Opinión

Defensa de las transiciones “Inútiles” (II)

Defensa de las transiciones “Inútiles” (II)

Defensa de las transiciones “Inútiles” (II)

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

¿Cómo llegamos, cómo fue construida la democracia mexicana? Mediante un largo proceso en el cuál, muchos mexicanos estuvieron pendientes, no tanto de esperar un gran pacto fundador, no tanto de contabilizar que “las condiciones necesarias y suficientes para el cambio ya estaban maduras”, sino por el contrario, mediante una disposición alerta y posibilista: “…al acecho de los acontecimientos históricos inusitados, de las raras concatenaciones, de sucesos favorables, de los pequeños senderos, de los avances parciales, de nuevas conductas que imaginemos que otros puedan imitar, etcétera” (Hirschman). Pensando en lo posible —aquí y ahora— fruto no de una negociación, sino de muchas, sucesivas, distintas cada vez, impulsadas por la vida y los propios acontecimientos del país.

No hubo un plan. Ni una ruta trazada de antemano por estrategas visionarios. Tampoco se elaboró una nueva Constitución como símbolo de una era nueva acompañada de un régimen político también nuevo. Se trataba de escapar de un sistema autoritario, haciendo avanzar una agenda parcial, democratizadora, cuya condición implícita era evadir la violencia política.

Este proceso empezó en 1977 y culminó en 1997. Como resultado de una pluralidad genuina y de una nueva institucionalidad que la encauzaba. El año 2000 vería la alternancia en el ejecutivo federal y —al mismo tiempo— la debilidad manifiesta del otrora todopoderoso Presidente de la República, quien no contaba con mayoría en ninguna de las Cámaras legislativas. Ante si se erigía una vasta oposición en muchos estados del país (empezando por la Ciudad de México) y dentro de un ecosistema dotado ya, de múltiples mecanismos de contrapeso a sus decisiones.

No obstante, era la primera vez desde la fundación de la República mexicana que un cambio de partidos o de fuerzas distintas en el gobierno federal no desembocaba en la violencia, la resistencia facciosa o la guerra civil. Se dice rápido, pero hay que tener esa perspectiva: la primera vez en casi 200 años.

En aquel momento, en la última década del siglo XX, prácticamente la totalidad de las fuerzas políticas, intelectuales, los medios de comunicación, poderes de hecho y aun, el propio gobierno, convergieron en la misión de construir un edificio para coexistir, competir, disputar el gobierno y la representación. 1994 es un momento especialmente importante, pues el principal partido de la izquierda acepta sentarse a la conversación reformadora que convocaba entonces la figura de Jorge Carpizo y que de hecho, había iniciado cuatro años antes.

Desde todos los flancos de la oposición al partido todavía hegemónico (PRI) y toda la discusión pública de entonces, entendían esas conversaciones como “una transición desde”, es decir desde el autoritarismo, pero no “hacia algo”. La democratización centrada casi exclusivamente en los asuntos electorales, era sobre todo un largo listado de “inaceptables”, de prácticas y procedimientos que ya no podían formar parte de la competencia política en México.

Así llegamos a la democracia: escapando de las peores distorsiones y abusos del autoritarismo y su inframundo electoral, pero no pudimos o no supimos darle -ya no adjetivos- sino objetivos compartidos a la recién nacida democracia.

El hecho no fue casual. Nuestra democratización nació en una era de hegemonía ultraliberal, que permeó no solamente el pensamiento económico sino también el político: la libre competencia de fuerzas en el mercado electoral, harían su trabajo y merced a sus mecanismos traería el buen gobierno. Pues no ocurrió, en ninguna parte.

Descubrimos que la democracia política y sus rutinas (elecciones, competencia, pluralismo, derecho y respeto al voto de cada ciudadano) subsisten con la desigualdad, la irracionalidad, la aplicación particularista de las leyes, la corrupción más inverosímil, la mentira, la ofuscación, el estilo tecnocrático y una violencia en expansión en su número y en su crueldad. Interminables peleas por ambiciones mezquinas, retóricas para ocultar y mentir, conexiones oscuras entre el poder y el dinero, corrupción y políticas que refuerzan el privilegio.

La transición resolvió un problema histórico (el cambio pacífico en el poder político), pero el México que debía gobernarse democráticamente, no tuvo las políticas ni los instrumentos para hacerse cargo de los grandes problemas de una enorme sociedad en el nuevo siglo: ni desigualdad, ni violencia, ni corrupción.

No son problemas de la democracia, pero que se incubaron en ella. Por eso (en una enorme confusión política, social e intelectual) “la transición” es vista como un fracaso, incluso, por sus principales beneficiarios.

Presidente del Instituto de Estudios para la Transición Democrática

ricbec@prodigy.net.mx

@ricbecverdadero