Cultura

Cuentos completos 2, de Rubem Fonseca

Fragmento del libro Cuentos completos 2 (Tusquets), © 1992, Rubem Fonseca. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Fragmento del libro Cuentos completos 2 (Tusquets), © 1992, Rubem Fonseca. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Cuentos completos 2, de Rubem Fonseca

Cuentos completos 2, de Rubem Fonseca

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy
El arte de andar por las callesde Rio de Janeiro

En una palabra, la desmoralización era general.

Clero, nobleza y pueblo estaban todos pervertidos.

Joaquim Manuel de Macedo,

Um passeio pela cidade de Rio de Janeiro

(1862-1863)

(Fragmento)

Augusto, el andariego, cuyo nombre verdadero es Epifânio, vive en un segundo piso, sobre una tienda de sombreros femeninos, en la calle Sete de Setembro, en el centro de la ciudad, y anda por las calles el día entero y parte de la noche. Cree que al caminar piensa mejor, encuentra solución para los problemas: solvitur ambulando, les dice a sus botones.

Cuando trabajaba en la compañía de aguas y alcantarillado pensó en abandonarlo todo para vivir de la escritura. Pero João, un amigo que había publicado un libro de poesía y otro de cuentos y estaba escribiendo una novela de seiscientas páginas, le dijo que el verdadero escritor no debería vivir de lo que escribe, que era obsceno, que no se podía servir al arte y a Mammon al mismo tiempo, y que por lo tanto era mejor que Epifânio se ganara el pan de cada día en la compañía de aguas y alcantarillas y que escribiese por la noche. Su amigo estaba casado con una mujer que sufría de los riñones, era padre de un hijo asmático y hospedero de una suegra débil mental, y aun así cumplía con sus obligaciones para con la literatura. Augusto volvía a casa y no lograba librarse de los problemas de la compañía de aguas y alcantarillado; una ciudad grande gasta mucha agua y produce mucho excremento. João decía que había un precio que pagar por el ideal artístico: pobreza, embriaguez, locura, escarnio de los idiotas, agresión de los envidiosos, incomprensión de los amigos, soledad, fracaso. Y probó que tenía razón muriendo de una enfermedad causada por el cansancio y la tristeza, antes de terminar su novela de seiscientas páginas, que la viuda tiró a la basura junto con otros papeles viejos. El fracaso de João no acabó con el tesón de Epifânio. Cuando ganó un premio en una de las muchas loterías de la ciudad, renunció a la compañía de aguas y alcantarillado para dedicarse al trabajo de escribir, y adoptó el nombre de Augusto.

Ahora es un escritor y un andariego. Así, cuando no está escribiendo —o enseñándoles a leer a las putas— camina por las calles. Día y noche anda por las calles de Rio de Janeiro.

Exactamente a las tres de la madrugada, al sonar en su Casio Melody de pulsera la «Mit dem Paukenschlag», de Haydn, Augusto regresa de sus caminatas al segundo piso vacío donde vive, y se sienta, después de alimentar a los ratones, frente a la pequeña mesa ocupada casi completamente por el enorme cuaderno de hojas pautadas donde escribe su libro, bajo la claraboya por donde penetra un poco de luz de la calle, mezclada con luz de luna cuando las noches son de luna llena.

En sus andanzas por el centro de la ciudad, desde que comenzó a escribir el libro, Augusto mira con atención lo que puede ser visto: fachadas, tejados, puertas, ventanas, carteles pegados en las paredes, letreros comerciales luminosos o no, hoyos en las veredas, botes de basura, sumideros, el suelo que pisa, pajaritos bebiendo agua en las pozas, vehículos y, principalmente, personas.

Un día entró por primera vez al cine-templo del pastor Raimundo. Encontró el cine-templo por casualidad, el médico del instituto le había dicho que un problema en la mácula de su retina exigía tratamiento con vitamina E combinada con selenio y lo había remitido imprecisamente a una farmacia que preparaba esa sustancia, en la calle Senador Dantas, en algún lugar cerca de la Alcindo Guanabara. Al salir de la farmacia, y después de caminar un poco, pasó por la puerta del cine, leyó el pequeño cartel que decía IGLESIA DE JESÚS SALVADOR DE LAS ALMAS DE LAS 8 A LAS 11 DIARIAMENTE y entró sin saber por qué.

Todas las mañanas, de las ocho a las once, todos los días de la semana, el cine es ocupado por la Iglesia de Jesús Salvador de las Almas. A partir de las dos de la tarde exhibe películas pornográficas. Por la noche, después de la última sesión, el gerente guarda los carteles con mujeres desnudas y frases publicitarias indecorosas en un depósito contiguo al sanitario. Para el pastor de la iglesia, Raimundo, y también para los fieles —unas cuarenta personas, en su mayoría mujeres y jóvenes con problemas de salud— la programación habitual del cine no tiene importancia; todas las películas son, de cualquier forma, pecaminosas, y ninguno de los creyentes de la iglesia va nunca al cine, por expresa prohibición del obispo, ni para ver la vida de Cristo en Semana Santa.

Desde el momento en que el pastor Raimundo coloca frente a la pantalla del cine una vela —en verdad, una bombilla eléctrica en un pedestal que imita un lirio— el lugar se convierte en un templo consagrado a Jesús. El pastor espera que el obispo compre el cine, como lo ha hecho en algunos barrios de la ciudad, y que ahí instale una iglesia permanente, veinticuatro horas por día, pero sabe que la decisión del obispo depende de los resultados del trabajo de él, Raimundo, junto a los fieles.

Augusto va esa mañana al cine-templo por tercera vez en la semana, con el objetivo de aprender la música que las mujeres cantan, Vete, vete, Satanás, mi cuerpo no es tuyo, mi alma no es tuya, Jesús te ha vencido, una mezcla de rock y samba. Satanás es una palabra que lo atrae. Hace mucho que no entra a un lugar donde las personas recen o hagan algo parecido. Recuerda que cuando niño fue durante años seguidos a una gran iglesia llena de imágenes y personas tristes el Viernes de la Pasión, llevado por su madre, que lo obligaba a besar el pie de Nuestro Señor Jesucristo acostado con una corona de espinas en la cabeza. Su madre murió. Un recuerdo difuso del color morado nunca lo abandonó. Jesús es morado, la religión está ligada al morado, ¿su madre es morada o era morada la seda que forraba su ataúd? Pero no hay nada morado en aquel templo-cine con guardias que vigilan desde lejos, dos jóvenes, uno blanco y un mulato, flacos, pequeños, camisa de mangas cortas y corbata oscura, circulando entre los fieles y nunca acercándose a las butacas del fondo donde él está sentado, inmóvil, con lentes oscuros.

Cuando cantan Vete, vete, Satanás, mi cuerpo no es tuyo, mi alma no es tuya, Jesús te ha vencido, las mujeres levantan los brazos echando las manos para atrás sobre las cabezas, como si estuviesen empujando lejos al demonio; los guardias de camisa manga corta hacen lo mismo; el pastor Raimundo, sin embargo, micrófono en mano, comanda el coro levantando sólo un brazo.

Este día, el pastor fija su atención en el hombre de lentes oscuros, sin una oreja, en el fondo del cine, mientras dice:

—Hermanos, quien esté con Jesús que levante las manos. Todos los fieles levantan las manos, menos Augusto. El pastor se percata, muy perturbado, de que Augusto permanece inmóvil, como una estatua, con los ojos escondidos por los lentes oscuros.

—Levanten las manos —repite emocionado, y algunos fieles responden empinándose en la punta de los pies y extendiendo más todavía los brazos hacia lo alto. Pero el hombre sin oreja no se mueve.