Opinión

Corresponsal especial: la cárcel de Belem por dentro

Corresponsal especial: la cárcel de Belem por dentro

Corresponsal especial: la cárcel de Belem por dentro

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy
TEXTO INTRODUCTORIO

Los mexicanos del siglo XIX detestaban y temían al enorme presidio que, lejos de ser lo que el sueño liberal planeó, un espacio para que los culpables de faltas diversas se enmendaran y reencontraran el camino de los ciudadanos honrados y útiles a la patria, se había deteriorado a grado tal, que, la policía de la ciudad de México, los jueces y hasta los primeros criminólogos la calificaban sin tapujos, como una “escuela del crimen”. Pero una cosa era que los involucrados en los procesos penales contaran tres palabras acerca de lo que ocurría ahí, y otra muy distinta que una pluma atrevida, curtida en los horrores de la represión militar, se atreviese a revelar, en un periódico opositor, algunas de las historias estremecedoras que todos sospechaban pero que nadie se atrevía a contar en voz alta.

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Con maña, con trampa y con algunas gotas de mala fe, el ex teniente Heriberto Frías, que había encontrado su destino en la literatura y en el periodismo, fue a dar con sus huesos a la horrenda cárcel de Belem. Corría marzo de 1895, y mucha tinta había corrido desde aquellos días oscuros en que el ejército lo procesó, acusado de ser la pluma embozada que, dos años antes, había escandalizado a la capital e irritado al gobierno porfiriano con sus crónicas de la dura campaña de Chihuahua, que había cerrado con el exterminio de todos los habitantes varones del pueblo de Tomóchic.

Era cierto que Frías se había escapado por los pelos de la prisión, y muy probablemente, del paredón de fusilamiento, a causa del escándalo de sus escritos de1893. Lo soltaron porque el azar y la audacia de algunos escamotearon a las autoridades su correspondencia con el director del periódico en cuestión, Joaquín Clausell, y manos amigas entraron a las instalaciones clausuradas de El Demócrata, que así se llamaba la publicación, y sustrajeron los textos originales de la crónica del horror de Tomóchic, que, contaron después algunos, estaban escritos por Frías nada menos que en hojas membretadas del Noveno Batallón, al que pertenecía.

Perdió Frías, eso sí, el grado, se le expulsó del ejército y perdió los sesenta pesos mensuales que percibía como salario. Hasta eso, había salido razonablemente bien librado, porque los integrantes de la redacción del Demócrata habían ido a dar a la cárcel de Belem, y estaban sujetos a proceso. En un golpe de suerte que pareció casi ridículo, Clausell logró escapar durante un traslado, y, a la larga, conseguiría la amnistía que le permitió volver a México. El resto de los periodistas enjuiciados, Francisco R. Blanco, Querido Moheno, José Ferrel, Antonio Rivera y Jesús Huelgas y Campos, a la larga, libraron el temporal.

Se acababa el otoño de 1894 cuando Uno de aquellos hombres, José Ferrel, anunció el regreso de El Demócrata, bajo su dirección. Se anunció para el primer día de octubre de 1894, pero apareció hasta los primeros días de 1895. Refugiado en Estados Unidos, en Nueva Jersey, Clausell le escribió a Ferrer, felicitándolo por la resurrección del periódico. “Haga del periódico no una empresa pecuniaria, sino una empresa política”. Esa frase equivalía a aconsejar que el periódico resurgiera con la misma fiera combatividad antiporfirista que había tenido. José Ferrel, hay que decirlo, no decepcionó a Clausell.

BELEM: UN PERIODISTA SALE, OTRO INGRESA

Cuando El Demócrata empezó a circular nuevamente, en las primeras semanas de 1895, Heriberto Frías ya estaba integrado a la redacción, y el resto del personal estaba prácticamente recién salido de Belem, estadía que debían al escándalo de Tomóchic. El periódico, que pregonaba como declaración de principios que “todos los avances de la civilización debían llegar a la sociedad en su conjunto, sin que nadie quedara al margen de las ventajas que el siglo ofrece”, advertía que todo aquel que favoreciera la desigualdad sería objeto de sus denuncias y de sus publicaciones.

Así nació una fiera campaña, que tuvo eco en otros periódicos y enfocada a denunciar las terribles condiciones en que vivían los reos de la cárcel de Belem. No había semana en que, al menos, se publicada una nota hablando de los horrores de aquella prisión: comida inmunda, insalubridad completa, el maltrato a los presos y el confinamiento como castigo recurrente fueron temas que causaron escándalo y enfurecieron a las autoridades encargadas del penal.

El objetivo de la virulenta campaña era el doctor Salinas y Carbó, Regidor de Cárceles, y presidente de la Junta de Vigilancia de Cárceles. Es cierto que otros periódicos se sumaron al golpeteo contra el funcionario, pero a nadie le quedaba dudas que era el Demócrata, con José Ferrel a la cabeza, el líder del asunto y el que con mayor rudeza denunciaba lo que ocurría muros adentro del presidio.

En uno de esos actos audaces de aquellos primeros reporteros, El Demócrata exhibió los conflictos internos de las autoridades carcelarias, y publicó la respuesta que el Alcaide de la Cárcel de Belem, coronel Simeón Santaella, hizo al informe que, presionado por el escándalo, Salinas y Carbó había presentado ante la Secretaría de Justicia. Santaella, enojado porque el informe de Salinas lo dejaba en pésima posición y literalmente le arrojaba la bolita de todo cuanto de malo ocurría en Belem, declaró a la Secretaría de Justicia que el señor Regidor de Cárceles se desafanaba de sus responsabilidades, arriesgándolo en su integridad y en su fama pública.

A partir de ahí, Salinas Carbó consideró a los integrantes de la redacción de El Demócrata como sus enemigos personales, y desde luego, presionó a Santaella para que renunciara. Y así ocurrió, a pesar de las muchas voces que defendían al funcionario. Incluso, hubo cartas de los presos de Belem, favoreciendo al alcaide. En respuesta, el periódico de Ferrel arreció los golpes, y llegó a afirmar que Salinas y Carbó era el culpable de todo lo malo que ocurría en la prisión. El contraataque fue una demanda por difamación que llevó a José Ferrel a Belem, el 27 de marzo de 1895.

Al día siguiente, en un acto audaz y algo tramposo, de esos que solamente se le podían ocurrir a un periodista opositor, el Demócrata publicó un texto donde explicaba que, estando enfermo el director del periódico, había quedado a cargo y como responsable don Heriberto Frías. Si a alguien había que meter a la cárcel, afirmaba la redacción, no era a José Ferrel. Se trataba de una maniobra para sacar al director de la prisión.

El 29 de marzo de 1895, Heriberto Frías se presentó ante el juzgado al medio día, y al día siguiente, el Juez 2º. de lo Correccional dictó el auto de formal prisión contra el periodista, dejando a Ferrel en libertad. En principio, Salinas y Carbó estaba satisfecho: tenía en la cárcel al culpable de su descrédito.

Si hubiera adivinado de qué se trataba la trampa que le tendieron aquellos periodistas, no habría estado tan contento.

LOS HORRORES DE BELEM

El 3 de abril de 1895, El Demócrata inició una serie de publicaciones que llamaron la atención de inmediato: se titularon, las primeras cinco partes, “Desde Belem”, y eran una especie de narración general del mal estado de la célebre cárcel, creada por los liberales de la Reforma en 1863, con la esperanza de enterrar los malos recuerdos de la temible Acordada y construir un verdadero centro de regeneración para los delincuentes.

Treinta y dos años después, era un secreto a voces que Belem era una sucursal del infierno en la tierra. Mucho se murmuraba y se chismeaba; aquellos detenidos por una falta baladí podían quedarse mucho tiempo o salir, al cabo de una temporada, convertidos en consumados criminales. Eso se decía en todos los niveles de la sociedad, y los abogados y los primeros criminólogos también lo sabían, y se empleaba, para describir al penal, la expresión “escuela del crimen”.

Del 3 de abril hasta el 15 de junio de 1895, El Demócrata publicó los quince textos escritos por Heriberto Frías dentro de la prisión. A partir de la décima entrega, aquellas crónicas se llamaron “Realidades de la cárcel”, y seguramente hicieron rabiar hasta lo indecible a Salinas y Carbó, quien, seguramente, se arrepintió de haber permitido aquel sospechoso “canje” de presos.

“Allá van, señor Director, estos apuntes que encierran lo más notable de lo que en esta cárcel, a donde mi mala estrella y el encono del celebérrimo Salinas me arrojaron… diré toda la verdad; pero no toda la verdad, porque háceme entrado por todos los poros de mi cuerpo un friecillo que me hace tiritar y que no tengo empacho en calificar de prudencia, que bien pudiera rayar en el terror”. Con mucha mala fe, de esa heredada de generaciones de periodistas acostumbrados a decirle sus frescas al poder, la redacción coloca el malévolo crédito: “Desde Belem, de nuestro corresponsal especial en la cárcel”.

Y así se lanza Heriberto Frías a contar historias de horror: ve a dos hombres miserables, vestidos con harapos, jugando a los dados los escasos centavos que poseen. Uno gana, otro pierde, y ya se sabe; vienen las palabras fuertes, los insultos. Y entonces, “sacaron sus magnas charrascas y se arremetieron recíprocamente ante la respetuosa admiración de un círculo de curiosos. Mas sucedió que en lo más álgido del combate llegó el presidente mayor, algo como un Salinas en miniatura del patio y ... ¡zas! esgrimió con tal arte su palo, que hubo sangre de por medio. Capturados los adalides, se negaron a entregar las armas ofensivas; pero fueron encontradas en el común”. ¿Cómo era que poseían dinero, cómo era que tenían mortíferas navajas? Silencio, encogimiento de hombros, nadie sabe.

Pero ocurren cosas peores. Entre los mendigos y los vagos que llegan un sábado, llega un chiquitín de cinco o seis años. ¡Pobrecillo!, se indigna Frías, y más cuando se entera del motivo. El niño no es un leperito; es rubio, “vestido elegantemente con un trajecito azul obscuro de marinero, y medias blancas. Venía el infeliz pálido y azorado, contemplando los rostros curiosos de los presos y las lobregueces de la cárcel. ¿Qué crimen pudo cometer aquella criatura?”

El pobre pequeño, se entera el periodista, se atrevió a jugar canicas en la Alameda, y un gendarme, acaso demasiado celoso de su deber, se lleva al criminal ante el señor Carrillo, Inspector de la 6a. Demarcación; donde durmió y al día siguiente ¡a Belém!

No es solo el horror interno lo que denuncia Frías: le restriega en la cara a las buenas conciencias porfirianas un sistema ineficaz y ridículo. El pequeño pudo haberse quedado en la cárcel de no ser porque el Secretario de Gobierno intervino, desechó la ridícula averiguación, y envió al pequeño a su casa, para ser entregado a su familia. Pero Frías no perdona:

“Así es como la policía cumple siempre. ¿Un niño jugando a las canicas? Pues a la cárcel con él. ¿Rateros jugando la camisa a los dados en medio de la calle? ¡Bah! ¿Quién se fija en eso?”

Acaso inspirado por la fuerza de Zola, Frías habla con brutalidad, de la vida cotidiana en Belem: ahí están los castigados tres días sin comer, de los presos a los que no les toca rancho un día, pero sí les llevan una banda de música para que les endulce el oído. En un domingo, más de cien presos de quedan sin comer.

Y siguen las historias: Antonio Andrade tiene 19 años, es ayudante de cochero. Bien parecido, las “damas de la noche” se disputan su cariño. Otro gendarme se lo lleva preso por parecerle sospechoso. Lo dejan tres días sin comer y al cuarto le dan un tazón del agua asquerosa que pomposamente llaman “caldo”. El muchacho cae enfermo, igual que Mucio Tenorio, un anciano de sesenta años -que en 1895 era tener muchos años- al que llevan a Belem por ejercer la mendicidad, que es delito. No ha probado bocado y así lo mantienen, hasta que se les muere entre las manos, de pura inanición.

Es el hacinamiento –“En un petate se amontonan cuatro hombres”, es la violencia a flor de piel lo que hace el día a día en Belem: se agarran a puñaladas dos hombres, en los talleres. Uno queda herido de gravedad. ¿La causa? Los amores de “La Cubana” apodo del joven, objeto del enfrentamiento.

Otra historia azora al respetable público: dos presos, víctimas de la sed brutal del alcohol, resuelven beberse el barniz. Algo es algo. Pero no tienen limones, con los que los esclavos de la bebida “separan” el contenido alcohólico. ¡Total, cómo va!, y los personajes, “…los muy …Pérez”, los llama Frías, se empina, cada quién, su botella de barniz. En el delirio, con la muerte sentada en las barrigas, el par de estúpidos viciosos son llevados a toda prisa al Hospital Juárez.

¿Qué se perdió un niño y lo halló la policía? Llévenlo a Belem. Seguramente, acota Frías, al cuidado de las reclusas se hará un hombre de bien, como tantos muchachitos que ahí sobreviven.

De eso hay mucho que contar, y Frías lo sabe. Las llama “Infamias precoces”, y así cuenta un horror más: “En el departamento llamado de Pericos. Todos esos muchachos llamados Pericos están ya profundamente gastados y prostituidos, y el que aún llega con algo de dignidad, aquí la pierde o se la hacen perder. Víctor Alemán, niño de 12 a 13 años de edad, fue seducido (?) por otros de mayor edad y el infeliz, fue violado infamemente por cinco muchachos”. Los detalles son tremendos: lo drogaron con un cigarro de marihuana, le ofrecieron una peseta y un piloncillo.

Y así sigue el periodista: las epidemias de tifo, las navajas en abundancia, la insalubridad de la sección de mujeres: el infierno está en la ciudad de México, y se llama Belem.