Cultura

El cuerpo humano es una fiesta y siempre debe serlo: Luis Aguilar

La Iglesia católica y el ejercicio del poder sobre la sociedad fueron menguando la idea libertaria del goce y hemos crecido con miedo al disfrute, creyendo que a cada placer, hay un castigo, dice el poeta

El cuerpo humano es una fiesta y siempre debe serlo: Luis Aguilar

El cuerpo humano es una fiesta y siempre debe serlo: Luis Aguilar

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Luis Aguilar es un poeta que nació en 1969 en el estado de Tamaulipas, pero radicado en Nuevo León. Traductor y profesor universitario, es autor de más diversos libros de poesía y ha ganado varios premios como el Nacional de Poesía Joven Manuel Rodríguez Brayda (1988), el Premio Nuevo León de Literatura (2010), el Premio Internacional de Poesía Nicolás Guillén (2010), y el Premio Internacional de Poesía Gilberto Owen (2015) y entre muchos otros.

Aguilar, en esta entrevista, nos habla sobre los poemas y las temáticas de dos de sus libros: Debe ser ya noviembre (2019), editado por Cuadrivio, y Muchachos que no besan en la boca (2015), editado por Vaso Roto.

—En Debe ser ya noviembre hablas sobre la plaga (si-da) y el contagio. ¿Qué fue esto en ese 1981 que describes, y cómo se compara al contagio del 2020?

—En 1981 yo tenía apenas diez años, por lo que de manera directa no podría hablar de cómo se vivieron esos momentos. El libro parte en realidad de mi cercanía literaria y la amistad con Joaquín Hurtado —a quien de hecho está dedicado el libro—, un extraordinario narrador mexicano lamentablemente no centralizado por el poder editorial: muchos de los que se asumen o son reconocidos como los grandes narradores de la generación de los sesentas deberían leerlo. Aún así, por lecturas, sé que fueron años terribles por lo básico ante toda pandemia: el desconocimiento. Creo que en varios sentidos son comparables: primero justo por el desconocimiento; y en segundo lugar por el estigma: si en 2020 hemos visto agresiones a médicos, enfermeras y personas contagiadas, en aquellos años debió ser peor, porque al estigma médico —estar contagiado— se sumaba el estigma moral: —Es una enfermedad de maricones.

—A la vez, en este libro hay un ambiente de fiesta de los cuerpos, pero también de desolación, háblame de la desolación.

—El cuerpo humano es una fiesta. Lo ha sido siempre. Debe serlo. La iglesia católica y el ejercicio del poder sobre la sociedad fueron menguando la idea libertaria del placer —cosa que explicó mucho mejor Michel Foucault— y hemos crecido con miedo al disfrute, creyendo que a cada placer, hay un castigo. Eso no es así ni debe serlo. Ahora bien, si el libro bordea el disfrute de los cuerpos al mismo tiempo que la desolación, es porque eso es lo normal y tampoco debemos ni huirle ni ocultarlo: a toda fiesta amanecida le sobreviene una resaca. El riesgo mismo, también lo decía Foucault, es una decisión y una responsabilidad. El acto sexual, este disfrute de los cuerpos, tiene una culminación, y después de cualquier aspiración cumplida es imposible evitar el vacío. No hablo del sexo casual: aún en las relaciones digamos bien establecidas, luego de un encuentro sexual viene cierto duelo: nos hemos muerto un poco, y por mucho que amemos, al otro día de ese encuentro o a las siguientes horas, nos sobrevendrá la casa, lo cotidiano.

—Sobre Muchachos que no besan en la boca: ¿cuál es la historia de los ojos que lo “miraron una tarde / reflejado en el cristal de una licorería?

—Me ha inquietado mucho la volatilidad del amor. O de lo que Francesco Alberoni —en Enamoramiento y amor— y Octavio Paz —en La llama doble— refieren como enamoramiento. Ese momento en que dos se encuentran y se entregan como si no hubiera mañana. Tengo la sensación de que en esos momentos la gente piensa en el “para siempre”, pero como diría mi querida Rosa María Roffiel, “el para siempre dura una noche”. El problema con el enamoramiento es que tiene muchas aristas: a mí me seduce mucho el desamparo. Mi amiga y también poeta Sara Uribe me dice que padezco el “síndrome del pollito mojado”. La voz poética de ese poema que refieres encontró esa tarde, en el cristal de una licorería, ese desamparo haciéndole guiños. Pero la vida me ha enseñado que hay guiños muy bien ensayados y en algún momento uno decide dejar de correr riesgos. Es decir, volver a casa, lavar los trastes y cocinar con calma luego de un terremoto, de un verano en llamas.

—¿Qué ambiente querías lograr al poetizar los encuentros furtivos descritos en este libro?

—La normalización de la carne. Me interesan mucho los cuerpos: su capacidad de arma fraccionaria, de hacer y deshacer en un instante. A Muchachos que no besan en la boca siguió Los cuerpos imprevistos, un libro que me publicaron en la Universidad Autónoma de Coahuila gracias a una convocatoria de edición y cuyo cuidado estuvo a cargo de mi querida poeta Claudia Berrueto. Si en Muchachos… el centro era el placer comprado, el trato entre dos hombres con el interés del dinero de por medio, en Los cuerpos… el centro era la lucha de los cuerpos por el mero placer de conseguirse. De las calles de La Habana en el libro de Vaso Roto pasé a los saunas, los cines porno y los lugares de cruising en la publicación de la UAC. El sexo en general debería ser furtivo. Pienso que el amor se acaba porque los cuerpos se habitúan a la misma cama, la misma posición, la ausencia de riesgo, la idea de que el sexo sólo es admisible en medio de los cánones establecidos. Y no. Las ciudades tienen demasiados espacios y están ahí para llenarlos de sexo, con amor o sin él. Pero esa es también una separación que nos ha costado mucho trabajo como humanidad: obligar al cuerpo a permanecer atado a una idea de “ser” nos ha traído muchas complicaciones. En Muchachos…, en particular, busqué desmitificar esos encuentros, dibujar un poco el ejercicio de la prostitución masculina, una actividad de la que poco se habla o de la que pensamos que ejerce solamente el género femenino.