Opinión

Después del Día de Muertos

Después del Día de Muertos

Después del Día de Muertos

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

"Llorar el hueso”, le decían en el México del siglo XIX, a la costumbre de vestirse con las mejores galas de luto que se tuvieran en el armario, y convenientemente ataviados, irse a recorrer los cementerios de la localidad, so pretexto de visitar, como Dios manda, a los difuntos, propios y extraños. Pero, con los años, se quejaban algunos periodistas, el comportamiento de la gente había ido transformándose, pues, de por medio estaba la Reforma liberal, que, además de modificar el calendario de días festivos, había normado el uso de las campanas de los templos y arrancado a la Iglesia católica la administración de los cementerios.

“En los antiguos tiempos, es decir, antes de la Reforma”, escribió Ignacio Manuel Altamirano, “México se despertaba el 2 de noviembre al funeral clamor de la campana que doblaba en todas las iglesias”. Esa manera de iniciar la jornada creaba un ambiente triste, melancólico, lúgubre.  A don Nacho, liberal como el que más, y crítico agudísimo y duro de lo que él entendía como “distorsiones” en el culto y las fiestas católicas, lo que le disgustaba era que, en vez de que la Reforma hubiera modificado la fiesta de conmemoración de los muertos hacia un tono sobrio y solemne, la costumbre de visitar los cementerios hubiese mutado en un asunto tan frívolo que más parecía un recorrido por las calles de los grandes comercios de la capital.

Echando el ánimo periodístico por delante, Altamirano quiso, en el noviembre de 1884, averiguar en qué se había convertido la fiesta de muertos mexicana. Montó en un carruaje de alquiler —carísimo, se quejó; a peso la hora—y se fue a hacer sus investigaciones.

En aquel año, había cementerios viejos y deteriorados, y otros nuevos, unos mejor que otros. Siguiendo a la multitud que se movía por la Calzada de la Piedad —hoy avenida Cuauhtémoc y que era la orilla de la ciudad—se dio cuenta de que los cementerios Francés y General de la Piedad, por ser relativamente nuevos, eran de los más visitados por los aficionados a llorar el hueso. El Francés databa de los primeros años de la invasión francesa, y el General de la Piedad de 1871, y se suponía que era un triunfo del urbanismo mexicano.

Ocho cementerios tenía en esos años la ciudad de México: El Francés, el General de la Piedad, el muy nuevo —y lejano— de Dolores, los dos panteones de la Villa de Guadalupe —el del cerro y abajo, el frontero a El Pocito—, el de San Fernando, el único de todos que ya no admitía entierros, al sur el de Campo Florido, al que Altamirano describía como “un potrero horripilante”, donde por cierto, descansaba hacía 11 años el suicida Manuel Acuña, y al noroeste, en la colonia Guerrero, el de Nuestra Señora de Los Ángeles, mejor conocido como “de los Ángeles”. Del célebre panteón de Santa Paula, alguna vez el principal de la ciudad de México, a esas alturas ya sólo quedaban ruinas que, poco a poco, iban desapareciendo.

Las ganas de Altamirano de enterarse fueron enflaqueciendo a medida que se acercaba a los cementerios de la Calzada de la Piedad. El trayecto estaba lleno de gente que reía a carcajadas, cantaba y acarreaba flores, crespones, coronas, y grandes cestos con alimentos y aparatosos jarros de pulque. El ver a ancianos y niños, hombres y mujeres lo mismo vestidos de andrajos que con prendas decorosas, pero todos con pulque en la mano, le desagradó profundamente. Poco a poco, la visita a los cementerios iba convirtiéndose en escandalosa excursión. En el camino menudeaban los puestos de comida, de frutas o, incluso, cantinas improvisadas, por si alguien deseaba refaccionarse antes de llegar al destino planeado.

El trenecito que corría por la Calzada de la Piedad, en Día de Muertos tenía mucha más demanda, y se le agregaban vagones para atender a la clientela. En ese 1884, el tren hacía su ruta con veinte vagones. ¿Y todo para qué? Para hacer la primera escala en el General de la Piedad, que a esas alturas era ya un fracaso urbano, descuidado por completo: ninguna tumba “de ricos”; ninguna tumba de mediano pasar. La Piedad era un cementerio de pobres muy pobres. Pero estaba en la ruta y en él penetraban acicaladas señoras y señoritas; como si fueran al teatro o a la tertulia, daban una rápida vuelta, y se dirigían presurosas a la salida, para moverse al Panteón Francés, donde las sepulturas eran “ricas y graciosas”; donde se ponían a calcular cuánto costó ese o aquel monumento, a partir de las cantidades de mármol, bronce y el número de jarrones para flores con que estuviera provisto.

En el día de Muertos de 1884, el “México elegante” se daba de codazos y empujones para entrar al Panteón Francés. Afuera, cincuenta carruajes esperaban a que sus dueños terminaran el paseo.

Atrás, en el Panteón General de la Piedad, y al caer de la tarde, el pulque hacía sus estragos.”Se hablaba recio, se sollozaba, se maldecía, se juraba”, escribió Altamirano con un punto de horror y compasión. “Todas las furias que pueden agitar el corazón humano, agitaban sus rojas antorchas, eclipsando la tenue luz de los cirios”.

Al oscurecer, la muchedumbre abandonaba los cementerios.  De La Piedad salían mujeres desmelenadas, cantando, achispadas por el pulque. Explotaban riñas entre hombres y uno que otro, enceguecido, tiraba la puñalada cargada de odio. Con trabajos, los 500 gendarmes enviados por al Ayuntamiento para vigilar la calzada de La Piedad, intentaban poner orden, amenazando a los escandalosos o a los rijosos con los sables desenvainados.

Terminaba el Día de Muertos, y todavía cientos de paseantes, que no necesariamente dolientes, recorrían las calles, haciendo la digestión, cantando, soltando a gritos algún duelo no resuelto.

Los cementerios volvían al silencio y a la oscuridad.

bhmorsa@yahoo.com

A fines del siglo XIX, el célebre Panteón de Santa Paula (en la imagen) era ya poco menos que una ruina, y los aficionados a recorrer los cementerios en Día de Muertos, se marchaban a pasear a los panteones de la Calzada de la Piedad.

El panteón de la Piedad estaba en la ruta y  en él penetraban acicaladas señoras y señoritas; como si fueran al teatro o a la tertulia, daban una rápida vuelta, y se dirigían presurosas a la salida.