Cultura

Al lado vivía una niña, de Stefan Kiesbye

Al lado vivía una niña, de Stefan Kiesbye

Al lado vivía una niña, de Stefan Kiesbye

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy
NUESTRO SUBURBIO

Somos los Tejones. Yo me llamo Moritz. Thomas y yo somos los mayores y Johannes es el único cuyo padre no trabaja en la fábrica de dulces. Su familia vive en el predio del matadero. Dieter y Ralf son los más pequeños, ni siquiera tienen once años.

Thomas y yo vivimos en la Montaña de Azúcar, un cerro artificial hecho con la tierra que extrajeron durante la construcción del ferrocarril. Cuatro casas en hilera se yerguen sobre la Montaña de Azúcar, exactamente enfrente de la fábrica. Son las casas más grandes y modernas que hay aquí y son sólo para los empleados más importantes. Las casas están construidas con ladrillos rojos y quienes pasan junto al cerro dicen: “Es una fábrica” o “Es una iglesia”. Pero mi hermana y yo tenemos nuestro propio baño y yo tengo mi propio cuarto y por las noches me arrullo escuchando el zumbido de la fábrica de dulces.

Los Zorros son nuestros enemigos. Son hijos de los empleados de la fábrica de hule, que está a sólo medio kilómetro de nuestras casas. Son mayores que nosotros y tienen una barraca cerca de la cancha de futbol que está detrás de los almacenes. Dicen que nos darían una paliza si se nos ocurre aparecernos por ahí.

Ya pocas personas viven en Esge. El olor excesivamente dulce de la fábrica de dulces y la peste del hule penetran incluso por las ventanas cerradas, y el ruido constante de las naves de producción expulsa a cada vez más gente hacia Wedersen.

Si se recorre la calle principal, pasando la fábrica de dulces y luego la de hule, se llega a la fábrica de huevo y, por último, al matadero. Es el más grande en nuestra región y cuenta con su propia fábrica de embutidos. Con frecuencia vamos allá por las noches y jugamos con nuestras bicicletas en el estacionamiento, donde rugen las instalaciones de refrigeración de los tráileres. Jugamos a “Derribar y quemarse” y la meta es tirar a los otros de sus bicis. Se vale patear y golpear y frenar enfrente de los otros para arrinconarlos contra los tráileres. Nos imaginamos que el asfalto está hirviendo y que si uno de nosotros cae de su bici, se muere.

De camino a Esge hay que pasar por un cuartel. Aparte de algunos vehículos blindados que se oxidan en cobertizos con techo de lámina, está vacío. Un poco más allá hay una cantina, y antes de llegar a la fábrica de hule, un búnker en el que están almacenados instrumental hospitalario y medicamentos por si hubiera una guerra.

Frente al cuartel está la única tienda de nuestro suburbio. Casi todas las familias van a los supermercados en Wedersen, pero los viejos vienen aquí a comprar su leche, su periódico o su pan. Los niños compramos chocolates o chicles. A pesar de que mi papá trabaja en la fábrica de dulces, nunca nos trae uno solo. A nadie se le permite llevarse chocolates o galletas a su casa.

En verano las moscas caminan sobre el queso y la carne que vende el señor Klemme en su tienda. A los niños pequeños los pican las abejas y las avispas que se posan sobre las cerezas y las ciruelas. Casi siempre es el hijo del señor Klemme el que registra las compras en la caja. Su padre está en el departamento arriba de la tienda y sólo baja para buscar una nueva botella de aguardiente Stonsdorfer o grita hasta que Peter lo escucha y se la sube.

A Peter lo expulsaron de la secundaria y por las noches recorre Esge con su motoneta y luego baja hasta la ciudad. Le da lo mismo si lo sorprendemos cogiendo dinero de la caja, que luego mete a su billetera roja.

Atrás de la fábrica de dulces corre un arroyo. Sigue las vías del tren y pasa por la cantina y por el cuartel antes de desaparecer en los campos de trigo y centeno que hay atrás de Wedersen. El agua echa vapores y tiene un resplandor verde. De cuando en cuando tallamos varas, les amarramos cordeles en un extremo y atravesamos lombrices con un gancho. Las lombrices mueren pronto. A veces sueño que atrapo un pez grande y plateado. En mi sueño el río está lleno de estos peces. Son tantos que sólo necesito estirar mis brazos y agarrarlos. Ya no queda lugar para el agua, los peces son el río.

LOS ALBERS

El matrimonio Albers vive en una casa que está integrada al almacén de ingredientes. No tienen hijos, pero cercaron su pequeño jardín e instalaron un columpio y un subibaja azul con amarillo.

Por las noches a menudo trepamos por la reja y los contemplamos desde el armazón del columpio. Por una ventana en el primer piso vemos a la señora Albers a cuatro patas. Después de que su esposo saca su pito, ella inclina el torso y se mantiene en esa posición.

Algunas noches después está acostada de espaldas, con una almohada bajo el trasero. Sus piernas y pies forman un ángulo recto en el aire. El señor Albers se esfuerza y su esposa grita, de repente él se queda como congelado y echa la cabeza para atrás. La señora Albers sostiene las piernas arriba por otros quince minutos.

Nos gusta la señora Albers porque es más joven que nuestras madres, además de ser la única mujer con las uñas de los pies pintadas de rojo. Tiene largos rizos color café y no nos trata como niños pequeños cuando nos topamos con ella. No nos acaricia el cabello ni pregunta cómo va la escuela.

Una noche nos llevamos la cámara del padre de Johannes y fotografiamos las piernas y los pequeños pechos de la señora Albers. Johannes le puso el teleobjetivo y después de tomar suficientes fotos la seguimos observando a través del visor de la cámara. Revelamos las fotos en el cuarto oscuro de Johannes, pero sólo se ven algunas manchas chillonas en el papel, que por lo general salió negro.

➥ Dos relatos tomados del libro Al lado vivía una niña.