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Antonio Rivas Mercado sonríe, y la Columna de la Independencia se inaugura

La Columna de la Independencia es, sin duda, uno de esos sitios emblemáticos de la Ciudad de México. Pero para que Porfirio Díaz pudiera inaugurarla a tiempo, el 16 de septiembre de 1910, su creador superó complicaciones de todo tipo. Hoy, cuando el monumento es un testigo de las alegrías y los disgustos en el ánimo nacional, casi nadie se acuerda de las preocupaciones del arquitecto Rivas Mercado.

La Columna de la Independencia es, sin duda, uno de esos sitios emblemáticos de la Ciudad de México. Pero para que Porfirio Díaz pudiera inaugurarla a tiempo, el 16 de septiembre de 1910, su creador superó complicaciones de todo tipo. Hoy, cuando el monumento es un testigo de las alegrías y los disgustos en el ánimo nacional, casi nadie se acuerda de las preocupaciones del arquitecto Rivas Mercado.

Antonio Rivas Mercado sonríe, y la Columna de la Independencia se inaugura

Antonio Rivas Mercado sonríe, y la Columna de la Independencia se inaugura

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

El Oso Rivas Mercado suspiró con alivio. Mientras bajaba las escalinatas de su obra recién inaugurada, a la par de don Porfirio, y mientras a su alrededor corrían los fotógrafos, con sus aparatosas cámaras y sus pesados tripiés, pensó que, por fin, se terminaban las preocupaciones y los pleitos en torno a la Columna de la Independencia. Pendientes quedaban algunos, cierto. Pero el monumento había estado a tiempo para las fiestas del Centenario, con todo y los problemas originales de la cimentación. La ciudad tenía una nueva joya de la cual enorgullecerse, tan esbelta y elegante como obras similares en Alemania o en Francia.

La ceremonia inaugural había sido todo un éxito. La banda musical de la Policía había interpretado la obertura de una ópera francesa: La Tonelli, de Ambroise Thomas (quién sabe, pensó el arquitecto, si eligieron la música a sabiendas de que se trataba de una ópera cómica). Ante el presidente, Rivas Mercado, autor del proyecto, había rendido su informe y se había leído el Acta de independencia.

El discurso del subsecretario de Gobernación, don Miguel Macedo, y la poesía escrita por el señor diputado Salvador Díaz Mirón, habían dado solemnidad a la ceremonia, aunque fue larga y un tanto densa. Al día siguiente, los periódicos de la ciudad de México reprodujeron parte del trabajo de Díaz Mirón, llamado “Al buen cura”:

¡Hidalgo! No por ducho

excito el astro; que a tu noble hazaña

adeudo un himno; y en el habla lucho

por hacerlo con maña;

y concierto mi voz, que ni con mucho

parece digna de ocasión tamaña!

La parte más emocionante había sido el cierre: un coro de 600 alumnos de las escuelas primarias de la ciudad de México, y 300 orfeonistas, todos dirigidos por don Velino M. Preza, habían cantado el Himno Nacional, para cerrar con broche de oro. Muchos de los distinguidos invitados se conmovieron con aquellas vocecitas.

Las crónicas del día siguiente elogiarían la elegancia del monumento, los profundos significados de los conjuntos escultóricos, la belleza de la Victoria alada que parecía velar por la nación. A muchos les parecería adecuadísimo, en esos días en que México le mostraba al mundo que era moderno como el que más, el conjunto que regía el acceso al interior de la columna. La gente de a pie, el pueblo, solamente veía ahí a un enorme león, llevado con dulzura por un niño que bien podía ser un querubín. Pero los entendidos sabían su significado profundo: era la Fuerza, regida por el Genio, como convenía a aquellos tiempos. ¿Acaso no había dicho el presidente de la República que el país estaba listo para la democracia?

Cierto era que, a pesar de sus declaraciones de dos años antes, esas que habían causado gran revuelo, don Porfirio había mudado de parecer y sí se había presentado como candidato en los comicios presidenciales. Pero qué se le iba a hacer. En fin: México tendría otro rato de Porfirio Díaz y un nuevo monumento; las fiestas del Centenario iban de maravilla y sí, por un momento parecía que el coro de niños de escuela auguraba mejores días.

LAS TRIBULACIONES DE UN ARQUITECTO. Pero, de entre los asistentes a la ceremonia inaugural de la Columna de la Independencia, sólo un puñado sabía de las preocupaciones que había tenido el arquitecto Rivas Mercado desde que su proyecto fue elegido ganador en el concurso para la construcción del monumento conmemorativo de los cien años del inicio de la guerra de independencia. A la gente le gustaba, y las malas lenguas, que nunca faltan, opinaban que había sido muy sensato que a las autoridades no les diera por declarar ganador el proyecto que había presentado el hijo del presidente, Porfirio Díaz Ortega, “Porfirito".

Los maledicentes decían que hasta la familia del presidente reconocía en privado que la propuesta era espantosa. Y además, Porfirito ya había tenido su participación en la construcción del moderno Manicomio General, ubicado en el pueblo de Mixcoac.

Pero el Oso —apodo recibido por su estatura y corpulencia— había sido sincero con los asistentes a la ceremonia. No omitió las dificultades provocadas por el subsuelo del terreno elegido. Durante los trabajos, la obra había experimentado hundimientos, y en algún momento una falla del terreno había derrumbado parte de la obra. Pero, afortunadamente, había tiempo suficiente, y Rivas Mercado, junto con los ingenieros Gonzalo Garita y Guillermo Beltrán, lograron corregir a tiempo el problema. Garita era uno de los ingenieros más afamados del país en aquellos días, y había participado en obras como la famosa Casa Boker, el edificio de Correos, y se sabía que era el autor de los primeros estudios para la cimentación del nuevo Teatro Nacional. Su intervención en la construcción de la Columna de la Independencia permitió corregir la peligrosa inclinación que experimentó la obra en sus inicios.

Sí, hubo que recomenzar, pero el esfuerzo valió la pena, y cada uno de los 537 mil 240 pesos que había costado la nueva cimentación estaba plenamente justificado. La última piedra se había colocado el 11 de septiembre, cinco días antes de la inauguración.

Rivas Mercado miró, de lejos, el monumento. Contempló satisfecho a la Victoria Alada, brillando bajo el sol. Tenía sus detallitos, como la ausencia de coladeras en la terraza de lo alto de la columna, pero ya era muy tarde cuando se dieron cuenta, y el ingeniero Garita opinó que para instalarlas sería necesario abrir el suelo, y eso, además de ser muy costoso, retrasaría los trabajos. Un tanto incómodo, El Oso advirtió que la carencia de las coladeras no era responsabilidad suya, que estaban en su proyecto y que él las consideraba indispensables para el adecuado mantenimiento de la terraza. Pero Garita tenía razón: ya no había tiempo.

También había discutido con Garita por la necesidad de poner un parrarayos en la columna, como constaba en su proyecto original. Garita opinaba que la propia morfología del monumento hacía innecesario agregar el parrarayos. Como buenos caballeros que eran, no discutieron: intercambiaban pareceres mediante oficios enviados al vicepresidente Ramón Corral, que ya estaba un poco harto de que el señor ingeniero y el señor arquitecto no terminasen de conciliar sus asuntos pendientes.

Pero, finalmente, ahí estaba la Columna, su gran legado a la ciudad de México, y a la arquitectura nacional. Estaba tan emocionado, que solamente sonrió cuando, siete meses después de la inauguración, le avisaron que los cristales de las farolas, que había encargado a Francia, por fin habían aparecido en Veracruz. Como nadie supo darle razón de aquellos cristales, para cubrir el faltante, los mandó a hacer aquí en México. Nadie, al fin y al cabo, iba a darse cuenta.