Opinión

Del sentimiento trágico de la vida

Del sentimiento trágico de la vida

Del sentimiento trágico de la vida

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

¡Ay mísero de mí, y ay infelice!

Apurar, cielos, pretendo,

ya que me tratáis así,

qué delito cometí

contra vosotros naciendo.

Aunque si nací, ya entiendo

qué delito he cometido;

bastante causa ha tenido

vuestra justicia y rigor,

pues el delito mayor

del hombre es haber nacido […]

[Soliloquio de Segismundo

en La Vida es sueño de

Pedro Calderón de la Barca]

Miguel de Unamuno es uno de los miembros más representativos de la llamada Generación del 98, integrada por Antonio Machado, Pio Baroja, Azorín, Ramiro de Maeztu, Vicente Blasco Ibáñez, entre otros. Se trata de un grupo desencantado por la guerra hispano estadounidense que privó a España de su sueño imperial, le arrebató sus últimas colonias de América y Asia –como fueron Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam– y la dejó literalmente invertebrada, con la única opción de mirar hacia adentro, para recuperar su identidad nacional.

A dicha tarea dedicó Unamuno un buen número de sus obras como fueron En torno al casticismo, La vida de don Quijote y Sancho, Por las tierras de Portugal y España, Poemas de los pueblos de España, etcétera; las cuales reivindican la identidad ibérica y su papel en el devenir histórico y cultural europeo. Unido a este propósito, también fue preocupación suya, y de la generación del 98, crear una filosofía peninsular que diera cuenta del espíritu castizo y su particular visión del mundo.

En este contexto, se ubica Del sentimiento trágico de la vida, donde recoge el pensamiento filosófico sobre los temas que diseminó en su vasta producción literaria, en forma de novelas, poemas, piezas de teatro y ensayo; se trata de un corpus asistemático, que pretende armonizar la razón con las emociones, el realismo con la fe, la estrategia amorosa con un proyecto evangelizador que nos ayude a no morir del todo y, de esa manera, soñar con la vida eterna. La obra refleja las contradicciones de Unamuno, quien migró del catolicismo, al positivismo y al socialismo, para luego abrazar un cristianismo existencial, bajo la influencia del pastor danés Søren Kierkegaard.

En Del sentimiento trágico de la vida, Unamuno pretende, al igual que Dilthey, situar al hombre de carne y hueso en el movimiento de la historia y como sujeto de la filosofía; más allá de las abstracciones que suelen imperar en los sistemas de pensamiento cerrados, interesados en las esencias del ser: “Y este hombre concreto, de carne y hueso, es el sujeto y el supremo objeto a la vez de toda filosofía”, comenta, luego aborda el tema central que le interesa: el hombre y la mujer viven en una tragedia permanente porque, a diferencia de los otros animales, tienen conciencia de su ser individual, del transcurrir del tiempo y la presencia inevitable de la muerte. La conciencia, afirma, es la base del dolor y de nuestro destino trágico, en ella subyace “el hambre de inmortalidad”.

Y este apetito no ha sido saciado enteramente por las religiones, ni por los sistemas filosóficos, ni menos por el realismo o la ciencia que, con sus abstracciones, suelen conducirnos a la desilusión; pues el pensamiento puro, como el de Hegel, es un camino directo al suicidio. Por eso es necesaria una construcción del significado de la existencia desde abajo, a partir de la conciencia individual, y para ello se debe reconocer que cada persona es un milagro de la creación, irrepetible y eternamente distinta, y dicha individualidad es suficiente para asumir una postura original ante el mundo.

Miguel de Unamuno recurre a Leibniz, quien supone que todo lo que existe tiende a prevalecer y después se apoya en Darwin, para conjeturar que la evolución es una lucha en la que sobreviven las especies mejor adaptadas al medio natural y, de esta manera, la lucha o la agonía del hombre consiste en trascender la muerte, a través de su incesante fabrilidad: hace obras para obtener fama y fortuna; se reproduce y esculpe en piedra para perpetuar su nombre y que hablen de él cuando se haya entregado a los brazos de la negra Ker.

Pero el afán constante por erigir monumentos a la memoria, a la manera de los faraones egipcios, termina por disecar la vida y nos coloca más cerca de la muerte; por eso el egoísmo es un vano intento de salvación personal; un vacío existencial que nos induce a correr la suerte del avaro, quien pierde el fin por concentrarse en los medios, sediento del acopio irracional de sus riquezas.

En consecuencia, el hombre debe recuperar la fe, la esperanza y la caridad; estas tres virtudes teologales que parecieran exceder el dogma católico y convertirse en una especie de doctrina social cristiana, próxima a la herejía, donde la fe es una creencia consciente, la esperanza un fuerte deseo de que las cosas sucedan y la caridad un impulso natural de hermandad, acompañamiento y compasión del prójimo.

Para Miguel de Unamuno, la solución al hambre de inmortalidad y al dolor anticipado de nuestra muerte futura se encuentra en el amor; lo estudia en sus categorías: el amor reproductivo y maternal; el amor erótico, el amor espiritual (de los místicos) y el amor cristiano; solidario con el prójimo y no exento de sacrificios, a la manera de Cristo en la cruz. Así, sólo el que ama abandona su egoísmo primario para compadecer y compartir el dolor del otro; amar es salirse de sí mismo y ser con y por los demás; por eso la clave para disfrutar de la vida, para permanecer en ella, es el amor.

Las pruebas de que el amor trasciende la muerte son abundantes en la literatura. Recordemos a Dante y Beatriz, Romeo y Julieta, Fausto y Margarita, don Juan Tenorio y doña Inés. Desde luego, también cuentan las pasiones artísticas, como lo expresó con gran belleza y consciente de su fin prematuro, el poeta mexicano Manuel Gutiérrez Nájera: “¡No moriré del todo, amiga mía!/ de mi ondulante espíritu disperso,/ algo en la urna diáfana del verso,/ piadosa guardará la poesía.”

Nenúfares, de Claude Monet