Opinión

50 años del CCH, nuevos recuerdos del porvenir (tercera y última parte)

50 años del CCH, nuevos recuerdos del porvenir (tercera y última parte)

50 años del CCH, nuevos recuerdos del porvenir (tercera y última parte)

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy
4. Yo no sé/ hasta dónde se resiente lo vivido/ pues saberlo es simplemente estar ya muerto/ seguiré siempre cantando lo vivido/ y gozando de los frutos de este huerto".

Se llamaba Andrea, era argentina –o uruguaya, nunca lo supe con certeza–. La vi por primera vez en el concierto de Rockdrigo González que organizaron nuestros adversarios políticos: los maoístas. Ahí estaba: fumando y conversando en una de las jardineras de la explanada. Con sus botas de gamuza, un suéter de alpaca y la falda recogida entre los muslos, departiendo con los de su clan: un grupo de chicas y chicos –sudamericanos en su mayoría– hijos de exiliados en México. Medio hippies, medio pachecos, medio artistas –y a mi sentir puritano y ortodoxo– medio revolucionarios.

La cara y los ademanes de Andrea resumían todo lo que yo en mi condición adolescente podía entender como la belleza de una mujer de mi edad: el pelo castaño, revuelto, salpicado de mechones rubios. Para domarlo se lo recogía con una liga o lo trenzaba a un lápiz. Sus ojos pequeños y verdes, un tanto achinados, un poco caídos, tristones e intensos. Tenía unos labios rojos y delgados, antesala de esa sonrisa fresca, enorme y deslumbrante que me enseñó, acaso por primera vez, la entereza de una dentadura sin tacha.

Tenía las manos largas, delicadas y blanquísimas. Las movía todo el tiempo al conversar como si bailaran solas. Un montón de pulseras percutían como sonajas cuando Andrea, de cuando en cuando, a media mañana se ponía de pie en la explanada y movía las caderas, y alzaba los brazos, siguiendo el ritmo sincopado de un reggae de Bob Marley, que sonaba en una grabadora portátil a todo volumen. La adoraba.

Al acercarme podía distinguir el aroma del pachuli de su pañoleta de seda amarrada al cuello. Supe desde el principio que habitábamos dos mundos distintos dentro del mismo CCH que nos congregaba: el mío, marcado por una adolescencia prolongada y casta, un pasado insípido de escuelas públicas en el sur de la Ciudad de México, seducido apenas por el activismo político, y condenado por mis propios miedos a contemplar de lejos la gracia femenina; el suyo, el mundo inalcanzable de Andrea, la uruguaya hippie, ilustrada, colmada de vida, de exilio y de excesos delicados.

Desde entonces cada que podía cruzaba la explanada entre clase y clase con la esperanza de verla. Al repartir volantes, o para vender nuestro boletín estudiantil, me acercaba como por accidente al grupo de Andrea. Hubo un día que me miró por un segundo a los ojos, me sonrió y pude sentir la piel suave de sus manos cuando recibió de las mías la mía la invitación a una asamblea impresa en mimeógrafo.

Cierta tarde me subí al autobús de la escuela que ofrecía sin costo viajes a la avenida Insurgentes o al metro Copilco. Entonces me topé con la figura de Andrea a la mitad del pasillo. Ya se había sentado y advertí que estaba sola, con su morral sobre las rodillas y un libro de Benedetti en las manos. A su derecha, el asiento vacío invitaba a ocuparlo, me daba de gritos. Era la ocasión propicia, pero no lo hice. No me atreví. Me seguí de frente y me dispuse a observarla a media distancia.

El camión venía medio vacío y todo el recorrido quise darme ánimos para abordarla. Solo restaba acercarme, sentarme a su lado, intercambiar algunas palabras e invitarla, al cabo de unos minutos de conversación, al Espacio Escultórico del Centro Cultural Universitario para desde ahí confesarle –en aquel escenario lunar que gustaba visitar a solas– que además de activista estudiantil era “poeta”, y que tenía muchos versos para ella, y otros tantos para la Revolución.

Decidí esperar otro poco. Al cabo de unos minutos el autobús llegó a su destino final. Nos bajamos todos y entonces caminé con gran sigilo detrás de ella. Ya en el metro descendimos por la escalera eléctrica, que me pareció entonces más larga y profunda de lo que era de por sí. Bajamos con lentitud, ella apenas unos escalones delante de mí, sin darse cuenta que llevaba un par de ojos clavados en la espalda.

Más que impaciente me sentía afortunado. Si había logrado seguirla en silencio durante todo ese trayecto, terminaría por presentarme y decirle todo lo que sentía de un sólo jalón, sin titubeos. Tal vez –pensaba– ella había notado mi presencia, pero había preferido disimular en lo que debía ser un alarde de su coquetería, o de su propia timidez. De seguro –pensé de nuevo–-me conoce a fuerza de tanto pasar por la explanada. Además, el sábado anterior me había topado con ella en la Cineteca Nacional. Aunque no nos saludamos esa tarde, estaba convencido que nos reconocimos en la distancia.

Bastaba sólo el paso final, bajar unos escalones más, ponerme a su lado, sonreírle, saludarla y trabar conversación. Imaginé que me respondería el saludo con entusiasmo, como quien reconoce a un viejo amigo y se alegra del encuentro casual. Que me invitaría al cabo de una charla breve a comer a su casa, o que aceptaría mi invitación para dar una caminata por las islas de Ciudad Universitaria y tal vez meternos al cine club del auditorio Che Guevara de la Facultad de Filosofía y Letras. Dos jóvenes listos para empezar una historia de amor y rebeldía.

Se terminaba el plazo y nos acercábamos al final de la escalera. Faltaban unos segundos, tenía que decirme de una buena vez. Respiré hondo y comencé a descender más rápido los escalones en movimiento antes de que terminaran por agostarse. Justo antes de mi definitivo acercamiento, en el instante mismo previo a mi abordaje triunfal, todo se resolvió en un segundo: concluido el descenso advertí que un joven delgado, rubio, mal vestido y sonriente la esperaba.

La saludo con un abrazo y un beso tronado en los labios que yo recibí como un puñetazo en las entrañas. Me tragué, el beso, el abrazo y el saludo como una fruta espinada. Era su novio, o su amante, o lo que fuera, un chico mayor que ella, de barba descuidada, morral, guitarra al hombro y acento argentino, que representaba de un golpe todo lo que no era yo. Imaginé que estudiaría economía o filosofía, que escribiría canciones o tocaría en un grupo de rock, y que esa tarde haría el amor con Andrea hasta acabar agotados, desnudos y entrelazados, escuchando un casete con canciones de Sui Generis –la banda argentina que marcó a mi generación–, mientras se fumaban un porro.

Me seguí de frente, disimulé hasta donde pude mi desilusión, llegué al andén y me subí al metro de la estación Copilco como si fuera el metro Balderas de la canción de Alex Lora. Unos meses después salí para siempre del CCH, tenía 17 años.

" Y con qué fin/ toda esta dialéctica en la historia...."