Opinión

De cómo los novohispanos se acostumbraron a comprar los billetes de lotería y así invocar a la Diosa Fortuna

De cómo los novohispanos se acostumbraron a comprar los billetes de lotería y así invocar a la Diosa Fortuna

De cómo los novohispanos se acostumbraron a comprar los billetes de lotería y así invocar a la Diosa Fortuna

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

En la Nueva España todos, hombres, mujeres, ancianos y muchachos, cedían a la tentación y se aplicaban a retar a la Fortuna, que como buena diosa voluble, a veces los favorecía, y en otras ocasiones los sumía en la deshonra y en la desesperación. De nada sirvieron las muchas instrucciones emitidas por los reyes de España, que intentaron, por medio de la prohibición, contener aquel entretenimiento, tenido por vicio, porque no era raro que llevase a la ruina a familias y hundiese prestigios. Mientras más se prohibía, más triquiñuelas ideaban los habitantes del reino para crear la situación y encontrar los lugares donde jugar -usualmente a los naipes o a los dados-, esperando el golpe de suerte que los sacaría de preocupaciones.

Corría el año 1767, en el cual pasaron muchas cosas en los reinos de la América española. A este reino de la Nueva España llegó un caballero llamado Francisco Xavier de Sarria, quien se presentó ante el virrey marqués de Croix y el visitador general del reino, don José de Gálvez, que andaba en esos días en estas tierras. De Sarria portaba inmejorables cartas de presentación, y lo más importante: las reales instrucciones del rey Carlos III para establecer en el reino un juego de lotería, con la noble intención de que por medio de él se canalizara la pasión que por la apuesta y los azares sentían los novohispanos.

¿Quién era el caballero? ¿De dónde se le había ocurrido la idea que propuso al monarca? De Sarria ya había vivido por algunos años en la Nueva España, a donde llegó de Europa, buscando, como tantos otros, fortuna y bienestar. Muy pronto se dio cuenta de que los juegos de azar eran sumamente populares, y que de nada servían las restricciones y las prohibiciones. El buen hombre pensó -muy acorde con el espíritu ilustrado de la época- que bien se podían idear cauces para aquella afición colectiva que resultaran mucho más respetables que los lugares disfrazados donde se jugaba, o la muy mala invención local conocida como “el montecito”, que se realizaba en las calles, y que consistía en tres o cuatro truhanes, muchas veces ex soldados, coludidos con léperos o la canalla de más baja ralea de las ciudades, que jugaban a la vista de todos para atraer a los incautos, que se alborotaban por participar y ganar, y que, invariablemente, acababan esquilmados, cuando no asaltados y golpeados. A De Sarria le parecía que un juego de lotería, vigilado por las autoridades virreinales, podía ser una cosa provechosa que al rey Carlos III bien podría interesarle.

Saber, lo que se dice saber, de cómo funcionaba una lotería “institucionalizada”, De Sarria no sabía. De manera que regresó a Europa a enterarse bien del asunto, y a partir de ello consiguió una cita con don Miguel de Múzquiz, secretario de Estado y del despacho de Hacienda, a quien expuso el proyecto. De Múzquiz lo planteó a Carlos III, a quien no le desagradó la idea. Si fructificaba, aquel monarca, que en otros momentos de su reinado había alentado las excavaciones arqueológicas en Granada -en sus días de Nápoles había promovido exploraciones similares en las famosas Pompeya y Herculano-, y se había empeñado en mejorar las calles, con empedrados y alumbrados, y hasta con el modo de vestir de los varones -fue idea suya el uso forzoso del famoso sombrero de tres picos- se había metido, el reto de controlar el vicio por el juego que tenían los novohispanos, refrendaría su fama de rey sabio, moderno y con mentalidad de eficacia administrativa. De manera que le pidió a De Sarria que se fuera a indagar cómo funcionaban las loterías de Holanda y de Inglaterra, para diseñar una lotería novohispana exitosa y tan moderna como la que más.

De Sarria cumplió con la misión, y regresó a la Nueva España hasta 1769, sólo para encontrarse con que ya había un fulano que estaba planeando una lotería, probablemente por encargo del virrey, pero que sencillamente no lograba cuadrar el asunto. Moviéndose con rapidez, De Sarria se hizo presente, reclamó sus fueros y termino de formular su proyecto, adaptado a las condiciones novohispanas. Lo envió al ministro De Múzquiz, y no se sentó a esperar, porque, advirtiendo el virrey De Croix su movimiento y eficacia, le encomendó llevar, desde Chilpancingo hasta Veracruz, a cuarenta hombres, expulsados de las Filipinas, con la misión de embarcarlos fuera de la Nueva España.

En tanto, llegó el espaldarazo real: la lotería de la Nueva España debía instrumentarse a la brevedad.

EL PRIMER SORTEO

De Sarria debió preparar un manifiesto que se pegaría en todas las esquinas de las ciudades del reino, preparar la impresión de los billetes, encontrarle un local a la nueva institución. Todo esto lo hizo el buen hombre sin ganar ni un clavo: el acuerdo con la corona estipulaba que él, como director de la Lotería, habría de recibir un sueldo, sí, pero éste saldría de los beneficios de la naciente entidad.

El manifiesto, con todo y reglamento de la Lotería, apareció en las calles el 7 de agosto de 1770. Contra lo que esperaban De Sarria y el marqués de Croix, el suceso no conmovió a los novohispanos, que no se dejaron engatusar por los floridos argumentos, según los cuales, el rey Carlos III, preocupado por ellos, había inventado un recurso que ayudara a llevar la fortuna y prosperidad a todos los hogares.

Seguramente el asunto les pareció caro a los novohispanos: el reglamento explicaba que el fondo originario de la lotería estaría compuesto de las aportaciones de ¡cincuenta mil sujetos! Que aportando la bonita suma de ¡¡veinte pesos cada uno!! que en 1770 era bastante dinero, se formaría un capital de un millón de pesos. De ese millón, se descontaría el 14%, reservado para lo que hoy llamaríamos “gastos de operación”, y el resto se dividiría en 5 mil porciones o premios de distintos valores, que tocarían, por sorteo, a los poseedores de los billetes.

En suma, los que le entraran a la lotería, invertirían una suma respetable, esperando obtener mucho más. El problema es que esa inversión inicial era cuantiosa, de manera que, en el acto, quedaban excluidos los más pobres, que tardarían años en juntar los veinte pesos requeridos para aquel primer billete.

En el esquema de De Sarria, había un premio mayor con la deslumbrante cantidad de 50 mil pesos, uno de 40 mil, otro de 30 mil y uno de 20 mil. Había 6 premios de 10 mil pesos, 10 de 8 mil, 20 de 4 mil, 30 de 2 mil, y 80 de mil pesos. Los premios más bajos eran de 30 pesos. Los billetes se sellarían para hacerlos infalsificables, y en cada ciudad habría un escribano encargado de dar fe del proceso, para que fuera limpio y sin lugar a suspicacias.

Entusiasmado, el marqués de Croix fijó el 2 de enero de 1771 como la fecha para el primer sorteo de la Real Lotería General de la Nueva España… pero no se llevó a cabo. Tomó tiempo e insistencia que se vendieran los billetes según el cálculo de De Sarria, y el primer sorteo se llevó a cabo el 13 de mayo de aquel mismo año.

No se pensó, en esos días, que los beneficios de la Lotería aportasen algo al bienestar común. Eso fue idea posterior, atribuida al virrey Conde de Revillagigedo, aunque no consiguió la aprobación real. En cambio, proliferaron decenas de “loterías” de origen privado o eclesiástico, destinadas a obras benéficas. Con la Reforma Liberal, todas esas loterías, que engordaban los bolsillos de la Iglesia, fueron suprimidas. Andando los años, y cuando tuvo un respiro, Juárez reformuló la vieja institución novohispana, llamándola Lotería Nacional, que en adelante asumió una vocación definitivamente benéfica.