–¿Me amas,Cosita? –Irene se acurrucó melosa entre los brazos de su esposo, le besó la punta de la regordeta y grasosa nariz y hundió la cabeza en la mullida almohada. ¡Se sentía asqueada,mas no podía ni debía demostrarlo! ¡Cuánto trabajo le había costado conseguir marido, pero por fin lo había logrado! Por alguna extraña razón que no sabía explicarse, los hombres le huían, y si lograba atrapar alguno, era poco el tiempo que podía retenerlo a su lado; era guapa, bien formada, inteligente, tenía un buen trabajo. No, no entendía qué pasaba. Bueno, por ahora parecía haber roto el maleficio. Daniel se había casado con ella y había que hacer que eso durara.
–¿Me amas, Cosita? Aún no me has respondido.
–Claro que sí, Pelusita, tú sabes que te amo –le respondió Daniel poniendo los ojos en blanco, suspirando y apretando los dientes, de tal manera, que Irene no se diera cuenta del fastidio que le causaban sus asquerosas zalamerías. Jaló la sábana, dejando a la pobre muchacha con medio cuerpo al desnudo, se dio bruscamente la vuelta en la cama, emitió un sonoro eructo, cerró los ojos y se dispuso a lanzarse, de un clavado, a un placentero y, según él, merecido descanso.
Irene se sentó, más que enojada, indignada, en la cama. No tenía sábana con qué taparse; de repente se sentía humillada y sola. En esos momentos, el encanto se rompía y quería decirle cuánto lo despreciaba, quería ser capaz de dejarlo, quería huir de su lado, quería matarlo. Pero hacía un gran esfuerzo y se contenía. Reprimía los oscuros y endemoniados pensamientos que, de repente, la asaltaban; pensamientos de odio y de venganza al recordar la desdicha que tantas veces y en tan poco tiempo le había causado.
–¿Ya no me amas, Cosita? Antes dormíamos abrazados y me hacías piojito, ¿qué pasa?–Las palabras le salían forzadas, de dientes para afuera, lo odiaba, mas no quería perderlo.
–¡Ya déjame dormir!, ¿no ves que estoy cansado? No haces más que joder todo el tiempo, Irene.
Daniel se volvió a tapar con la sábana para continuar con el proceso de ignorarla. Pasó un rato y ella se dio a la tarea de observar el bulto amortajado que roncaba y babeaba. Viéndolo bien, resultaba patético observarlo…Era peludo como un bisonte, apestoso como un orangután, jorobado como un camello, barrigón como un cerdo, terco como una llama, estúpido como un burro, baboso como un caracol… muchas veces, se preguntaba cómo era que podía estar con él y la respuesta no se hacía esperar, enseguida llegaba a su mente: el miedo a la soledad, a esa soledad que siempre la había perseguido y que tanto le pesaba; aunque a veces no quisiera reconocerlo, ese miedo le dolía más que la fresa del dentista en una carie y le hacía soportar los más crueles tratos de la bestia. Cualquier cosa era mejor que estar sola, de eso, estaba segura.
“¡De lo que son capaces algunas mujeres con tal de no estar solas!”. Había escuchado por ahí que decía la gente, y se avergonzaba de sí misma, porque sabía que sus amigas se burlaban de ella, y se recriminaba por permitir que el tipo la insultara, y se odiaba por no ser capazde poner límites, y se frustraba por ser tan débil y no tener carácter para llevar a cabo sus íntimos deseos.
Daniel empezó a removerse, inquieto, en el lecho. Ya era hora de levantarse. Con flojera bajó las piernas de la cama, se estiró, lanzó otro eructo que esta vez, parecía que venía con premio, se frotó los ojos de rana y paseando por el cuarto su deplorable desnudez, se dirigió al cuarto de baño, del cual salió después de unos minutos, peinado, perfumado y vestido.
–¿Me amas, Cosita? Hoy no me has dicho nada lindo todavía… bueno, ni siquiera los buenos días me has dado, Cosita.
Daniel no dijo nada, se acercó a ella, le tomó la barbilla haciendo presión con su enorme mano, la miró con los ojos desorbitados de rana, le enseñó sus dientes afilados de hiena y con todo el cansancio y desprecio que podían expresar sus palabras le dijo, aventándola sobre la cama:
–Nos vemos en la noche–de tres zancadas llegó a la puerta de la habitación, la cerró de un golpe y despareció.
Irene se quedó inmóvil; el coraje, la vergüenza, la aversión, fueron creciendo poco a poco en ella hasta convertirse en un odio amargo, hasta provocar un deseo incontenible de acabarlo, de aniquilarlo, de no volverlo a ver.
En la noche, Daniel llegó contento, eufórico, las cosas le habían salido muy bien en el negocio. Irene lo esperabacomo siempre, encantadora. Nada debería levantar sospechas. En la mesita donde generalmente tomaban el aperitivo antes de cenar, dos copas de vino blanco, de ese vino que a Daniel tanto le gustaba, los esperaban, las dos, silenciosas, una de ellas, perversa.
–¿Me amas, Cosita?
(Colaboración especial de la Escuela de la Sociedad General de Escritores de México, SOGEM, para La Crónica de Hoy Jalisco)
lg
Copyright © 2024 La Crónica de Hoy .