Cultura

"No soy tan zen", de José Montelongo

Fragmento tomado del libro "No soy tan zen", de José Montelongo

rincón almadía

Detalle de la obra

Detalle de la obra "Retrato de la periodista Sylvia von Harden", de Otto Dix.

–Te voy a contar más o menos lo que pasó. Me acuerdo muy bien de los detalles y de cómo se sentía todo aquello, cómo me sentía yo, pero el cuadro general es más bien confuso, como en un sueño.

–Sueño no fue –dijo Pedro Pablo–. El chisme ya me llegó por varios lados y por eso quiero escuchar tu versión.

–Nos mandaron a cubrir una conferencia de Eusebio Roca en la UNAM, eso ya lo sabes, y la nota tenía que salir esa misma noche en el noticiero. Íbamos Fino y yo, como de costumbre. Media hora antes de que comenzara el numerito, no quedaba un solo lugar en el auditorio de Filosofía y Letras. Roca llegó muy puntual. Gorra beisbolera, anteojos, barbas, caireles blancos, el mismo Roca de siempre, solo que más viejo, y todavía más redondo de lo que se ve en las fotos. Habló un poco de política y otro poco de literatura, con mucho desorden, improvisándolo todo, deleitando al público con las alusiones que ya te imaginas contra el imperialismo. Yo me temía que se aventara un discurso interminable, estilo Fidel, pero no, habrá sido cosa de cuarenta y cinco minutos cuando dijo muchas gracias, les agradezco su presencia muchachos y hasta la victoria siempre. ¡Un poema, que lea un poema!, gritó alguien. No traigo libro, contestó Roca. Aquí este rapaz trae una antología, dijo uno que ha de ser gallego o quién sabe de dónde; dijo “rapaz”, de eso me acuerdo clarito. Bueno, muy bien, dijo Roca, ahí les van unos versos. Se puso a leer despacio, con su acento cubano inconfundible, muy bien leído, sobrio, sin aspavientos, y entonces… entonces. ¿Qué estaba diciendo? Joder, perdí el hilo. Ah, ya sé, es que me estoy saltando lo importante. Te estoy contando el final y lo importante fue lo que dijo casi al final, justo antes de empezar a leer sus poemas. La cosa es que antes de terminar la conferencia, sin conexión aparente con lo que venía diciendo, salió con aquello de que los esquimales tienen treinta y tantas palabras para hablar de la nieve, una para la nieve que cae, otra para la recién caída y otra para la que va a caer al rato, para el copo de nieve suspendido en el aire y para la pelusa de nieve que se atora en las pestañas y te hace estornudar, la nieve maciza y la nieve ligera, la nieve que ensucia y la nieve que limpia, la nieve imaginaria y la nieve real. El mundo de los esquimales es infinitamente rico en matices, dijo Roca, y en cambio el nuestro, por atrofiamiento de la sensibilidad, por exceso y agobio de mensajes publicitarios, está empobrecido sin remedio. A la hora que empezó a leer sus poemas yo en realidad no puse atención, no pude poner atención porque en mi cabeza empezó a bullir el asunto de la nieve. Me cae que empezó a borbotear algo en mi cerebro, una cosa involuntaria, una idea fija que te toma y se apodera de ti, no sé ni cómo explicarte porque nunca me había pasado algo ni remotamente parecido. Bueno, pues te digo que Roca leyó unos cuantos poemas y que entonces Raimundo de la Campa, el fulano este de Difusión Cultural, tomó el micrófono y dijo tenemos tiempo para un par de preguntas, y me puso el micrófono en la mano, nada más porque sí, porque estaba yo ahí junto a él y porque antes de la conferencia le dije que había un par de libros de Roca que me parecían francamente buenos. Total que sin deberla ni temerla, como para apresurar el asunto y acabar pronto, De la Campa me dio la palabra y me dejó ahí nomás, parpadeando y en silencio frente a toda la concurrencia. Parecía que estaba yo en blanco, sin que se me ocurriera nada, y era al revés. Era como si una batidora descontrolada me estuviera girando adentro del cráneo. ¿Ves la palanquita que tienen las batidoras para moderar la velocidad de las aspas: licuar, pulverizar, sutilizar y desmadrar-molecularmente? Pues hasta el tope. La pinche batidora intracraneal iba girando a todo trapo, revolviendo la idea fija, y que agarro y digo, en voz alta güey, hociqueando directo al micrófono, que agarro y digo señor Roca no sé si usted sepa que en México tenemos más de trescientas palabras para designar la mierda. Tenemos las tradicionales caca, popó, boñiga, zurrada, excremento, zurullo y mojón, tenemos las más técnicas evacuación, deyección, defecación, detrito y deposición, y tenemos las vernáculas mierdaymedia, mierdafina, mierdolaga, miérdago, mierdátiles, mierdatedán, mierdatedieron y mierdatedarán –tuve que empezar a moverme por el auditorio porque De la Campa quería arrebatarme el micrófono, pero yo me fui escabullendo en retirada– cacatúa y cacamía, cacaxtla y cacalhuacán, cacamixtle y popotla, popocateto y popotenusa –me abuchearon, me insultaron, me aventaron chicles– cagallón, fecalia, heces, viboritas, submarinos, ballenitas, willis, flotadores, pedruzcos, explotadores, bombazos, balines, bombines y budines –tuve que subir corriendo las escaleras y soportar la rechifla y detenerme en la puerta del auditorio, aferrado al micrófono, defendiéndome a manotazos para gritar a todo pulmón mi pregunta, porque no soy de esos que nomás toman el micrófono para comentar y darse su taco y en realidad no han pensado una pregunta. Con una especie de furia, que me surgió de no sé dónde, me puse a gritar: ¿Usted cree señor Roca que esta obsesión con la mierda es una clave de nuestra identidad cultural, o de nuestra historia política, o de nuestra manera de percibir la realidad y nombrar sus diferencias? No terminé de hablar porque De la Campa y sus rufianes me tenían sujeto por las solapas y me habían arrancado el micrófono y me empujaban a trompicones hacia la calle, por irrespetuoso, grosero, orate, vendido, infiltrado, cállate me decían, lárgate, suelta el micrófono, me dijeron de todo a pesar de que Roca, puesto de pie, desconcertado, pedía que dejaran al “compañero” terminar su “aportación” y que no me echaran del auditorio. Me echaron. No me soltaron hasta que llegamos a la calle. Me botaron con extrema descortesía junto a unas bancas de piedra, entre vendedores de jugo, libros de Herbert Marcuse y tonadas de Silvio Rodríguez. Quedé sentado a mitad del corredor, sobándome la rodilla, recuperando el aliento y esperando a que saliera Fino con la cámara y el tripié.