su país, en su lugar de residencia, le va a salir al encuentro por todas partes; es mejor viajar para conocer, para vivir aventuras como Odiseo, y retardar el viaje en todo lo posible, como recomendaba Cavafis; por la tanto, “no se cura uno dando vueltas al mundo, al contrario, se exacerban los malestares, cavamos nuestras simas. Lejos de ser una terapia, el viaje define una ontología, un arte de ser, una poética propia”.

Por último, se debe reconocer que todo viaje tiene un punto de retorno, como los animales migratorios regresamos al origen, ¿pero volvemos igual?, la conseja dice que los viajes ilustran y quizá la vida se enrique de perspectivas, pero después de todo se regresa al hogar, a la casa, como Odiseo con Penélope, porque la casa, la madriguera o la cabaña representan la protección. La vuelta al domicilio no significa derrota, sino preparación para la próxima salida; porque nosotros, a diferencia de la divinidad, no podemos habitar en todas partes, requerimos de un punto de referencia para existir.