Opinión

1968 y la cultura de la violencia

1968 y la cultura de la violencia

1968 y la cultura de la violencia

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

La matanza de estudiantes del 2 de octubre de 1968 fue una ilustración trágica de la cultura de la violencia que impera en México. Nuestro país, digámoslo sin rodeos, es violento. No sólo por las estadísticas de crímenes, homicidios, asaltos, robos, etc., sino por las actitudes y valores que privan en gran parte de nuestra sociedad.

Es comprensible el esfuerzo del presidente López Obrador por promover una cultura pacifista y una reforma moral de la sociedad. Entendemos la intención pedagógica que subyace cuando dice “El pueblo de México es bueno”. Pero nuestro país tiene una larga historia de violencia y una muy corta experiencia de paz, democracia, libertad y diálogo público.

¿Puede alguien concebir los motivos humanos del horrendo crimen de los chicos de Ayotzinapa? Ese hecho ilustra, no la civilización, sino la barbarie que hemos cultivado a lo largo de nuestra historia. Recordemos el siglo XIX, época turbulenta, cruenta, dolorosa, caracterizada por la saña con que se destruyeron hermanos contra hermanos y que creó las condiciones de debilidad nacional para que México fuera avasallado por Estados Unidos y por Francia.

Recordemos la dictadura feroz de Porfirio Díaz y la Revolución Mexicana, una catástrofe social que quitó la vida a más de un millón de personas. ¿Derechos Humanos? La falta de respeto a la vida fue lo que identificó a los líderes revolucionarios —con la excepción memorable de Francisco I. Madero.

¿Podemos olvidar los asesinatos de Emiliano Zapata, de Felipe Ángeles, de Lucio Blanco, de Francisco Villa y tantos otros revolucionarios? No, tampoco olvidamos el golpe de estado que culminó en el asesinato de Venustiano Carranza y encumbró al general Álvaro Obregón. ¿Cómo no recordar los asesinatos de Francisco Serrano y Arnulfo R. Gómez?

La historia del Estado de la Revolución Mexicana estuvo, año con año, manchada de sangre. No dejamos de recordar la masacre brutal de indios yaquis de 1928 en las cercanías de Bácum, el asesinato de Germán de Campo, la matanza de vasconcelistas en Topilejo, actos cometidos por órdenes de Álvaro Obregón y Pluraco Elías Calles. La rebelión de los cristeros que se extendió de 1926 a 1929 y que tuvo secuelas hasta 1934 (recuérdese la historia de los maestros “desorejados”).

La pausa de paz y prosperidad del sexenio del general Cárdenas fue un respiro para México. Pero el ascenso al poder del general Manuel Ávila Camacho terminó, abruptamente, con ese episodio y abrió otro, el de la industrialización acelerada, con base en la sobreexplotación de los trabajadores y el abandono progresivo de las reformas cardenistas.

En este nuevo lapso se produjeron riquezas inmensas bajo dos divisas, “Unidad Nacional” y “Estabilidad a toda costa”. Esa estabilidad se logró con base en el uso sistemático de la fuerza contra cualquier expresión social de disidencia. El ejército —el mismo ejército que crearon Obregón y Calles— reprimió una y otra vez a campesinos, obreros, estudiantes, profesionistas, etc. La masacre de Tlatelolco coronó este ciclo histórico.

Pero la violencia es una escuela de violencia. La masacre de Tlatelolco produjo guerrillas, movimientos sociales de orientación revolucionaria, resentimiento y odio. Una carga emocional que impidió que la racionalidad y la legalidad democrática imperaran en los últimos 50 años. Avanzamos con normas que establecen el respeto a los derechos humanos y en la edificación de un sistema electoral moderno e imparcial, pero nuestra cultura política sigue estancada en el odio y el resentimiento.

Gilberto Guevara Niebla