Opinión

Diarios de la epidemia del SARS, China 2003

Diarios de la epidemia del SARS, China 2003

Diarios de la epidemia del SARS, China 2003

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Entre abril y junio de 2003 China vivió la primera gran crisis sanitaria del siglo XXI tras el brote del virus causante del Síndrome Respiratorio Agudo y Grave (SARS, por sus siglas en inglés) que tuvo su origen en la provincia sureña de Cantón. Los primeros intentos del gobierno chino por ocultar la dimensión de la epidemia y, en el extremo contrario, las medidas draconianas que semanas más tarde adoptaron para enfrentar la crisis, afectaron la vida de todo el país.

Como agregado cultural de la Embajada de México en China, residía por aquel entonces en la ciudad de Pekín. A consecuencia de la sospecha de haber contraído el virus, mi exesposa Pilar, mi perro Carmelo, y yo, fuimos recluidos por espacio de 10 días en nuestro departamento. Tal era el tiempo previsto para la incubación del virus una vez contraído. Resistimos la cuarentena en casa, encerrados a piedra y lodo. 17 años después, tras el nuevo brote epidémico originado en China del Coronavirus, rescato las notas que, a manera de diario, escribí en aquellas jornadas de miedo, paranoia y confusión.

Pekín, China, lunes 21 de abril de 2003. Escribo estas notas desde el estudio de mi departamento ubicado en el segundo piso de un edificio contiguo a la Embajada de México en China, en el barrio diplomático de Sanlitun. Es el mediodía del lunes 21 de abril. Hace apenas una hora, mientras me concentraba en mandar mensajes electrónicos y revisar mis pendientes acumulados tras varios días de ausencia, sonó el teléfono de mi oficina. Era mi jefe, el Embajador Sergio Ley. Noté una tensión inusual en su voz que me ordenaba bajar inmediatamente a su oficina.

Tras bajar a toda prisa y cruzar la puerta lo vi sentado detrás del escritorio, al fondo de su enorme despacho. Sentí que me hablaba con los ojos, con esa voz en sordina que apenas logra escapar del cubre bocas que lo protege —un pedazo cuadricular de gasa azul cielo atado a la cabeza por una liga, como el que todos en la embajada estamos obligados a usar desde hace unos días.

Apenas me vio entrar el Embajador me puso un alto y me detuve de golpe en el umbral de su despacho. Entonces comprendí lo que estaba pasando. Yo soy en este momento un fuerte candidato a haber contraído el virus del SARS y acaba por tanto de llegar la orden de las autoridades chinas que me obligan a abandonar la embajada de inmediato y a encerrarme en mi casa a manera de cuarentena.

Ni siquiera pude regresar a mi oficina a apagar la computadora y tomar mi portafolio. De camino a la puerta principal de la embajada no me cruce con nadie, algo inusual en una embajada como ésta con una veintena de trabajadores cruzando a toda hora pasillos y atravesando puertas. Comprendí la razón: la noticia había corrido como pólvora y todos —mexicanos y chinos— me sacaron la vuelta. Soy, literalmente, un apestado.

Ocurre que el jueves de la semana pasada, en compañía de mi esposa, viajé con la representación oficial de la Embajada a la ciudad de Hohhot, la capital de Mongolia Interior. Me tocó asistir a la inauguración de una semana gastronómica mexicana organizada por las autoridades de turismo de esa lejana provincia y por el mejor hotel de la ciudad. Un hotel de propiedad estatal, por cierto, en este país que da trompicones en su transición del comunismo tradicional hacia el más rabioso capitalismo de Estado.

La misión encomendada era del todo previsible: dar unas palabras a nombre del gobierno de México; llevar banderas, artesanías y adornos mexicanos para decorar el restaurante del hotel anfitrión; reunirme con las autoridades culturales de la ciudad; y asistir a la cena de gala en la noche inaugural, cuyo menú principal lo conformaban improbables platillos mexicanos que habían sido elaborados por el chef del hotel. Cocinó a ciegas, siguiendo algunas recetas tomadas de Internet, con la ayuda de la harina Maseca y de las latas de chiles La Costeña que importaron de Hong Kong.

Sentados en la mesa principal, junto al gerente del hotel, al alcalde de la ciudad y las autoridades de turismo y de cultura, mis anfitriones tenían reservado para nosotros el platillo insignia de la gran ciudad mongola: pata de camello bañada en una salsa viscosa de ostras. Impasible y resignado, le hinqué el cuchillo —y luego la dentadura entera— a un disco amarillento de cartílago inmasticable y gelatinoso, mientras mis generosos anfitriones me observaban deleitados, orgullosos, y yo ensayaba sonriente los mejores lances de mis colmillos y muelas diplomáticas.

Evité terminarlo, y reservé un tercio de pata de camello sobre el plato para evitar con disimulo que me ofrecieran repetir la hazaña apenas terminado el manjar. No menos diplomáticos resultaron mis elogios al platillo siguiente: “enchiladas mexicanas” elaboradas con una salsa agria de chiles jalapeños en vinagre molidos en la licuadora, y a las que les habían sustituido el pollo deshebrado por una suerte de carne seca mongola y queso salado de Yak del Himalaya. La cena, por suerte, terminó a las 8 de la noche y de ahí salimos a ver un espectáculo de danzas y música mongolas en el teatro principal de la ciudad. Regresamos a Pekín el sábado ya tarde, y descansamos el resto del domingo.

Esta mañana, poco antes de las nueve, cuando estaba a punto de caminar a mi oficina, sonó el teléfono de la casa. Del otro lado del auricular la voz tenebrosa de una empleada de la compañía aérea me pidió confirmarle si acaso yo había viajado en el vuelo de Inner Mongolia Airlines en la ruta Hohhot-Pekín la tarde del sábado 19 de abril.

Una vez que pudo confirmar mi identidad me pasó a otro señor muy serio quien me informó que en dicho vuelo viajaba una sobrecargo a quien le habían confirmado por la madrugada que estaba contagiada por el virus del SARS. Me explicó que era deber de la empresa informar a todos los pasajeros a fin de tomar las precauciones debidas, toda vez que los aviones son considerados un sitio de alta exposición al virus, por lo encerrado del aparato y la poca ventilación durante el vuelo. Me pidió entonces informar de inmediato a la Embajada y tras colgar le marqué a la señora Lee, la jefa del personal local de esta Representación, para contarle lo ocurrido.

Me fui a trabajar, y dos horas después vino la llamada del embajador que ya he contado y nuestro exilio preventivo, que nos tiene ahora como presuntos infectados. El riesgo de contagiar a mis colegas nos obliga a actuar con suma cautela. Aceptamos el ostracismo sanitario sin reparos. En la soledad de nuestro departamento. Con la leal compañía del buen Carmelo, quizá el único perro mexicano habitante de Pekín.

edbermejo@yahoo.com.mx
Twitter: @edbermejo