Opinión

Así se acostumbraron los mexicanos a la modernísima bicicleta

Así se acostumbraron los mexicanos a la modernísima bicicleta

Así se acostumbraron los mexicanos a la modernísima bicicleta

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Fueron la velocidad y la ligereza los elementos que propiciaron que los mexicanos se enamoraran de las bicicletas. Al mismo tiempo que el ciclismo se consolidaba como deporte en nuestro país, los accidentes pusieron en guardia al Ayuntamiento capitalino, que, al principio tomó partido por los peatones, y ante la creciente popularidad de aquellos nuevos vehículos, creó normas para proteger a sus usuarios, porque, junto a ellos, corría el progreso.

Con sus detalles, las bicicletas de los últimos años de siglo XIX empezaron, finalmente, a ganarse a los mexicanos. Ya no era nada más un asunto de treparse al artefacto y lanzarse a pedalear. En la creciente comunidad de aficionados se hablaba de modelos, de marcas, de exhibiciones y de carreras. El Ayuntamiento veía de lejos los primeros acontecimientos: unas carreras en el lejano Tlalpan, otras en Puebla. Ya no le gustó tanto cuando los clubes de ciclistas, en vez de contentarse con las cercanías de la Alameda, se aventaron la puntada de organizar una carrera en las calles de Plateros y San Francisco, la actual Madero.

Naturalmente, el auge del ciclismo empezó a producir sus propios ídolos: de aquellas carreras muy comentadas, en Tlalpan, surgió René Sarré, y en 1894 la gente admiraba a Luis Brauer. Fue muy sonado el caso de otro campeón, Carlos Buenabad, que murió de tifo a fines de 1895. Su cortejo fúnebre cruzó la ciudad seguido de todos los clubes de ciclistas, y su fallecimiento temprano fue objeto de congoja general.

Por fin, se construyeron dos pistas para carreras de bicicletas. Una estaba en Puebla, y otra en las cercanías de la Ciudad de México, junto a la calzada de La Piedad, en terrenos cercanos a la colonia Hidalgo, que hoy conocemos como colonia Doctores. Aquella pista había costado veinticinco mil pesos, aportados por un club, el Unión de Ciclistas. Entusiasmados, corrían la pista —de 10 metros de ancho por 600 de largo, y con una tribuna con cupo para mil personas— y llegaron a organizar competencias durante la Cuaresma de 1895, sin que nadie se escandalizara ni se opusiera. A fines de ese año, corrieron en la pista de la Piedad unas nuevas bicicletas, marca Rambler, con las que se ganaron tres de cinco competencias. El hecho fue suficiente para que la remesa entera se vendiera.

CRECÍA LA AFICIÓN. Un periódico en inglés, que circulaba por aquellos días, el Mexican Herald, aseguraba que por la ciudad se movían en bicicleta “mexicanos, americanos, ingleses, franceses, españoles y un africano o dos".

El uso de la bicicleta contribuía a dar a la capital mexicana ese aire mundano, moderno y cosmopolita que formaba parte de las ambiciones porfirianas. Pequeñas cosas en la vida diaria reflejaban que la bicicleta había llegado para quedarse: los periódicos comenzaron a incluir en sus páginas secciones dedicadas al ciclismo y la actividad de los clubes y en esos mismos espacios empezó a discutirse un hecho cierto: la ciudad de México no tenía un parque adecuado para que los ciclistas pasearan con tranquilidad y sin perturbar a nadie. La Alameda era, para cuestiones de ciclismo, más bien chica, y el Ayuntamiento no quería que los ciclistas anduvieran dando vueltas en el Zócalo.

En fin, que las bicicletas y sus propietarios exigían su espacio. Empezaron a menudear en los periódicos notas y artículos que hablaban de que no todo era amorosa comprensión en ese proceso de adaptación urbana.

LOS CICLISTAS, SU RELACIÓN CON EL AYUNTAMIENTO Y EL SUEÑO DEL PROGRESO. A pesar del entusiasmo que despertó la bicicleta entre los más audaces de la capital, siempre había quejas: no fueron pocos los accidentes, generalmente choques entre ciclistas y peatones, o peor, ciclistas y carruajes. El robo de bicicletas se volvió frecuente, y el Ayuntamiento intentó evitarlos extendiendo placas de circulación: por un peso con 25 centavos —nada barato— se obtenía una de esas placas, vigente por dos meses. El recurso no evitó que se siguieran robando las bicicletas, pero ayudó a que muchas fueran recuperadas.

Los accidentes y faltas eran asuntos mucho más complicado. La prensa narró el que parece ser el primer accidente de bicicleta en 1891, cuando un ciclista encarrerado se estrelló contra un carruaje. Nadie salió lastimado, pero el caballo decidió comerse la llanta de caucho de la bicicleta.

Cuatro años después, las cosas eran distintas. A lo largo de 1895 ocurrieron muchos accidentes. El Ayuntamiento decidió que su trabajo era proteger a los peatones y anunció que ningún peatón sería considerado culpable ni responsable de daños en caso de que una bicicleta chocara contra él.

Ese mismo año se dio el primer caso de muerte en el que una bicicleta estuvo involucrada: el estadunidense John C. Hill paseaba en bicicleta cuando lo golpeó un carruaje. El cónsul en la capital mexicana, Thomas Crittenden, solicitó al Ayuntamiento dos cosas: aplicarse en la investigación para identificar al carruaje responsable, y que se emitieran leyes para proteger a los ciclistas.

Nunca se logró identificar al responsable de la muerte de John C. Hill, pero el gobernador del Distrito Federal, Pedro Rincón Gallardo decidió “relanzar” su reglamento para las bicicletas y sus usuarios.

Aquellas normas habían sido emitidas en 1892, pero en realidad nadie les hacía mucho caso: los ciclistas no debían circular a velocidades imprudentes y no podían subirse a las aceras. Aquellos que desearan aprender a andar en bicicleta tendrían que buscarse un sitio de práctica, pues se les prohibió usar las calles como pista de pruebas.

Muchas de las medidas que hace poco más de 120 años discurrió Pedro Rincón Gallardo siguen teniendo utilidad: los ciclistas debían llevar una campana o un timbre, y, por las noches, una lámpara. Tenían que circular por la derecha y rebasar por la izquierda, Tenían terminantemente prohibido quitar los pies de los pedales. Para que no quedase duda de que la autoridad ya reconocía en el ciclismo otro rasgo de modernidad, se hizo circular una prohibición: se arrestaría a todo aquel que asaltara, chiflara, insultara o intentara perturbar a los ciclistas.

¡Progreso! Esa era la palabra clave en la última década del siglo XIX, y quienes podían subirse a ese tren por medio de la bicicleta, no vacilaron en incorporarse. La prensa habló entonces de las virtudes del ciclismo en materia de salud. Se contaron historias, como la de aquel padre que invirtió la fuerte suma de 750 pesos para comprar bicicletas para sus tres hijos, convencido de que el deporte los mantendría alejados de uno de los grandes vicios del México porfiriano: el consumo de alcohol. Hubo periodistas encarrerados y contagiados de entusiasmo. Aseguraron que, al extenderse el ciclismo, la población se volvería más saludable y no sería extraño que los boticarios le cobraran ojeriza y mala fe a las bicicletas, pues sus servicios serían mucho menos requeridos.

Al año siguiente, en 1896, un periodista de Chihuahua, Silvestre Terrazas, escribió el primer libro mexicano sobre ciclismo. Tan se vendió, que Terrazas tradujo un manual de ciclismo escrito por un caballero llamado Thomas W. Eck, enriquecido por consultas con médicos. Cualquiera que deseara abrazar la causa de la bicicleta, encontró allí las nociones elementales, desde el uso del vehículo hasta los beneficios del deporte.

Tanto alboroto no podía pasar inadvertido para las mujeres, y empezaron a surgir las primeras valientes que deseaban entrar al mundo del ciclismo, con gran escándalo de las buenas conciencias, porque para moverse en bicicleta echaron mano de “pantalones bloomer: muy holgados en las rodillas, anormalmente amplios en las bolsas de pistola y considerablemente amplios en donde se enciende un cerillo”.

El debate fue grande. Estaban los que afirmaban que las mujeres que usaran aquella prenda “ensuciarían su reputación”, pues iban “casi desnudas”. Otros advirtieron que las señoritas ciclistas deberían hacerse responsables de los accidentes que, con seguridad, ocasionarían “sus provocativas vestimentas”.

Pero, escándalos aparte, ya no había camino de regreso. En la Cuaresma de 1896, se organizaron carreras y desfiles de bicicletas, y con el tiempo se volvió una actividad de la temporada de Semana Santa, tan normal como la quema de judas.

La bicicleta se había ganado, por fin, su carta de naturalización, y poco a poco dejaría su estatus de “deporte para gente con dinero” y se volvería fiel compañera de estudiantes y trabajadores de los más distintos oficios. Dejó a un lado su aire aristocrático y puso sus méritos al servicio de las clases populares.