Opinión

Del señor sin los anillos y otras carencias.

Del señor sin los anillos y otras carencias.

Del señor sin los anillos y otras carencias.

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

En la lejana década de los ochenta del siglo pasado hubo un programa de televisión que transformó mi concepto del pequeño planeta que habitamos. Comprendí que la Tierra se encuentra inmersa en un océano de espacio, materia, energía y tiempo. El programa televisivo se titulaba Cosmos y el astrónomo estadounidense Carl Sagan (1934-1996) guiaba al televidente por el universo. Era también astrofísico, cosmólogo, astrobiólogo y gran divulgador de la ciencia. Profesor en las universidades de Harvard y Cornell, escribió varios libros, entre otros la novela Contacto (1985), cuya historia se llevó al cine en 1997, dirigida por Robert Zemeckis y protagonizada por Jodie Foster, Matthew McConaughey y James Woods. Desde luego leí libros de Sagan. Mi interés por el cosmos me llevó a otros autores, todos ellos con experiencia como divulgadores de la ciencia. Ciencia y filosofía han ido de la mano. La ideas de los seres acerca del universo a través de los tiempos son parte de la historia y de cómo entienden este pequeño punto azul que habitamos, Sagan dixit.

El universo parmenídeo, por ejemplo, se comprendía como algo inmutable y perfecto. En el siglo IV a. C se pensaba que la Tierra era el centro del universo. Aristóteles aceptó esta visión y el geocentrismo perduró durante varios siglos. Para la Edad Media el modelo admitido del universo continuó siendo el geocentrismo. Fue Copérnico (1473-1543), astrónomo prusiano del Renacimiento, quien elaboró la teoría heliocéntrica del sistema solar, que ya había enunciado Aristarco de Samos (310 a. C 230 a. C). Copérnico, que trabajó por veinticinco años en su propuesta del modelo heliocéntrico, causó una revolución científica e iluminó una parte del Renacimiento. Los movimientos elípticos de los planetas advertidos por el alemán Johannes Kepler (1571-1630) determinaron acaso las elipsis del arte barroco durante el siglo XVII . Más tarde, el universo del inglés Isaac Newton (1643-1727) concibió un cosmos preciso, mecánico. El siglo XVIII volvió al arte clásico. El siglo XIX no cambió mucho su percepción newtoniana, se abocó primero al Romanticismo estremecedor y luego a las pequeñas verdades del realismo. El siglo XX, con la visión de Albert Einstein (1879-1955),cambió el sentido de la gravedad y con esto se originó el surgimiento del estudio científico de la evolución del Universo. Desde aquí todo se vuelve más complicado, como la narrativa de Joyce, el concepto del tiempo que se impone en la obra de Proust y la pintura, la música, las artes que se transformaron totalmente. El universo apareció como una escritura a descifrar, o más bien a la manera de una una fórmula matemática. Einstein predijo el estudio de los hoyos negros. Su gravedad es una curvatura del espacio tiempo y provoca una superficie cerrada llamada horizonte de sucesos. Los hoyos negros, con la densidad de gravedad que acumulan, abren un panorama de extraordinarias posibilidades. Stephen Hawking profundizó en el tema.

Como les decía, en una época leí mucho sobre ese oscuro y misterioso espacio-tiempo que nos contiene. Algunas explicaciones las entendí y llegué hasta la teoría de cuerdas, con cierta dificultad, gracias a Brian Greene, que se refiere a once dimensiones, en el que todas las partículas y fuerzas fundamentales están contenidas en una suerte de tela, el bastidor que el cosmos presta con pequeños desgarros hechos por las partículas para que se renueven, desde los más pequeños quarks hasta las más impresionantes supernovas.

Disculpen mis torpes explicaciones de estudiosa de la literatura, pero por ahí va la cosa.

En 1996, más o menos, llevábamos algunos años viviendo en Washington DC, Salvador, mi marido, que se encontraba en misión diplomática, nuestro hijo Sebastián y yo. Por mi parte investigaba en la Universidad de Georgetown, realizaba trabajos para la UNAM, escribía para Notimex y El Nacional, dedicaba un buen tiempo a la escritura y especialmente a mi hijo, entonces niño. Los Ruiz Cabañas-Espinosa, amigos nuestros, nos sugirieron a Salvador y a mí llevar un curso de astronomía para aficionados en el Observatorio Naval de la capital de los Estados Unidos, uno de los pocos observatorios localizados en una zona urbana. Nos quedaba, además, muy cerca de nuestras casas. Acudíamos una vez por semana, en la nochecita, y un par de astrónomos, amantes del universo, nos explicaba cada uno la forma y características de los planetas de nuestro sistema solar, incluyendo a la luna y a algunas constelaciones de estrellas. Asistir esas clases era una felicidad y veíamos los objetos celestes en pequeños pero potentes telescopios. En algún momento, los maestros nos anunciaron con exaltación que podríamos observar a Saturno a través del enorme telescopio del Observatorio. Saturno no era un capricho. Resulta que cada quince años, más o menos, se produce un equinoccio en el que los anillos de dicho planeta quedan totalmente alineados con el sol y, como son muy delgados, se vuelven invisibles. Supongo que era eso lo que sucedería, porque en la historia de los tiempos y las mudanzas perdí mis notas. El caso es que debíamos acudir una fecha determinada, durante una madrugada, al Observatorio para admirar al enormísimo planeta sin los anillos que lo rodean. Así lo hicimos, una noche, a las 3 de la mañana, eso lo recuerdo bien, Salvador y yo nos dirigimos en el coche a admirar el espectáculo. Los Ruiz-Cabañas Espinosa llegaron tan puntuales como nosotros. Subimos hasta donde se encontraba el telescopio mayor. Me enseñaron a distinguir mi ojo dominante del que no lo es y, casi sin aliento, fijé la mirada en el aparato. Como mi marido y nuestros amigos, me topé con el enorme planeta de tono marrón completamente desnudo, sin el atractivo magnífico de los anillos. Fue tal nuestra desilusión, que nuestros maestros enfocaron el artefacto hacia el rosado y monumental Júpiter. Pudimos apreciar una tormenta en aquel ciclópeo monstruo y para mí resultó sublime, como ver a dios, en el que no creo. Nuestro amigo Miguel Ruiz Cabañas dijo, al final, que lo de Saturno era como haber asistido al cine sin que pasaran la película. Supongo que después desayunamos en algún lugar y debimos habernos reído mucho.

Hace unas semanas vi una fotografía precisa de Saturno con sus anillos rodeándolo y créanme que me produjo una experiencia estética.

Hoy, en este febrero pandémico de 2021, leemos todos con fruición las noticias acerca de las vacunas que nos evitarán enfermarnos de la Covid 19. Los de la tercera edad luchamos desde hace un par de días por darnos de alta en el programa de vacunación. La vacuna no será, no, una experiencia estética, pero nos librará de esa muerte, la que produce el SARS-2-Cov. Pero como aquel Saturno de 1996 que NO mostraba sus maravillosos anillos, resulta que NO hay vacunas en México. El gran avance científico de la actualidad, la vacuna contra el Covid 19 no aparece en nuestro escenario.