Opinión

¡Damas, caballeros! ¡Aquí está! ¡El candidato! ¡Pobrecito! ¡Flor de Té!

¡Damas, caballeros! ¡Aquí está! ¡El candidato! ¡Pobrecito! ¡Flor de Té!

¡Damas, caballeros! ¡Aquí está! ¡El candidato! ¡Pobrecito! ¡Flor de Té!

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Los viejos entendidos en el mundillo del género chico del México de principios del siglo XX juraban que el personaje, un caballero de aspecto formal, notoria calva y poblado bigote, había sido el artífice del resurgimiento del teatro político en 1920. No era ni un empresario, ni un actor de carácter, ni era uno de los exitosos escritores de las revistas políticas que animaron los teatros del país hace cien años. Era un ingeniero que, por esas vueltas que da la vida, y más en tiempos revolucionarios, había dado el salto a la diplomacia, y de ahí, a una candidatura, nada menos que a la presidencia de la República. El caballero en cuestión se llamaba Ignacio Bonillas y fue el elegido por Venustiano Carranza para disputarle La Silla nada menos que a Álvaro Obregón.

Pero, ¿qué tenía que ver el personaje con el teatro de género chico de los días en que el Primer Jefe lo empujó a la grilla electoral? Paradójicamente, las ocurrencias de los autores de las puestas en escena que lograron gran popularidad en 1919 y en 1920 pusieron al ingeniero Bonillas en la boca de la gente. No de la manera en que le hubiera gustado a él y a don Venustiano, pero algo era algo.

LAS DELICIAS y TRAGEDIAS DEL TEATRO POLÍTICO. Ese teatro ligero, pícaro, lleno de números musicales, hacía las delicias de los mexicanos que vieron nacer al siglo XX. Inevitablemente, ese ácido saltarín y fuertemente corrosivo que es el humor político, empapó al llamado “género chico", y la vida no volvió a ser igual. Lo mismo los teatros de postín que los escenarios más populares, y hasta las humildes carpas, servían para hablar de las luchas políticas y de la intensa lucha por el poder. A un público en su mayoría analfabeto, no le preocupaban tanto los papeles, los periódicos y libros que atacaban el orden porfiriano: si se los leían o se los explicaban, estaba muy bien. Pero un cuadro, una escena, un número musical, eran también vehículos de información pronta, contundente y que no dejaban lugar a dudas de cómo iba marchando la vida política del país.

El principio esencial del teatro político es la crítica ácida a los hombres que dirigen los destinos del país. Nunca ha sido un género inocente; desvergonzado, grosero a veces, e, incluso, hasta lépero, como decían las abuelitas, y generalmente pronto a escuchar las confidencias de los actores políticos, para convertir esa información en un cuadro, en una escena, en un parlamento afilado.

Entre 1910 y 1920, el país tuvo ocasión de comprobarlo. Existió una parodia de la opereta La Viuda Alegre, en la que los personajes principales eran sustituidos por los políticos del momento, como Francisco I. Madero y Francisco León de la Barra.

Hubo piezas que circularon, aunque no se representaran y que eran de una violencia que las ponía aparte, más como libelos que como piezas dramáticas. Ése es el caso del peladísimo Madero Chantecler, de José Juan Tablada. Otras piezas sí llegaron a montarse, como El Tenorio Maderista, que se estrenó en el Teatro Lírico, a finales de 1911, cuando Madero ya era presidente. Ese Tenorio, escrito por Luis Andrade y Leandro Blanco, pintaba a Madero como un don Juan, y llegó a tener cincuenta representaciones.

Se terminaba el año cuando, a la par que se daba a conocer el Plan de Ayala, en el que el zapatismo se rebelaba contra Madero, estos mismos dramaturgos dieron a conocer otra obra, El Terrible Zapata. Fueron muchas las obras antimaderistas, que lo mismo atacaban al presidente que a personajes de su gobierno. Hubo, incluso, una zarzuela contra Gustavo A, Madero, que era un golpe directo: se llamaba Ojo Parado, el sobrenombre que los antimaderistas le habían puesto al hermano del presidente. Se armó tal bronca con el ataque teatral, que Ojo Parado duró en escena solamente dos días, en tiempos en que gobernaba un presidente que, partidario de la libertad de expresión, toleraba muchos ataques de los tonos más estridentes.

La caída de Madero trajo también su buena dosis de teatro político. Tres meses después de los cuartelazos que llevaron a Victoriano Huerta al poder, ya se estrenaba en el Lírico El País de la Metralla, y un actor muy famoso en esos días, el Cuatezón Beristáin, no vacilaba en elogiar, en el escenario, al nuevo presidente.

Pero, poco a poco, el teatro político se había sacudido el humor para seguir contando los sucesos de actualidad. Por eso, en 1915, aquel año de hambre e incertidumbre para los capitalinos, se estrenó Su Majestad el Hambre.

Si el teatro político reflejaba la vida nacional y el ánimo de los mexicanos, a medida que los movimientos revolucionarios convulsionaban al país, era entendible que por temporadas aquellas puestas en escena, por más festivas que parecieran, a ratos fueran invadidas por la oscuridad.

Así había marchado la vida, hasta que empezó la pelea electoral que determinaría quién sería el sucesor de Venustiano Carranza.

DAMAS Y CABALLEROS: HACE SU ENTRADA FLOR DE TÉ. El ingeniero Bonillas hizo su entrada en la vida política del país en dos ocasiones: una, a fines de 1913, cuando Venustiano Carranza lo nombró oficial mayor encargado del despacho de la Secretaría de Comunicaciones. Tres años más tarde, lo encontramos formando una comisión, junto con Alberto J. Pani y Luis Cabrera, encargada de limar asperezas con el gobierno estadunidense, a raíz de la incursión villista en el poblado de Columbus. Cuando Carranza se convirtió en presidente de la República, en 1917, fue designado embajador mexicano en Washington. Y de ahí saldría en 1919 para convertirse en el candidato a la presidencia, con todo el respaldo de don Venustiano.

Pero sus contrincantes tenían mucha ventaja: dos militares con peso, Pablo González y el poderoso Álvaro Obregón. Para el mexicano de a pie, el ingeniero Bonillas era un perfecto desconocido.

Cuando el ingeniero empezaba a recibir el respaldo de algunos grupos políticos y el estado de Yucatán se declaraba “bonillista”, aparecieron en escena los dramaturgos Carlos M. Ortega y Tirso Sáenz, que estrenaron a fines de 1919 una pieza llamada La República Lírica, “revista musical cómico-lírico-satírico-política”, en un acto y tres cuadros, y que estaba llamada a ser un gran éxito.

Como era inevitable, la obra tocaba el tema electoral. Y ahí fue cuando el ingeniero recibió su apodo, que le dio fama nacional, pero no la que él quería. A partir del estreno de la pieza, el pobre hombre dejó de ser el ingeniero Bonillas para convertirse en Flor de Té.

Originalmente, Flor de Té era el personaje, ingenuo e inocente, de una canción española. En la obra de Ortega y Sáenz, el actor Eduardo Rugama salía a escena vestido con un vestidito de muselina blanca, bordado de flores, pañuelito al cuello, pero con la calva y el bigote a la inglesa del candidato Bonillas. En la cabeza, una cinta azul anudada, le aseguraba en la frente una florecita. Vestido así, el estrafalario personaje cantaba:

¡Flor de Té! ¡Flor de Té!

Nadie sabe de dónde ha venido,

Ni cual es su nombre, ni a dónde nació…

Flor de Té es una linda zagala

Que hace poco a estos valles llegó.

Nadie sabe de dónde ha venido,

Ni cual es su nombre, ni dónde nació.

Así de improvisado, así de intrascendente, parecía el ingeniero Bonillas ante sus rivales.

El número de Flor de Té se volvió enormemente popular. Siendo de por sí una sátira, se volvió tan famoso, que hasta parodia de él se produjo en otros teatros, dejando al pobre ingeniero todavía más mal parado. Caído Carranza, sus posibilidades de ganar la presidencia se redujeron a nada, y la vida política del país siguió su marcha sin él.

Pero, un siglo después, el genial apodo, el fantástico remoquete, todavía da qué decir. Las revistas políticas cobraron nuevos bríos, y Flor de Té se ganó su nota de pie de página en la historia nacional.

Twitter: @BerthaHistoria
historiaenvivomx@gmail.com

Aunque el ingeniero Bonillas sí hizo campaña, con todo el respaldo de Venustiano Carranza, el demoledor número teatral que lo convirtió en Flor de Té, lo transformó en un personaje inofensivo ante las ambiciones políticas de los militares Pablo González y ­Álvaro Obregón.