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Dolor, miedo e incertidumbre: la capital en los días de la Decena Trágica

Todavía, en los años 70 del siglo pasado, los niños capitalinos que crecieron en el centro de la ciudad, pudieron ver el viejo edificio de la Ciudadela con la huella de las balas que se dispararon en el lejano febrero de 1913. De sus mayores, esos mismos niños escucharon historias que costaba trabajo creer: ahí, en esa plaza donde montones de chamacos jugaban a trepar y a emboscarse a los pies del Siervo de la Nación, había ocurrido un terrible asesinato, y en las calles que caminaban hubo cadáveres y desolación.

Todavía, en los años 70 del siglo pasado, los niños capitalinos que crecieron en el centro de la ciudad, pudieron ver el viejo edificio de la Ciudadela con la huella de las balas que se dispararon en el lejano febrero de 1913. De sus mayores, esos mismos niños escucharon historias que costaba trabajo creer: ahí, en esa plaza donde montones de chamacos jugaban a trepar y a emboscarse a los pies del Siervo de la Nación, había ocurrido un terrible asesinato, y en las calles que caminaban hubo cadáveres y desolación.

Dolor, miedo e incertidumbre: la capital en los días de la Decena Trágica

Dolor, miedo e incertidumbre: la capital en los días de la Decena Trágica

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

La Ciudad de México hervía de rumores en febrero de 1913. Todos de orden político. El mismísimo Gustavo A. Madero, hermano del presidente, no vacilaba en contarle por carta a Carolina, su esposa, el clima del momento: “los complots se suceden unos a otros”, escribió el 7 de febrero, “y el gobierno es impotente para detenerlos”. Cuando el cuartelazo estalló, con la primera balacera empezó a morir gente. El río de víctimas crecería en los días que siguieron.

Los periódicos comenzaron a hacer la crónica fotográfica de los combates desde el 10 de febrero. El ruido de los cañonazos comenzó a ser recurrente, y los destrozos que causaban los disparos empezaron a cambiarle el rostro a algunos rumbos de la ciudad. El Reloj Chino descabezado, la iglesia del Campo Florido (lo único que quedaba del panteón), con el campanario hecho trizas; hogares de pacíficos ciudadanos en la calle de Aranda, que no tenían más culpa que estar en la trayectoria de los artilleros, vieron como sus pertenencias se volvían polvo.

Las clases se suspendieron; muchos de los comercios cerraron y algunas fábricas pararon. Los niños tenían prohibido asomarse siquiera a la ventana. Mucho menos aventurarse fuera de sus casas. Los gendarmes se esfumaron, porque fueron incorporados a uno u otro bando, y la ciudad comenzó a verse como si estuviera deshabitada.

Empezaron a escasear los alimentos básicos, los productos de primera necesidad, y el hambre hizo mella en toda la población: los más pobres porque no tenían de dónde agenciarse algo de comer, y los ricos porque tuvieron que racionar al máximo lo que tenían en la despensa. Nadie sabía cuanto duraría aquel horror.

La energía eléctrica empezó a interrumpirse, y los tranvías se detuvieron. La muerte empezó a adueñarse de las calles, donde empezó a ser cosa corriente ver uno o varios cadáveres. Cuando la descomposición de los cuerpos se hizo evidente, sacando fuerzas de flaqueza, entre ciudadanos y autoridades recogieron a muchos de ellos y los incineraron al aire libre en los llanos de Balbuena. Pero el peligro de morir balaceado mientras se desarrollaba esa tarea hizo que, a poco de haber iniciado el conflicto, también se quemaran cadáveres en algunas de las plazas de la ciudad.

Nunca hubo cifras exactas de cuántas víctimas causó la Decena Trágica. La mayor parte de ese medio millón de personas, en el que se estimaba la población de la ciudad de México, vivió en la zozobra y en el miedo de que, de repente, un cañonazo acabara con su hogar.

Los quince teatros y los 30 cines de la ciudad estaban cerrados. Los que no pararon de trabajar fueron los periódicos, desde el tradicional Imparcial hasta el Nueva Era, periódico propiedad de Gustavo Madero, quien lo había creado para intentar equilibrar y combatir los ataques de la prensa antimaderista . A poco de comenzar el conflicto, el Nueva Era se convirtió en noticia, porque fue incendiado por simpatizantes de los golpistas.

Ni siquiera las clases adineradas se escaparon de la destrucción. La cercanía de la colonia Juárez, con respecto de la Ciudadela, la convirtió en lugar de riesgo. Quienes pudieron, se escaparon a las afueras, hacia los llanos que después fueron la colonia Condesa, o hacia el norte, más allá del Río Consulado.

Quienes intentaban alejarse del conflicto y tenían auto con el cual moverse, forraban los vehículos con colchones, que en esos tiempos estaban rellenos de lana, y, por lo tanto, pensaban, podrían proteger a sus ocupantes. Los extranjeros optaron por colgarles a los autos las banderas de sus países de origen e hicieron lo mismo con las fachadas de sus casas, con la esperanza, un tanto ingenua, de que eso evitaría que fuesen blanco de balaceras o cañonazos.

El hambre se volvió horror cotidiano. En esos diez días, se contaron historias tremendas; la de la familia que salió, en cuanto hubo tregua, por el rumbo del Reloj Chino, a comprar pan, y tuvieron que volverse sin haber llegado, porque se reanudó la balacera. Los escasos lugares que regalaban un plato de sopa o unos bolillos, se volvieron escenarios de tumultos y pleitos desesperados. Se contaba de una familia rica, cuyo hogar estaba muy cerca de la Ciudadela, y que, por lo tanto, había quedado atrapada. Aquella gente, desde los balcones, le rogaba a gritos a cualquiera que pasara que les llevara un litro de leche, una bolsa de pan. Si el caminante accedía, le pagarían la bonita suma de 10 pesos, lo que era una buenísima ganancia, pues el encargo no costaría más de un peso. Pero el riesgo era mucho y nadie había cedido a la ambición.

El extremo más alejado de la colonia Juárez, y algunas calles de la colonia Roma eran, entretanto, escenarios de la lucha diplomática que se desarrollaba para proteger a la familia Madero.

Pero hasta allí llegó la violencia: la gran mansión de los Madero, en la esquina de Berlín y Liverpool, fue incendiada por los partidarios del cuartelazo. Sara, la esposa del presidente, acompañada por sus cuñadas Mercedes y Angelina Madero, los hijos de ellas y la servidumbre, habían dejado el castillo de Chapultepec y se refugiaron en la embajada japonesa, en la colonia Roma. Después se agregaron los padres del presidente.

Desde su legación, en la calle de Turín, el embajador cubano Márquez Sterling, alcanzaba a escuchar el cañoneo contra la Ciudadela. Desde su ventana, el diplomático vio pasar gente del pueblo que huía, o soldados felicistas en escaramuza o en patrullaje. El único auto que tenía, se empleaba a ratos para ir a rescatar gente de los escombros.

El día 19, por la tarde, comenzaron a tañer las campanas de Catedral. El presidente Madero había sido apresado, y Victoriano Huerta se hacía con el poder. El día 20, las fuerzas rebeldes que mandaban Félix Díaz y Manuel Mondragón, salieron de la Ciudadela y desfilaron delante de Palacio Nacional. En la popular Revista de Revistas se publicó el telegrama del ¡ingenuo! Félix Díaz, que le pedía “sabios y prudentes consejos” a su tío Porfirio, creyendo que, efectivamente, gobernaría el país en algún momento.

La ciudad estaba aún impactada, y sumida en el silencio, cuando se esparció la noticia del asesinato de Madero y de Pino Suárez. La gente se reunió en torno al lugar donde habían caído muertos. Las películas que se filmaron en aquel lugar muestra a gente de todas las clases, con la mirada llena de azoro, de inquietud, de miedo.

Jugándose la vida, fotógrafos y cinematografistas habían hecho la crónica gráfica de esos días terribles: circularon postales de los escenarios del combate; a los 5 días de la muerte de Madero, se exhibía la primera película que mostraba en conjunto la Decena Trágica. Un actor, Julio Ayala, grabó y comercializó su narración del suceso… desde el punto de vista de los felicistas. A la vuelta de unas pocas semanas, el teatro ligero, el género chico, montaría varias obras sobre el suceso, paseándose en el filo de la navaja, cuidando de no disgustar al nuevo presidente, Victoriano Huerta.

Poco a poco, la agobiada capital volvió a respirar.

Angustiado, Márquez Sterling, que tiene en Veracruz un barco cubano que aguarda para sacar del país a los prisioneros con sus familias, no halla otra forma de protegerlos sino quedándose junto a ellos en su cárcel improvisada. Así presenciará la visita de la madre de Madero; así verá al “ápostol de la democracia” llorar desconsolado cuando se entera del asesinato de su hermano Gustavo. Y allí se quedará, cuando el día 22 sacan a los prisioneros para llevarlos a la penitenciaría, y, como se sabría después, asesinarlos.

Empezaba la presidencia de Victoriano Huerta. Todos los embajadores que intentaron salvar a los Madero, fueron retirados, al poco tiempo, por sus respectivos gobiernos, abandonaron las de la colonia Juárez, que les sabían un poco a derrota y a traición.