Opinión

Hay plomo en las ventanas.

Hay plomo en las ventanas.

Hay plomo en las ventanas.

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

“Pienso en los tiroteos que han derrotado al vesánico sistema educativo. Pienso en los niños que han muerto dormidos al no reconocer los sonidos que hace un misil cuando avanza. No pudieron salvar a sus juguetes preferidos ni las fotos de sus padres sonrientes en la playa. No hubo tiempo de correr para esconderse. El enemigo es rápido, y letal. Ahora los enseña a vender droga, a prostituirse o les muestra cómo se dispara un arma”.

Hay plomo en las ventanas.

En otra latitud una mano pequeña señala un astro

convencida de ver ahí la cara de su hermana, perdida desde el ‘97.

Han querido hacer grupo. Marchan.

Las gargantas están en la plaza,

a nombre de esas otras que son cifras en la caja de expedientes.

La pizarra nos muestra rostros a la mitad.

A la izquierda, las niñas, las mujeres que el tiempo dejó en pausa.

A la derecha, rutas para autobuses que no vuelven.

Hay también un altar con una Virgen que llora sangre.

Y vienen los que se van.

La familia se va de su lugar de origen para recomenzar en otra parte.

Se abre una cicatriz en el baldío. Dicen que allí crecen flores. Los hombres gritan. Las mujeres no duermen. Llevan cien días, más de trescientos días sin descansar. Algo susurra que ya no tienen derecho. Creen que ese vientre rasgado que es la tierra abrigará los cuerpos de sus hijos vivos o muertos. Presagian imágenes aterradoras pero el golpe de pala hace que el polvo se levante y eso sólo significa que no hay nadie, que hace falta esperar, buscar más lejos, cavar más hasta dolerse. Todo para sacar terrones que, al deshacerse prolongarán la ausencia.

La ropa permanece en bolsas enmohecidas y sin etiquetar. La encargada de la oficina rural no volvió —un tipo la seguía al salir del trabajo—. Los policías prefirieron echar llave al edificio porque el barrio era bravo y nadie reclamó esas pruebas.

A Elena la encontraron boca arriba. Las venas y otras partes de sus brazos parecían cables sueltos ya sin piel. 1.64 de estatura, 26 años. Estaba a la orilla de la carretera con las piernas juntas. Alguien se dedicó a trazar su silueta a balazos. No tenía familia, solo un par de amigos y una tía enferma. De pequeña quería ser médico, pero consiguió trabajo en un periódico nacional en el que publicaba investigaciones que comprometieron a muchos.

Afuera del Penal de Mesillas, Lula había ido a vender tacos para quienes iban a visitar a los presos. Casi todos los sábados se llevaba a su perro para que se tragara el desperdicio. Probaba la paciencia de las pulgas al perseguir a los escuincles que debían esperar afuera hasta que volviera a pasar el camión. En los primeros días del año, el animal siguió un rastro. Halló un zapato y una cabeza seca separada de un cuerpo. No comprendió del todo. Con el hocico arrancó parte de la carne, quiso tragarla, pero solo atinó a llenarla de saliva. Después tiró del cabello con los dientes y arrastró la cabeza por la férvida grava. Trataba de jugar con una niña muerta. A unos metros, Lula le gritaba. Se acercó hasta lograr cogerlo en brazos y, sin saber qué hacer con la cabeza, la pateó antes de avisarle al señor de la reja.

Han matado a familias enteras, a barrios que eran festivos y que ahora no dejan salir a los niños. Prefieren que se queden frente al videojuego y que lancen granadas ficticias que causen catástrofes imaginarias. Son pequeños para aprender a tomar partido, pero se despiertan con el sonido de ametralladoras que han acabado con las vidas de personas más altas, pero no por eso menos frágiles.

Pienso en los tiroteos que han derrotado al vesánico sistema educativo. Pienso en los niños que han muerto dormidos al no reconocer los sonidos que hace un misil cuando avanza. No pudieron salvar a sus juguetes preferidos ni las fotos de sus padres sonrientes en la playa. No hubo tiempo de correr para esconderse. El enemigo es rápido, y letal. Ahora los enseña a vender droga, a prostituirse o les muestra cómo se dispara un arma.

Tenemos una idea muy vaga de la violencia —sabemos de ella por historias o porque se ha materializado en un señor que perdió las piernas y vive en espera de algo más grande que no llegará nunca— pero al dañar a los niños, toma las ciudades, se cierran los colegios y se abren túneles y fosas.

La grieta dará espacio a lo que no hemos llorado. Los niños ápteros, los niños perdidos ya no pueden soñar con crecer.