Opinión

Cuba: La obra del siglo

Cuba: La obra del siglo

Cuba: La obra del siglo

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

En medio de la tercera ola de la pandemia y de los Juegos Olímpicos, la rebelión de la sociedad cubana que estalló hace un par de semanas perdió por un momento la atención internacional. Lo que parecía un estallido irreversible permanece, por ahora, bajo control.

Visité por última vez La Habana a finales de 2015. Rescato de aquel viaje las notas que escribí a propósito de un documental dramatizado sorprendente y conmovedor. Se titula: “Cuba, la obra del siglo”, del director Carlos Machado Quintela. Formaba parte del Festival Internacional de Cine de la Habana en lo que me pareció un gesto alentador de apertura y tolerancia dada la naturaleza crítica de la obra. Aquí mis notas:

Cuba tiene su Cómala, una ciudad en ruinas habitada por fantasmas, un desvencijado monumento a la utopía revolucionaria y a la alianza cubano-soviética, el corazón de esta tiniebla urbana y tropical plagada de mosquitos se llama Ciudad Nuclear y está localizada en el distrito de Juraguá, cerca de Cienfuegos.

La historia fallida de la Ciudad Nuclear cubana es un resumen perturbador del cruel movimiento de las piezas del tablero internacional en los días postreros de la Guerra Fría. La ciudad, hoy en ruinas pero aún habitada, es una alegoría que mide el tamaño colosal de la caída del sueño revolucionario cubano. La isla entera, como la Ciudad Nuclear, quedarían a la deriva tras el colapso de la Unión Soviética en 1989, lo que siguió fue la hecatombe.

En 1976 comenzó la construcción de la planta nuclear que habría de llevar energía eléctrica a la isla en la etapa dorada de su desarrollo, cien mil millones de dólares invertidos en tres lustros y una generación entera del mejor talento cubano de ingenieros y científicos formados en la URSS. A ocho kilómetros del gran coloso de concreto y acero, con una cúpula pantagruélica al centro que hoy luce en ruinas como un atlante maltrecho, se construyó una ciudad a partir de 1982 con todos sus servicios: 15 mil personas llegaron a vivir en “la ciudad del futuro”. Ahí convivían científicos rusos, cubanos y sus familias, ahora quedan unos cientos, tal vez menos. Habitan las ruinas.

En el verano de 1989 una enorme embarcación rusa tocó puerto cubano: transportaba el corazón de la planta nuclear, un gigantesco cilindro de acero donde habría de cumplirse la fusión nuclear, sólo faltaba armarlo y alimentarlo de uranio para arrancar operaciones. Un reportaje de la televisión cubana documentó el desembarco con el entusiasmo de quien ve llegar a un mesías. Le llamaron “La obra del siglo”. Estaban contra el reloj: en noviembre de aquel año cayó el muro de Berlín y lo que siguió fue el colapso.

En 1992 el gobierno cubano terminó por aceptar que aquello era insalvable, y le dio carpetazo para siempre a sus aspiraciones nucleares, pero la gente seguía viviendo ahí, y lo siguió haciendo más de veinte años después. Los que se quedaron pasaron de ser la vanguardia de la revolución a ser los espectrales habitantes de la periferia más exótica del paisaje cubano post soviético, un Chernóbil social: los niveles de pobreza de sus habitantes están por debajo de la línea de la pobreza cubana, y eso es mucho decir.

Si Cuba haya su Comala en la Ciudad Nuclear tiene también a su Juan Rulfo en el joven cineasta Carlos Machado. Su segundo largometraje da cuenta de esta historia tan sorprendente como conmovedora. Vine a la Ciudad Nuclear, porque me dijeron que aquí vivía una parte profunda de mi historia, una herida abierta que no puede cicatrizar. Esta película pertenece a la historia universal de la tristeza.

En la parte documental de la película vemos a color los reportajes festivos de la televisión cubana que presenta diversos aspectos del proyecto: jóvenes atléticos nadando en la enorme piscina de la Ciudad Nuclear, niños en las escuelas, enormes edificios de quince pisos habitados por obreros e ingenieros como símbolo de la igualdad revolucionaria, miles de trabajadores construyendo el futuro y entrevistados como testigos del triunfo de la dictadura del proletariado: la felicidad que estaba a la vuelta de la esquina, la felicidad que no llegó.

Vemos también en el documental al primer y único astronauta cubano pronunciado con voz guajira “hasta la victoria siempre” desde una nave espacial soviética. Y una pantalla en negro, una pantalla abrumadoramente oscura con la voz en off del comandante Castro diciendo con la voz quebrada: “se derrumbó el campo socialista, tenemos que aceptarlo, se derrumbó por completo”.

En la parte ficcional de la cinta, asistimos en blanco y negro a la historia de tres generaciones cubanas que se dan cita bajo un mismo techo de la Ciudad de Nuclear: el abuelo con demencia senil que formó parte del primer impulso revolucionario; el padre ingeniero formado en la Unión Soviética a lo largo de siete años de privaciones y esfuerzos colosales; y el nieto, un joven de casi treinta años tapizado de tatuajes e intoxicado de ron barato y regetón. Tres figuras masculinas, tres soledades, tres derrotas, conviviendo en el espacio mínimo de un departamento en la décima planta de un edificio con el elevador descompuesto.

Si la película me conmovió, no me conmovió menos el silencio de los asistentes a la función en el Cine La Rampa al finalizar la película. La cinta les tocó una fibra profunda. La Cuba que duele, la Cuba que, pese a todo, sobrevive, una lección de la historia no menos que una lección humana.