Opinión

De cómo los novohispanos aprendieron a combatir los incendios con eficacia

De cómo los novohispanos aprendieron a combatir los incendios con eficacia

De cómo los novohispanos aprendieron a combatir los incendios con eficacia

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

En la Nueva España, en el siglo XVIII, un incendio seguía siendo cosa muy seria: un retablo en un templo, un artesonado en una gran casa, un cortinaje y una vela olvidada o mal puesta eran la fórmula perfecta para el desastre. Un descuido pequeñito podía desatar la tragedia.

Eso fue lo que ocurrió en 1722, en el Teatro del Coliseo, que estaba en el patio del Hospital de San José de los Naturales. Empezaba el año. Era un 19 de enero y se representaba la obra —ironías de la vida— Incendio y destrucción de Jerusalén. Una vez terminada la puesta en escena, un error del encargado de apagar las luces fue el principio del incendio.

El teatro, que era todo de madera, ardió con una fuerza incontenible. El fuego se propagó al hospital y alcanzó a afectar una parte. El desastre no sólo dejaba a la ciudad sin el teatro más importante de aquellos años, también dejaba a los pacientes del hospital en el desamparo, pues su atención se costeaba con los beneficios que dejaba el Coliseo.

El desastre hizo evidente que el teatro de madera era un riesgo constante para el hospital y sus enfermos. Cuando, poco tiempo después se construyó el Nuevo Coliseo, se le dio por asiento un terreno alejado del hospital, y era ¡otra vez! totalmente de madera. Hasta su tercera versión se hizo de cantería y con ello se redujeron, considerablemente, los riesgos de incendio.

Sin embargo, 44 años después, el templo de San Juan de Dios y el hospital que tenía junto, se incendiaron. De aquel suceso quedó una hoja volante, que retrataba la fuerza del fuego y enseñaba cómo una de las medidas que ya estaban muy consolidadas en caso de incendio, consistía en formar una barrera, con el cuerpo de alabarderos de la ciudad y el apoyo de soldados de caballería, para evitar que los curiosos y los mirones, que nunca faltaban y nunca faltan, entorpecieran los intentos de apagar el fuego.

En aquellos días, en general eran esfuerzos infructuosos. De un lado, estaban las llamas que devoraban en segundos lo que hallaban a su paso, y del otro lado, los pobres habitantes de la ciudad, y en casos como el de San Juan de Dios, los frailes yendo y viniendo, con cántaros de agua en cada mano, ayudados por gente de buena fe, y, pese a hacerlo con ahínco, los resultados eran siempre tristísimos.

¡ORDEN Y NOS AMANECEMOS!, DIJO EL SEÑOR VIRREY. Hacia 1773 ya existía, por lo menos, la indicación, emitida por las autoridades de la ciudad, para que, en caso de incendio, todos aquellos versados en la construcción de edificios, desde los maestros arquitectos hasta los más humildes albañiles, se presentaran en el lugar del siniestro para ayudar en lo que pudieran, y si eludían la responsabilidad, y eran detectados, serían multados  y encarcelados por espacio de cinco días.

Pero cuando llegaron aquellos virreyes empeñosos, trabajadores y producto de la acción del pensamiento ilustrado en España, las cosas empezaron a ordenarse: el virrey Antonio María de Bucareli, que llegó en 1771 a la Nueva España, promovió, en 1774, la creación de un Regimiento contra Incendios, que podríamos entender como un muy remoto antecedente de los cuerpos de bomberos que conocemos en el presente.

El virrey Bucareli se esforzó por emitir numerosas normas que le darían orden y eficacia operativa a la ciudad. Uno de ellos fue el Reglamento contra Incendios, que, con mucho sentido común, ordenaba que los coheteros y los fabricantes de fuegos artificiales tuvieran sus talleres en las afueras de la ciudad, en los barrios más alejados. También amplió las alertas: los serenos tendrían que extender el aviso con sus silbatos, y la costumbre de las parroquias de avisar mediante repiques se convirtió en obligación.

El reglamento también organizó a los aguadores de la ciudad, que tendrían que llevar, con sus recipientes, agua desde las acequias, pozos y fuentes más cercanas al lugar del incendio.

Aunque estas normas sistematizaron notablemente el combate a los incendios, no por eso las ciudades novohispanas quedaron a salvo de inconvenientes e imprevistos. Cuando en 1784 se incendió la fábrica de pólvora que se encontraba en Chapultepec, la ciudad entera lo supo por la “horrible detonación” que se escuchó, según escribiría el periodista Carlos María de Bustamante. Fue uno de esos incendios que se recordarían muchos años, pues se quemaron 350 quintales de pólvora, y la fuerza de la explosión “arrancó” habitaciones enteras. Fueron 47 los muertos en aquel desdichado incidente; hubo catorce heridos, y, casi por milagro, una docena de empleados de la fábrica salieron ilesos. Que el reglamento no era un seguro completamente eficaz, se ve en el informe que del suceso se envió a España, pues consigna que, en los seis años anteriores a aquel gran siniestro, la fábrica de pólvora de Chapultepec se había incendiado cuatro veces más.

Ya era virrey el Conde de Revillagigedo cuando, en 1790, el reglamento de Bucareli fue mejorado. Aparecían las máquinas de bombear agua y se les asignó una casa para su almacenaje. Se quedaban atrás los infructuosos procedimientos de llevar cántaros y más cántaros con agua para arrojarlos a las llamas. Se trajeron de España dos bombas, y el Ayuntamiento accedió a gastar 2 mil pesos del siglo XVIII en herramientas para ayudar a combatir los incendios.

Todavía tendrían los habitantes de la Ciudad de México que presenciar grandes incendios aterradores, como el ocurrido en el Sagrario de la Catedral, en marzo de 1796, que arrasó con imágenes, altares y esculturas. Abiertas las puertas, el viento que entraba por ellas avivó las llamas. Parece, por los informes que se conservan, que el uso de las máquinas de bombas todavía no era un recurso al que se hubieran acostumbrado los habitantes de la ciudad, porque aún se habla de acarreo de agua en cántaros. No obstante, en el incendio del Colegio de ­Betlemitas, ocurrido en 1795, se habla de la colaboración del pueblo, con cuanto recipiente tuvieron a la mano, y ya trabajaron las bombas de agua. Del empleo de aquellos artefactos se derivó el concepto de “bomberos”, que hoy día sigue designando a quienes arriesgan su vida para combatir incendios.