Opinión

Discapacidad y pandemia: la colisión de contingencias

Discapacidad y pandemia: la colisión de contingencias

Discapacidad y pandemia: la colisión de contingencias

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Las condiciones sociales y políticas sobre discapacidad previas a la contingencia sanitaria, y ahora también las condiciones que impone la pandemia, revelan por múltiples frentes un escenario poco alentador.

Gabriel Tolentino*

En las últimas décadas el calendario de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) se ha colmado de fechas para remembrar malestares como la esclavitud trasatlántica, genocidios, enfermedades, efectos devastadores de la acción humana sobre el ambiente o para reflexionar acerca de las profundas condiciones de desigualdad en las que vive mucha gente. En algunos meses casi a diario hay algo que recordar y también existen días en los que se empalman las conmemoraciones.

Esto significa que la humanidad está tomando más conciencia acerca de condiciones negativas que antes pasaban inadvertidas o, por el contrario, es síntoma no sólo de que algunas tribulaciones perduran, sino también de que se están multiplicando. En realidad, lo que se esperaría es que algunas fechas “desaparezcan” y no que aumenten. Con ello no estoy apelando a la disolución de la memoria histórica, sino a la posibilidad de rebatir ciertos infortunios persistentes.

Una de estas fechas es precisamente el 3 de diciembre, Día internacional de las personas con discapacidad. Postulada como tal en 1992, para la ONU el objetivo es generar consciencia acerca de la situación en la que viven y promover sus derechos. Año con año este día se consagra como un momento álgido de reflexión, aunque ahora la contingencia sanitaria global por el COVID-19 impone un contexto radicalmente distinto. Hoy difícilmente habrá regiones o sociedades que no hayan sido afectadas por la pandemia.

En términos generales esta situación agrava, complejiza y genera nuevos escenarios con relación a muchas desigualdades ya existentes. En el caso de las personas con discapacidad, la contingencia generalizada por el COVID-19 produce inestabilidades sobre una condición que, de hecho, se experimenta desde lo contingente. En esta tesitura, la contingencia global y repentina se entrecruza con una contingencia individual y biográfica, pero también social, en tanto que es vivida por una colectividad y porque resulta de procesos económicos, políticos y culturales asociados con la exclusión, la desigualdad, la vulnerabilidad y la opresión.

Aquí cabe apuntar que, básicamente, lo contingente refiere a la posibilidad de que determinado acontecimiento suceda sin que exista plena certeza: lo contingente advierte la ausencia de certidumbre. Asumir la discapacidad como contingencia, implica considerar que comúnmente es vivida desde la incertidumbre sobre el futuro, cercano o lejano, con relación a dimensiones tan variadas de la vida como la salud, la educación, el trabajo o el ocio.

Desde luego, no se trata de una condición que se circunscribe a la gente con discapacidad, sin embargo, el atributo corporal se impone vigorosamente como un elemento que exacerba las incertidumbres existentes o que definitivamente produce otras. Así lo viven miles de personas con discapacidad en México y otros países que, pese a las dificultades de conseguir un empleo, según notas periodísticas e informes generados por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) fueron de las primeras en ser retiradas de sus puestos de trabajo al comenzar la pandemia.

Una de las razones es que a menudo se sostiene que las personas con discapacidad forman parte de los grupos en mayor condición de vulnerabilidad frente al virus. Esta aseveración es medianamente cierta. Además de la discapacidad (ya sea física, intelectual, visual o auditiva), algunas personas tienen enfermedades que, similar al resto de la población, las vuelven más susceptibles pero no es una generalidad. Este discurso corre el riesgo de re-patologizar a la discapacidad si se le concibe como sinónimo de enfermedad.

Por otro lado, la falta de acceso a la información ha provocado nuevas incertidumbres. En México, por ejemplo, los comunicados que el gobierno comenzó a transmitir por televisión e Internet, habían prescindido de intérpretes de Lengua de Señas Mexicana (LSM). Entre otras cosas, los sitios físicos y virtuales se constituyen por una dimensión comunicativa. La emergencia sanitaria propició nuevos escenarios comunicativos tendientes a producir nuevas exclusiones. Ante la falta de información, algunos miembros de la comunidad Sorda se movilizaron y consiguieron que la información se interprete en LSM.

En abril la Secretaría de Educación Pública (SEP) comenzó a transmitir contenidos en lengua de señas, pero argentina. El suceso puso de manifiesto la falta de seriedad y de conocimiento acerca cómo se comunican las personas sordas. Actualmente los contenidos educativos ya cuentan con intérprete de LSM.

Con ello, paradójica y desafortunadamente, se ha conseguido algo que con las escuelas físicas todavía está lejos de suceder: hacer llegar la educación en LSM a la mayor cantidad posible de alumnado sordo, aunque en condiciones de mayor aislamiento y confinamiento; mayor porque antes de la pandemia, la segregación residencial ya era una constante en la vida de muchas personas con distintos tipos de discapacidad.

Ahora bien, frente a las múltiples contingencias, el Estado supone ser una fuente de “seguridad”. En el artículo once de la Convención internacional de los derechos de las personas con discapacidad se estipula que frente a situaciones de riesgo y emergencias humanitarias, los Estados adoptarán “todas las medidas necesarias para garantizar la seguridad y la protección de las personas con discapacidad”.

En general, el problema con la Convención es lograr su traducción política: cuáles son esas “medidas necesarias” y cómo se materializan. Comúnmente de la letra escrita a la práctica se cae la norma.

Previo al ascenso de la pandemia, en México se estaba asistiendo a una política regresiva sobre discapacidad que actualmente dificulta afrontarla: 1) vaciamiento de la institución nacional encargada de dirigir las políticas de discapacidad; 2) regreso a prácticas paternalistas que individualizan una desigualdad social y estructural al asignar pensiones personales que, de hecho, no alcanzan a cubrir a todo este grupo y que no resuelven en absoluto cuestiones culturales como la discriminación y sus efectos socioeconómicos; 3) recorte financiero a organizaciones sociales que realizan acciones abandonadas por el Estado y 4) paradójicamente persiste el apoyo económico y/o simbólico de los diferentes niveles de gobiernos a Teletón, una empresa privada que lucra con la caridad, que comercializa una tarea de gobierno como la rehabilitación y que hace poco se apropió retóricamente de un discurso de derechos humanos para sobrevivir.

En últimas palabras, las condiciones sociales y políticas sobre discapacidad previas a la contingencia sanitaria, y ahora también las condiciones que impone la pandemia, revelan por múltiples frentes un escenario poco alentador. Con ello, se agudizan las incertidumbres que irónicamente ya eran cotidianas para mucha gente con discapacidad.

* Gabriel Tolentino Tapia es alumno del doctorado en antropología, en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS) sede Ciudad de México. Este texto es la base de un artículo en proceso, cuyo objeto de análisis es la discapacidad a partir de la teoría sociológica del riesgo.