Opinión

Comunistas en la Casa Blanca

Comunistas en la Casa Blanca

Comunistas en la Casa Blanca

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Incurriría en grave inadvertencia, real omisión de lesa patria, si en su encuentro del próximo miércoles con Donald Trump el Presidente López Obrador soslayase plantearle la inconveniencia de proseguir la guerra contra las drogas.

Por vergonzosa que tal petición pueda resultar para el gobernante de un país soberano, es ya ineludible reconocer que, en los hechos, dicha estrategia bélica, que tiene a nuestro país hundido en un baño de sangre, constituye una imposición del gobierno de los Estados Unidos.

Y admitir también que el abandono de la guerra, sin resentir consecuencias económicas, políticas o militares, para explorar modalidades más eficientes y menos cruentas ante el fenómeno de las drogas, requiere de la aprobación de la potencia hemisférica.

En un entorno de violencia atroz como el que los mexicanos hemos presenciado en las últimas semanas, la reunión de nuestro Jefe de Estado con Trump impone la necesidad de abordar este asunto con carácter prioritario, por encima aun del T-MEC propiciatorio de la junta.

Obliga a diseccionarlo y analizarlo desde los más altos niveles de gobierno, lejos de los anodinos y recurrentes lugares comunes de corresponsabilidad, freno al tráfico de armas, abatimiento del consumo, estrangulación financiera a capos y otras frases tan floridas como trilladas y huecas, útiles sólo para llenar comunicados conjuntos.

Es patente, a estas alturas de la historia, que por la razón que sea –desde la convicción personal hasta las presiones de Washington-- la legalización de las drogas, única fórmula eficaz para eliminar el tráfico ilícito y reducir la violencia, no ha estado en el interés de López Obrador ni de su partido.

Tampoco parece estar en el prontuario de temas inaplazables de la oposición, cuya comprensión del problema da la impresión de agotarse en la mofa de la estrategia de abrazos, no balazos, y en el escalofriante simplismo de plomo y más plomo a la delincuencia.

Los mexicanos debemos decir ¡ya basta! ante actitud tan pusilánime de nuestro Presidente en este terreno específico. Y ante la ignorancia o conveniencia de la oposición, cuya postura empata con la de fiscales, jueces, policías, ministerios públicos, gobernadores, alcaldes, políticos, empresarios que defienden la ilegalidad de los estupefacientes porque se benefician de la misma.

Menudean pruebas del poderío y la impunidad del narco y señales de que la violencia derivada del tráfico de substancias ilícitas, aderezada ahora con diversas expresiones de criminalidad, ha entrado en una etapa de recrudecimiento.

Elocuentes indicios de ello son, entre muchos, la masacre de 26 personas en Irapuato, los asesinatos, amenazas y desafíos de El Marro; los video-amagos y el atentado del CJNG contra Omar García Harfuch, la configuración de un genuino cartel de togados, los asesinatos de jueces, alcaldes y legisladores, y meses atrás, la espectacular pero frustrada captura de Ovidio, vástago del Chapo Joaquín Guzmán Loera.

El ataque, en plena capital de la República, de tres decenas de sicarios al secretario de Seguridad local, induce a pensar en los motivos por los cuales Miguel Ángel Mancera –a quien sólo sus amigos consideraron presidenciable— sostenía, contra toda evidencia, que la CDMX era territorio libre de narcos.

Desde su declaratoria por Richard Nixon, en 1973, la guerra contra las drogas --librada en todo el mundo menos en Estados Unidos—ha dejado, sin exageración alguna, millones de muertos.

En México, los homicidios superan los 400 mil, calculados a partir del 11 de diciembre de 2006, cuando, vestido de traje de campaña y ¡con Genaro García Luna como mariscal de campo!, Felipe Calderón decidió acatar a pie juntillas los dictados del Pentágono.

Si su compromiso de pacificación es genuino, dentro de tan solo cuatro días el Jefe del Ejecutivo estará ante la posibilidad de al menos tomarle el pulso al Tío Sam sobre el fin de la guerra antinarco, con miras a transitar hacia un escenario más civilizado y menos sangriento del que hemos recorrido con espanto.

La invitación de Trump al tabasqueño, puesta en duda únicamente por politiquería --es el caso de Silvano Aureoles, gobernador del principal estado expulsor de migrantes--, demuestra que ni el duro republicano reconoce en su inminente huésped al comunista irredento que sí identifican en él algunos de sus adversarios.

Menos perspicaz que ciertos comunicadores, en modo alguno el gringo sospecha que debajo de la gruesa capa de escamas óseas del Pejelagarto se esconde un tirano, enemigo de la iniciativa privada, potencial confiscador de empresas y proscriptor de las libertades civiles, en especial la de expresión.

Qué bueno que así sea. De cara a las elecciones del 3 de noviembre y sin bien republicanos y demócratas son sapos del mismo pozo, cabe esperar que un eventual triunfo demócrata no modifique la percepción de la Casa Blanca respecto a la cabeza de nuestro gobierno.

La reunión del día 8, asimismo, puede ser oportunidad para que el visitante intente una jugada global o al menos hemisférica, o en última instancia a favor sólo de nuestro país:

Tratar de convencer a Trump de que, vistos los estragos económicos por la pandemia, emprenda un nuevo trato, un remasterizado New Deal hacia América Latina, similar al que en los 30 del siglo pasado desplegó su admirado Franklin Delano Roosevelt.

Por desmesurado que parezca y si hasta el inglés Boris Johnson –“que quede claro: no soy comunista” -- ya aplica un programa de cuantiosa ayuda estatal a ciudadanos y empresas, Trump bien puede impulsar un New Deal interno y externo, inspirador de regímenes progresistas como fueron los de Lázaro Cárdenas y otros más en América Latina.

El ocupante del Salón Oval ya tiene el programa denominado América Crece, que acumula 3 billones de dólares para impulsar la recuperación doméstica y financiar ayuda a los sectores privados del subcontinente.

Emular a Roosevelt --o en cierta forma a Kennedy con su Alianza para el Progreso--, quien como sabe el de Macuspana soñaba con lograr por la vía pacífica lo que las revoluciones conseguían con las armas, podría permitirle a Trump liderar una nueva política exterior capaz evitar la crisis regional resultado de la Covid-19 e impulsar la transformación de las caducas estructuras de nuestra región.

Le permitiría, además, olvidarse con decoro del inviable e insultante muro, que por otra parte semeja apenas una ridícula valla. Porque, para muro, la famosa fortificación china o el muro de Nínive, que hace ya casi cuatro mil años tenía 24 metros de alto y diez de ancho.

Se antoja absurdo y cuesta arriba que un nuevo trato pudiese ser abanderado por quien no sólo es líder del poderoso imperio capitalista y para mayor dificultad no un demócrata, sino un republicano, con una diferencia en el tiempo de casi nueve décadas. La coyuntura, sin embargo, es propicia para intentarlo.

No andaría tan desencaminado López Obrador, si intensase inducir a su anfitrión por tal sendero. Así sea --a lo Johnson— previo conjuro de que ninguno de los dos coquetea con la doctrina de Marx.

aureramos@cronica.com.mx