Opinión

Ácidas, irreverentes, desacralizadoras: las muchas caras del humor contra los políticos

Ácidas, irreverentes, desacralizadoras: las muchas caras del humor contra los políticos

Ácidas, irreverentes, desacralizadoras: las muchas caras del humor contra los políticos

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Larga, larguísima es la lista de cuentos, chistes y anécdotas manipuladas con las que el ciudadano común y corriente lidia con los hombres del poder. El humor es el gran desacralizador de los personajes encumbrados y que, en ocasiones, terminan por sentir que todo lo pueden y todas las voluntades se inclinan ante él. Un chiste certero desinfla el traje del que se cree o se sueña emperador. Y en la materia, los mexicanos llevan muchos años haciendo gala de creatividad y de ingenio.

A los virreyes, el pueblo les componía cuartetas insolentes, para advertirles de la responsabilidad que asumían al llegar a la Nueva España; les ponían apodos a ellos o a sus esposas, y una vez acomodado el remoquete, no había manera de librarse de él. A veces, el sobrenombre llevaba carga afectuosa, como el de la esposa del virrey Bernardo de Gálvez, Felícitas de Saint-Maxent, a quien todo el pueblo llamaba La Francesita, porque era una guapa criolla de Nueva Orléans. Pero a la esposa del virrey Juan Ruiz de Apodaca, ese mismo pueblo, unos años más tarde, la llamó, para gran disgusto de ella, La Venadita, todos los días y hasta el hartazgo, como derivación del título nobiliario que Fernando VII de España dio a su marido por haber capturado a Xavier Mina en el rancho del Venadito. La verdad es que eso de ser Conde del Venadito tenía una enorme carga de humor involuntario por parte de Fernando VII, pero en la Nueva España hizo las delicias de la gente que inventó mil burlas para el enojado virrey.

En tiempos en que el romanticismo literario campeaba, nada resultaba más sencillo para los combativos periodistas y políticos liberales de mediados del siglo XIX, que agarrar la pluma, y en tres patadas escribir unas pocas cuartetas que, puestas en el camino correcto y en la forma correcta, constituían la famosa “guerrilla de pluma” contra conservadores, monarquistas y franceses.

Dos casos de aquella época son verdaderamente relevantes: uno, la intensísima campaña satírica que Guillermo Prieto armó contra Juan Nepomuceno Almonte, el hijo de José María Morelos. Para castigar las ambiciones presidenciales de Almonte, militante conservador y promotor del imperio de Maximiliano, Guillermo Prieto empezó por deformarle el nombre: lo convirtió en “Juan Pamuceno”, o simplemente “Pamuceno”, imitando el habla deformada de los indígenas de la época, aludiendo a su condición mestiza, acusándolo de ser un “indio ladino” que soñaba con encumbrarse, traicionando el legado independentista de Morelos. A Nepomuceno, Guillermo Prieto le escribió docenas de versos malvados, donde se burlaba de sus pretensiones extranjerizantes: “creció el pitoncle [por escuincle], se puso fraque [frac], comió bestec (bistec)”. Es sabido que Almonte se molestaba mucho por los aguijonazos de Prieto, pero el asunto era incontenible: al asociar los versitos malvados a una melodía popular, no hubo quien pudiera parar el éxito de la “Marcha a Juan Pamuceno” o de “El Telele”, que contaba cómo Pamuceno se había muerto de un coraje —le dio el telele, pues — y lo llevaban a enterrar.

Tal vez las burlas contra Almonte hubieran durado más en la memoria popular si no hubiera aparecido el verdadero hit de la poesía satírica decimonónica mexicana, escrita por un general que andaba haciendo acciones de guerrilla en el estado de Michoacán, que era también un poeta, periodista y dramaturgo exitoso y que, en un momento de ocio, y enterándose, en 1866, de que Carlota de Bélgica abandonaba el país para marchar a Francia y negociar con Napoleón III nueva ayuda para el imperio de Maximiliano, convirtió una poesía muy conocida, “Adiós, patria mía”, de Ignacio Rodríguez Galván en la exitosísima y ya eterna “Adiós, Mamá Carlota”.

Solamente un ingenio filoso como el del célebre Vicente Riva Palacio podía producir una pieza tan finamente perversa como la “Mamá Carlota”. Lo que en Rodríguez Galván era una dolida despedida por la patria que se abandonaba, en Riva Palacio se transformó en tierna burleta que festejaba la inminente caída del sueño imperial:

Dice Rodríguez Galván:

Alegre el marinero

en voz pausada canta,

y el ancla ya levanta

con extraño rumor.

De la cadena al ruido

me agita pena impía

Adiós, oh patria mía,

adiós, tierra de amor.

Recompone Riva Palacio:

Alegre el marinero

con voz pausada canta,

y el ancla ya levanta

con extraño rumor.

La nave va en los mares,

botando cual pelota;

adiós mamá Carlota,

adiós mi tierno amor.

Originalmente, la “Mamá Carlota” apareció en un periódico que Riva Palacio editaba en Michoacán, El Pito Real. Pero todo fue cosa de ponerle música, para que se conociera en todos los lugares donde hubiera una tropa republicana resistiendo a los invasores franceses o a las fuerzas imperiales. Tan bien le funcionó a Riva Palacio la “Mamá Carlota”, que una década más tarde la empleó para burlarse de un presidente que se iba al exilio porque, con un golpe de mano, Porfirio Díaz se había convertido en el hombre fuerte del país. Entonces, Riva Palacio, que pertenecía al grupo cercano al triunfante Porfirio, le dio su nueva versión al presidente derrotado que se marchaba a Estados Unidos y que no era otro que Sebastián Lerdo de Tejada. A él, le dedicó el estribillo que decía: “Adiós mi presidente, adiós don Sebastián”.

Otros políticos y mandatarios de esa la segunda mitad encontraron la horma de su zapato en el humor que cobraba materialidad. Benito Juárez fue objeto de crueles y despiadadas caricaturas, que lo representaban como un perro que defendía su silla, la silla presidencial, o lo vestían de cura, o deformaban su rostros hasta niveles monstruosos. Porfirio Díaz, en sus primeros años de presidente, también tuvo que aguantar rudísimas caricaturas donde lo representaban por decir lo menos, como extremadamente limitado, con el pelo mal cortado como hospiciano y babeante, como si padeciera retraso mental extremo. Encima, tuvo que cargar con un apodo, El llorón de Icamole, que le recordaba la derrota militar sufrida en mayo de 1876 en Icamole, Nuevo León, contra tropas lerdistas. Para ese Porfirio aún joven, el desastre fue tan doloroso, que rompió en llanto. A poco, el apodo circulaba por todo el país, y le duró en tanto fue “Porfirio” a secas, antes de convertirse en “Don Porfirio”.

Pero con el siglo XX, los latigazos de humor que se aplicaban a los hombres del poder, fueron evolucionando. El chiste, ese balazo rápido, letal e imparable, se convirtió en un recurso breve y efectivo. Los presidentes y políticos mexicanos del siglo pasado tuvieron que enfrentarse a esa mortífera arma, que los acompañó durante toda la centuria. (Continuará).

Sí, ese personaje de pelo ralo y bigotazos, es el Porfirio Díaz que llegó a la Presidencia en 1876. Mientras la prensa que le era leal le dedicaba retratos de muy buena calidad, los periódicos que se burlaban de él repetían hasta el cansancio su apodo de aquellos días: El llorón de Icamole.

Usualmente, la prensa liberal ridiculizó a Juan Nepomuceno Almonte como un indio pretencioso que aspiraba a volverse europeo y que soñaba con ser rey o cuando menos presidente. Mucho más efectivos fueron los crueles versos que circularon por todo el país.