Opinión

Eduardo Iturbide, Martín Luis Guzmán y la Doctrina Estrada

Eduardo Iturbide, Martín Luis Guzmán y la Doctrina Estrada

Eduardo Iturbide, Martín Luis Guzmán y la Doctrina Estrada

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

En la entrega anterior repasamos la vigencia de la Doctrina Estrada a la luz de la posición que ha tomado el gobierno de México frente a la crisis de Venezuela. Mencioné que no sólo se trata de un principio de política exterior vigente, sino que además se expresa como un mandato constitucional que obliga a su cumplimiento, y ponía como ejemplo la manera lesiva como en el pasado el reconcomiendo o no de gobiernos extranjeros fue una puerta abierta a la intervención de otro gobierno en los asuntos internos de los países, y que ésta ha sido —y es— una tentación y una realidad que se prolonga hasta nuestros días.

Puse como ejemplo el caso emblemático de Eduardo Iturbide, un joven político porfirista, gobernador del Distrito Federal durante la dictadura de Victoriano Huerta, quien huyó en 1915 a los Estados Unidos e intentó conseguir los favores del presidente Wilson para alcanzar la presidencia de México en la antesala de un nuevo estallido bélico en el país. Recojo para ello algunos pasajes del libro La querella de México de Martín Luis Guzmán.

Sirva recordarlo no sólo para documentar el tema, sino también para recordar y reivindicar a quien fue uno de los grandes prosistas de la lengua española en el siglo XX. El de Luis Guzmán es además un alegato inteligente, cáustico y apasionado, su prosa nos recuerda esa intersección virtuosa donde el periodismo, la historia y la literatura se entrecruzan. Lo cito en extenso:

“El señor Iturbide es un criollo de ilustre linaje; entre las prendas históricas de su guardarropa de familia quizá no falte algún manto imperial; él mismo, al discurrir sobre el gobierno que ha de implantar en nuestra tierra, insiste sobre la necesidad de que ese gobierno, si bien aprobado por todo el pueblo mexicano, sea un ‘gobierno de la clase elevada y respetable’ no cabe, pues, duda acerca de su respetabilidad personal. Agréguese a todo esto la noble modestia de los títulos de que blasona. No lo envanecen ni sus antepasados ilustres, ni su educación, ni su rango, sino un acto minúsculo de mera ciudadanía: recibió la ciudad de México de manos del régimen huertista y supo entregarla, desde luego, evitando el menor abuso y el menor desorden, a los comisionados de la Revolución. Tiene, en una palabra, el generoso orgullo de un humilde, de un insignificante ciudadano”.

Eduardo Iturbide, escribe Luis Guzmán, sospechaba que el gobierno de Washington no reconocería ni al ejército constitucionalista de Carranza, ni a la División del Norte de Villa: “(…) y se apresura, por amor a su país, a organizar un partido dentro de los propios recintos de la ciudad de Washington, y a acortar camino comenzando por donde los otros no pueden acabar; le parece más fácil, menos peligroso y más seguro hacerse presidente de nuestro país en Washington, que pretenderlo en México”.

“He ahí una confirmación del principio que hace depender nuestra política interna de la política exterior de los Estados Unidos, confirmación sacada de las palabras y los actos de un mexicano que se considera investido de suficiente respetabilidad y prestigio, y dotado del talento y los conocimientos indispensables, para pretender la primera magistratura mexicana”.

Hace entonces Luis Guzmán referencia a otra nota de la prensa estadunidense —en la entrega pasada citamos una nota del New York Times— en este caso en The Evening Post al que por cierto Luis Guzmán considera “el más serio de los periódicos neoyorquinos”, y en la que se menciona que “el presidente Wilson se opone a que vuelvan al poder los intereses científicos o conservadores que estaban identificados con Porfirio Díaz”.

Luis Guzmán se asombra de tal afirmación y comenta: “El presidente Wilson ‘se opone’ a que vuelvan al poder. ¿Hay nada más terminante y definitivo? ¡Se opone a que vuelvan al poder!”.

“Desde el punto de vista de los hechos consumados, consumados históricamente durante un siglo y consumados ahora bajo nuestras propias miradas, la intervención es, cualitativamente, una verdad absoluta e innegable. Los Estados Unidos intervienen de un modo sistemático, casi orgánico, en los asuntos interiores de México. Henry Lane Wilson, embajador en nuestro país, se sintió en el caso de alojar en sus oficinas la conspiración que acabó por privar de la vida al presidente Madero”.

“Pero si, cualitativamente al menos, existe una intervención real, ocurre interrogarse sobre posibles y tolerables cantidades de intervención. Porque la hay en grados diversos cuando Woodrow Wilson se niega a reconocer a Huerta, cuando se apodera del puerto de Veracruz, cuando ‘se opone a que los científicos vuelvan al poder’ o cuando, colmando las ‘aspiraciones públicas’ del señor Eduardo Iturbide y cumpliéndole las ‘seguridades extraoficiales que le fueron dadas’, lo haga desembarcar en puerto mexicano provisto de su ‘designación de hombre del momento’”.

“De todas estas cantidades una hay en la que, a todas luces, no podemos intervenir a nuestra vez, porque queda fuera de nuestro alcance: los Estados Unidos son dueños del destino de México en cuanto al mayor poder material y autoridad de que gozará siempre el partido mexicano que ellos ayuden. Que es ésta, por razones obvias, muy grande porción de nuestros destinos nadie lo negará: quien tenga en México el apoyo yanqui lo tendrá casi todo; quien no lo tenga, casi no tendrá nada; y nadie negará tampoco que ello es irremediable, por ahora al menos”.

“Por ahora al menos”, escribía Luis Guzmán en medio de la tormenta política de 1915. En 1930, 15 años después, Genaro Estrada formuló una doctrina de política exterior basada en los principios de la no intervención y la autodeterminación de los pueblos. ¿Quién puede pensar que no es vigente?

edgardobermejo@yahoo.com
Twitter: @edbermejo