Opinión

Cambiar la vida de las personas

El perjuicio económico de la COVID-19 ha recaído en pequeñas empresas y en servicios como tintorerías, restaurantes, proveedores de entretenimiento y en todo tipo de venta en la calle de personas que viven al día. Esos actores no tienen capital suficiente para sobrevivir un golpe de ese tamaño.

Cambiar la vida de las personas

Cambiar la vida de las personas

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Ricardo Espinoza Toledo*

El año 2020 marcó un nuevo derrotero en el mundo. La crisis sanitaria ha sido devastadora. Sus consecuencias económicas han empeorado la situación. La interacción social se alteró. Por todos lados, la pandemia dejó más enfermos, muchos muertos y grupos sociales más desiguales. En México, una transformación social profunda se venía produciendo desde antes de la crisis sanitaria. Con mayoría de su población en condiciones de pobreza de mucho tiempo atrás, fenómenos como la corrupción y la delincuencia desbordadas hicieron inviable un programa de gobierno atado al fundamentalismo del libre mercado. La expresión política, legal y pacífica, del descontento social fue el resultado de las elecciones de 2018.

Hasta entonces, las élites tecnocráticas gobernantes se sentían la punta de lanza que jalaría al resto de la sociedad rumbo al bienestar. Si ellos, en lo individual, habían logrado destacar y hacerse del poder, los otros podrían hacer el mismo esfuerzo. Con ese individualismo hipertrofiado no podían ver al sesenta por ciento de la población excluido de las oportunidades, el que padece dificultades materiales agudas y que habita a lo largo y ancho del país. Ignoradas y despreciadas por los tecnócratas, esa disparidad fue ganando espacio para hacer escuchar su voz en los procesos electorales. Agobiada por la violencia, criminal y política, la sociedad mexicana optó por cursos de acción pacíficos, hasta llegar a conquistar el espacio electoral.

En ese ámbito, lo más relevante no resulta ser el triunfo de los candidatos presidenciales panistas, Fox y Calderón (2000-2006 y 2006-2012, respectivamente), o del priista Peña Nieto (2012-2018), sino la integración del Congreso. Ninguno de ellos tuvo el respaldo ciudadano que le diera mayoría propia en ninguna de las Cámaras del Congreso, en ninguna de las elecciones. Esos presidentes y obsecuentes creían que se trataba de un desvarío que debían corregir artificialmente, sometiendo a la mayoría adversa del Congreso. Su lectura era contraria a lo que los ciudadanos decidían.

Esa mayoría de legisladores, por su lado, tampoco comprendió porqué habían llegado a ese órgano de representación como opositores al presidente de la República y su partido. Así, unos y otros desvirtuaron el mandato político. La inconsecuencia desembocó en un Pacto, en diciembre de 2012, que no solo no corrigió el extravío individualista del liberalismo tecnocrático, sino que lo llevó al extremo con las reformas privatizadoras.

Apalancados en la corrupción, pudieron registrar en la Constitución el fundamento de la polarización económica y social y acabar de enterrar las virtudes cívicas. La desigualdad económica extrema es en la práctica incompatible con la igualdad de oportunidades en la vida. Y la concentración extrema de riqueza dio como resultado una aguda desigualdad de poder. La tecnocracia y socios lograron, entonces, concentrar el poder y la riqueza.

Este fenómeno, que algunos autores califican como fracaso, es más insultante porque los dos tipos de poder se asociaron, abriendo una “puerta giratoria” entre el servicio público y los lucrativos puestos del sector privado que permitió la captura de los entes reguladores o autónomos, como se les conoce en México.

La tecnocracia gobernante estuvo muy seducida por el poder privado, al punto de poner a su disposición los recursos de la Nación y el poder público. Esa fijación unilateral fue en detrimento directo del trabajo, de la transparencia, de las oportunidades y de los derechos, sociales y civiles. Todo quedó subordinado a los intereses de grupos privados y de sus socios políticos.

En el proceso de desandar ese camino, llegó la pandemia. El perjuicio económico de la COVID-19 ha recaído en pequeñas empresas y en servicios como tintorerías, restaurantes, proveedores de entretenimiento y en todo tipo de venta en la calle de personas que viven al día. Esos actores no tienen capital suficiente para sobrevivir un golpe de ese tamaño. Los programas estatales, a su vez, no son suficientes para mantenerlos a flote, sin omitir los problemas que enfrentaban antes a la pandemia. Asistimos, así, a una reestructuración económica acelerada por la pandemia que reforzará todavía más el poder de mercado de las grandes corporaciones. La reestructuración del Estado para asegurar el bienestar de las mayorías es justificado y urgente para corregir esa distorsión.

Los actores políticos de oposición han estado, no obstante, en otra dimensión, pues tampoco distinguen los cambios impuestos por la pandemia. Siguen mirando el presente desde sus intereses muy particulares. Su comportamiento político los muestra atados a la idea de recuperar posiciones de poder, cueste lo que cueste, desprovistos de compromisos de mejoramiento.

Desfigurados como quedaron luego de las elecciones de 2018, la pandemia los ha confundido aún más. Los promotores y sostenedores del Pacto de 2012, el Pacto por México, integraron un bloque para las elecciones de junio. Los partidos derrotados en 2018, PRI, PAN y PRD, renovaron su acuerdo de unidad, aquel de 2012, esta vez con fines electorales, con candidatos de ocasión y sin propuestas alternativas. Anclados en el pasado, no están intentando mejores cosas.

Por otro lado, cuando el gobierno de Andrés Manuel López Obrador pone el acento en el deseo legítimo de diversos grupos sociales por el reconocimiento de sus complejas identidades, se observa cómo aquellos que pertenecían a minorías seguras ahora se sienten cada vez más inseguros y amenazados. El desprecio de las élites tecnocráticas a la mayoría de la sociedad carente de oportunidades aumentó los agravios. Por ello, en un país tan desigual como México, solo plantearse como programa la consecución de la justicia social, como lo teorizara el liberal John Rawls, suena verdaderamente revolucionario.

Finalmente, no se busca que el Estado dirija la economía en todas las áreas. No es posible ni deseable. La alternativa es, al tiempo de mantener los procesos basados en el mercado, garantizar que las empresas tengan una responsabilidad para con la sociedad en su conjunto, como lo establece el artículo 27 de la Constitución. El compromiso tiene que seguir siendo proteger la salud, garantizar la seguridad y promover el trabajo, la educación y la igualdad para cambiar la vida de las personas.

*Profesor-investigador del Departamento de Sociología de la Unidad Iztapalapa de la Universidad Autónoma Metropolitana