
El 16 de noviembre de 1961, Martin Luther King se dirigió a la Sociedad de los Implicados, un grupo poco conocido, pero profundamente simbólico: personas blancas del sur de Estados Unidos, progresistas y moderadas, que buscaban —contra la corriente de su propio tiempo— abrir paso a la igualdad racial. En aquel espacio, King dijo una frase que hoy, más de seis décadas después, sigue presente en la reflexión sobre la justicia: una ley justa es la cordura hecha legal.
Es una idea sencilla y enorme a la vez: las leyes no son solo reglas, son una forma de cuidar a otros. Son un recordatorio de que la convivencia no depende de los impulsos del poder, sino de la capacidad humana de ser razonable, empática y justa.
Hoy, México se prepara para discutir una reforma electoral profunda, por lo que vale la pena volver a esa frase. Vale la pena preguntarnos qué significa, en este país y en este momento, construir leyes que no solo organicen elecciones, sino que expresen cordura, dignidad y esperanza.
El anuncio de la presidenta Claudia Sheinbaum sobre impulsar cambios constitucionales y legales en materia electoral nos coloca ante un momento particular en la historia. No es frecuente que un país entero tenga en sus manos la posibilidad de revisar el modo en que elige a sus gobernantes y, al mismo tiempo, el modo en que protege sus libertades.
Una reforma electoral nunca es una discusión técnica, aunque lo parezca. Es un debate sobre cómo queremos vivir en sociedad. Sobre qué tan en serio tomamos la democracia. Sobre si queremos instituciones que resistan los enfrentamientos políticos o si preferimos desconocer la voluntad popular.
En este contexto, vale la pena escuchar la voz —a veces incómoda— de los organismos internacionales que observan la salud democrática de la región. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha señalado con preocupación que en diversas latitudes del continente se viven retrocesos: limitaciones a la participación ciudadana, debilitamiento de la independencia judicial, interferencias indebidas en los procesos electorales, e incluso elecciones sin libertad ni información.
No se trata de alarmarnos, sino de aprender. Ninguna democracia está garantizada por inercia; todas requieren vigilancia, cuidado y decisiones justas.
También la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha sido clara: el Sistema Interamericano no obliga a los Estados a adoptar un modelo político específico. México no tiene que copiar fórmulas ajenas. Tenemos derecho a diseñar nuestro sistema electoral conforme a nuestra historia, nuestras necesidades y nuestras aspiraciones.
Pero la libertad no es absoluta. Cualquier reforma debe ser compatible con la Convención Americana y con los principios esenciales de la democracia representativa. La diversidad de sistemas es posible, pero ninguna variación puede romper lo fundamental: que existan elecciones libres, auténticas, periódicas y que reflejen la voluntad de un pueblo que vota sin miedo, sin presiones y sin simulaciones.
La democracia no es un trámite institucional; es un acto de confianza entre el Estado y la ciudadanía, es un sistema de vida.
Por ello, al pensar en la próxima reforma electoral, es inevitable preguntarnos qué condiciones mínimas deben garantizarse para que el proceso electoral sea íntegro y la ciudadanía pueda confiar en sus resultados. Los estándares internacionales son claros, pero, más allá de los tecnicismos, resulta indispensable garantizar, al menos, lo siguiente:
- Transparencia a lo largo de todo el proceso electoral: desde el financiamiento de las campañas hasta el conteo de resultados, así como la participación de testigos, representantes partidistas, organizaciones civiles y observadores nacionales e internacionales.
- Acceso equitativo a la información, mediante oportunidades reales para que las candidaturas difundan sus propuestas en medios tradicionales y digitales, y para que la ciudadanía pueda informarse sin obstáculos.
- Prevención del uso indebido del aparato estatal, evitando que recursos públicos, cargos o funciones oficiales favorezcan a una persona o fuerza política, ya sea mediante proselitismo desde el servicio público o coacción del voto.
- Imparcialidad, independencia y transparencia de las autoridades electorales en todas las etapas del proceso, incluida la verificación de resultados.
- Recursos judiciales y administrativos efectivos, capaces de corregir de manera pronta y adecuada cualquier vulneración a la integridad electoral.
Estos elementos son parte de ese pacto indispensable para que cada voto cuente y para que cada persona pueda creer en los comicios.
Construir un sistema electoral robusto no significa solo fortalecer al Instituto Nacional Electoral o garantizar que el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación actúe con las herramientas necesarias como el principal revisor de los actos en una contienda. Significa reconocer algo más profundo: que las elecciones son el mecanismo que mantiene vivos los derechos humanos.
Sin elecciones limpias, la libertad de expresión se vuelve retórica.Sin competencia real, el derecho a participar políticamente se convierte en un privilegio. Sin instituciones sólidas, la igualdad ante la ley es solo un ideal.
En tiempos donde nos movemos entre polarización y desconfianza, México tiene la oportunidad de enviar un mensaje diferente: podemos ser un país que cree en sus instituciones, que las perfecciona y que las defiende no por tradición, sino por convicción.
Una reforma electoral justa no solo define cómo votamos, define cómo somos. Es la expresión de una voluntad colectiva de construir un país donde la ley no sea instrumento del poder, sino garantía de protección de las personas.
King decía que una ley justa es la cordura hecha legal. Y quizá hoy, más que nunca, necesitamos precisamente eso: leyes que nos devuelvan la cordura, que despierten confianza, que protejan la libertad y que nos recuerden que la democracia —aunque imperfecta— sigue siendo el espacio donde todas las personas tienen derecho a construir el proyecto de vida que deseen y, sobre todo, decidir con libertad.