Opinión

Atentan contra el presidente Ortiz Rubio ¡Pobre Nopalito!

Atentan contra el presidente Ortiz Rubio ¡Pobre Nopalito!

Atentan contra el presidente Ortiz Rubio ¡Pobre Nopalito!

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

La gente se moría de risa en los teatros, a finales de 1929. En ese politizadísimo mundo del teatro ligero, del género chico, a nadie se le iba una si de grilla y pleitos políticos se trataba. No había mes en que no se estrenaran zarzuelas o revistas donde se combinaba el esplendor de las más bellas tiples con el chisme del momento. Y en esas andaban los mexicanos entretenidos con las puestas en escena que se referían a los muchos aspirantes a la presidencia. A cada uno le tocaba su obrita: “Manrique presidente”, que medio intentaba meter a la grilla de alto nivel al diputado Aurelio Manrique, “Todos valen suela”, dirigida a la persona don Gilberto Valenzuela, “Cyrano de Villareal”, que promovía al general Antonio I. Villarreal, y había dos que se referían al presidente interino, don Emilio Portes Gil: “Según te portes, Gil”, y “Se acabaron los deportes”. Pero había otra, “El rubio Pascual”, que hablaba del inusitado, salido de quién sabe dónde, candidato a la presidencia de la República, don Pascual Ortiz Rubio.

Una vez más, la perra tentación; los atractivos espejismos del poder hicieron lo suyo. Don Pascual, michoacano, ingeniero de profesión, empezó su vida política cuando formó parte de aquella legislatura que encarceló el golpista Victoriano Huerta. Ya tenía, para 1929, experiencia en la grilla: de 1917 a 1920, fue gobernador de su estado, hasta que se pasó a secundar el Plan de Agua Prieta. Luego, los gobiernos de la Revolución con mayúsculas lo premiaron con títulos de embajador en Alemania y en Brasil. Ahí estaba, muy a gusto, cuando Plutarco Elías Calles se lo trajo para arrojarlo a los leones, es decir, lo convirtió en candidato a la presidencia.

En marzo de 1929, el presidente Calles “madrugó” a todos los asistentes a aquella primera convención del Partido Nacional Revolucionario. Todos creían que el bueno era Aarón Sáenz, pero se quedaron con un palmo de narices cuando se enteraron de que el presidente tiraba línea. El elegido era don Pascual. ¿¿¿¿Ortiz Burro????, preguntaron los más rudos, que ya le habían puesto el apodo a aquel muy educado ingeniero. Y con la maña que le caracterizaba, Calles envió a uno de sus grandes operadores políticos, Gonzalo N. Santos, a persuadir, por las buenas o por las malas, a todo mundo, de que el exembajador era el candidato más adecuado.

¿Adecuado para qué? Todavía alcanzaron a rezongar los más mordaces. La verdad, nadie lo conocía. Es más: lo conocían menos que al candidato opositor, José Vasconcelos, que tenía su nicho de popularidad en las clases medias. El complicado proceso electoral fue cuestionadísimo; se habló de fraude. Hasta la fecha, es todavía motivo de polémica. Pero el caso es que, casi sin saber cómo, don Pascual Ortiz Rubio se encontró con que era nada menos que presidente electo de México.

Y así, llegó el día de la toma de posesión, 5 de febrero de 1930. Todo, dijo la prensa, estaba planeado cuidadosamente: sería una jornada de fiesta y alegría. El presidente Ortiz Rubio se levantó temprano: su casa, en la colonia Condesa, estaba inundada de flores. Saldría, se reuniría con el presidente Portes Gil, y juntos se dirigirían al sur de la ciudad, a las orillas, que era donde se encontraba el Estadio Nacional. Allí se llevaría a cabo la ceremonia. Don Pascual disimulaba, pero estaba un poco nervioso: su gente pescó un rumor. Alguien intentaría atacarlo en algún momento de la jornada.

Ortiz Rubio jura ser un buen presidente. Se va a Palacio, participa de los brindis con el cuerpo diplomático y su equipo cercano. Luego, vuelve a salir, en un auto cerrado, desdeñando el vehículo abierto en que, se supone, saldría. “Ya nos falló”, dijeron después que es escuchó entre la muchedumbre que estaba en el patio, al ver en qué viajaría el presidente.

Pero, apenas sale el auto de Palacio Nacional, ocurre lo inesperado. De entre el gentío, sale un hombre que dispara sobre el auto. Gritos, carreras, pánico. Josefina, la esposa del presidente, histérica, grita “¡¡Nos mataron, agáchate!!” Ella siente algo; ve correr su propia sangre. Don Pascual no está mejor: tiene una herida en el rostro, y sangra con abundancia.

Un motociclista, con la ayuda de un cadete, alcanza a atrapar al agresor. Una vez más, como en el lejano atentado contra don Porfirio Díaz, alguien grita, “¡no lo maten!”. Mientras, se llevan a Ortiz Rubio y a sus acompañantes a que los atiendan.

“Se me extrajo la bala, que estaba cerca de la carótida”, escribió después don Pascual. El aspirante a magnicida hizo seis tiros, pero solo uno hirió al presidente; otra bala dañó a doña Josefina, y el resto de los disparos dieron en los asientos del automóvil. El vehículo cubierto le había salvado la vida a la pareja.

El culpable se llamaba Daniel Flores, y tenía 23 años. Moreno, de pelo crespo, con ojos claros. Lo interrogan: votó por Vasconcelos y cree que las elecciones “no se hicieron de manera correcta”. Nació y vive en Charcas, San Luis Potosí. Viaja a la capital a vender cortes de suela. Luego, se compra un sombrero y una pistola, con la que atacó a Ortiz Rubio. ¿Por qué? Como suele ocurrir en estos casos, Flores dijo que “no sabía”; que al ver pasar al nuevo presidente le dio algo como “una oleada de indignación” y sacó la pistola para disparar-

A Flores lo encarcelaron y lo torturaron. Trajeron a la capital a sus padres y a sus hermanos, y también los atormentaron. Cuatro años pasó en prisión. Ortiz Rubio lo quiso ver, frente a frente apenas se repuso del incidente, pero nada sacó en claro. La versión más extendida fue que, apasionado vasconcelista, el muchacho había intentado desquitar la frustración de la derrota. Pero los rumores eran muchos: que si Calles, que si Portes Gil eran los autores intelectuales del atentado. Daniel Flores amaneció muerto en su celda en abril de 1934. Se dijo que de enfermedad, de las muchas que contrajo en la cárcel. Gonzalo N. Santos anotaría en sus Memorias que había dado orden de administrarle la “ley fuga”, pero que un subordinado que hilaba más fino, solucionó el “encargo” con una inyección.

Pronto corrió el chisme de que, al ser trasladado a la Cruz Roja para recibir atención médica, el auto del presidente saltaba mucho. Entonces, el aterrado y doliente don Pascual empezó a lamentarse: “¡Qué calles! ¡Qué calles!”. Cierta o no, la historia dio para que en el teatro María Guerrero se montara una obra, pícara y de título muy majadero, que jugaba con el incidente, la mano de Plutarco Elías en el resultado electoral y el desdichado ataque que le había destrozado los nervios al presidente Ortiz Rubio.

De ahí en adelante, nada sería especialmente bueno para aquel pobre hombre, al que habían arrojado sin consideraciones al foso de cocodrilos que era la política mexicana de 1929 y 1930. ¡Pobre Nopalito! Solamente aguantó dos años haciendo como que era presidente. Luego, mejor renunció y se fue para su casa.

Definitivamente, en aquellos primeros días de su mandato, nadie respetaba a don Pascual, y esa sería la tónica de su breve presidencia. Algún maldoso inventó el término “apascualado”, por decir “atarantado” o algo peor. Se metió en algunos líos memorables, como aquel desatado por su secretario de Educación, cuando quiso poner a Quetzalcóatl a competir con santa Claus. Reconoció, abiertamente, el peso de Calles por encima de su investidura. A veces, cuando alguno de sus colaboradores le consultaba algo, respondía: “¿Ya lo consultó con el general Calles?”

La perversa cereza del pastel fue un epigrama que, pleno de mala fe, escribió el entonces joven Salvador Novo:

Logre la bala asnicida

(no por perdida ganada

ni por ganada perdida)

debilitar la quijada

para atenuar la mordida.

Pobre, pobre de don Pascual.