Opinión

El camino sin retorno y la oposición comparsa

El camino sin retorno y la oposición comparsa

El camino sin retorno y la oposición comparsa

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

En su informe a un año de su elección, el presidente López Obrador afirmó que México vive un proceso que “no tiene retorno”, ya que se habrán sentado las bases para la transformación política de México.

En más de un sentido, AMLO tiene razón. Es difícil pensar en una vuelta al sistema de partidos tal y como existía antes del vuelco electoral de hace un año. El discurso del cambio de régimen ha prendido lo suficiente como para suponer, aun si el gobierno de López Obrador resulta en un fiasco, que la ciudadanía regresará masivamente a los partidos tradicionales.

Existe, sin duda, el peligro, de repetir, con otros nombres, la correlación de fuerzas partidistas que privó en la etapa final del “partido prácticamente único”. Si la inercia sigue, así será, independientemente del desempeño del gobierno federal.

¿Por qué digo esto, si existe la evidencia, en las elecciones locales de este año, que el PAN tuvo casi tantos votos como Morena? Por dos razones: la primera es que ninguno de los estados en los que hubo elecciones es precisamente un bastión morenista y en la mayoría hay una fuerte presencia histórica del blanquiazul; la segunda, que —salvo en el caso de Puebla, donde a pesar del buen candidato, perdió la alianza encabezada por el PAN— no hubo contraposición ideológica y de propuestas, sino más bien de personas y grupos.

Si el PAN no se renueva profundamente —y no hay razones de fondo para que lo haga—, podrá aspirar a ser un importante partido de oposición, con fuerte presencia local o regional, pero no una opción de poder a nivel federal. Y en cuanto al PRI, por mucho que se hable de revivir los comités distritales y demás demagogia, su máxima aspiración es mantener algunos cotos estatales y no convertirse en el equivalente del PARM de hace 50 años: un partido palero disfrazado de opositor.

A diferencia de esos partidos, López Obrador hizo un diagnóstico en el que identificó con claridad los agravios acumulados de la población, así como algunos de los problemas torales del país, empezando por el de la desigualdad. Que sea capaz de una labor de desagravio con contenido social verdadero y de paliar en serio la desigualdad es otro asunto.

Cualquier apuesta política que tenga como centro el regreso de la soberanía de los mercados y de las supuestas libertades económicas, está destinada al fracaso. No hay futuro si no se pone en el centro la desigualdad social. La única alternativa que puede abrirse a los opositores de López Obrador es la de contrastar sus promesas de igualdad y bienestar con los hechos duros de una austeridad que malamente se transforma en transferencias directas, y se acompaña de un torpedeo ciego a las instituciones, porque mete en el mismo paquete a las que sirven y a las que requieren de modificaciones profundas.

Tal vez en la conciencia de sus limitaciones, pero sin duda en la sapiencia de su capacidad comunicativa, personeros del gobierno federal se han dado a la tarea de equiparar a toda oposición con los nostálgicos del antiguo régimen. Algunos van más allá: toda crítica, por constructiva que quiera ser, es parte de quienes quisieran ver el imposible regreso del neoliberalismo.

Pero lanzarse contra todo crítico, a pesar de que haya muchos simpatizantes de Andrés Manuel que le tiran a todo lo que se mueve, tiene limitantes políticas. De entrada, son demasiados frentes. También puede causar divisiones. Y tiene la desventaja de que no es fácil pintarlos a todos con la misma brocha gorda (como, por ejemplo, acusar de salinista al EZLN).

La reciente rebelión de miembros de la Policía Federal, inconformes con su traspaso a la Guardia Nacional, y las declaraciones de uno de ellos, permitieron encontrar un nuevo villano favorito: el expresidente Felipe Calderón. Al acusársele de estar detrás de las inconformidades, se hizo el retrato hablado de lo que el gobierno quiere identificar como oposición. Que no haya habido pruebas de su participación es lo de menos. Llegaron al despropósito de hacer de él un Victoriano Huerta redivivo.

Calderón es un clarísimo representante de la clase política que salió derrotada el 1º de julio. Es, además, un hombre cuyo gobierno ha sido identificado como el que inició la guerra frontal contra los cárteles delincuenciales, en una estrategia tan fallida como sangrienta. Un gobernante al que se le relaciona, en economía, con políticas que profundizaron las desigualdades. Es, más allá de los méritos que haya tenido su gobierno, el ejemplo del pasado que la mayoría de los mexicanos decidió dejar atrás. En términos propagandísticos, queda perfecto como factótum de todos los males que puedan existir en el país (y es un personaje mucho más activo en las redes y mucho más presente en la memoria que el ya mítico Salinas de Gortari).

Aclaro, no es que —como alguien ha dicho— que López Obrador y Morena prefieran que Calderón y el partido que está construyendo con Margarita Zavala sean la principal oposición al gobierno. Eso no es importante. Lo importante es que se vea que toda la oposición es algo parecido al calderonismo, aunque tenga distintos matices.

Lo más curioso del caso —y es algo que nos dice lo exitosa que puede ser la estrategia del gobierno— es que, al menos en las redes sociales, un montón de ingenuos, y otro tanto de derechistas recalcitrantes, recogieron el regalo envenenado y se pusieron a cantar las loas de Calderón, “porque sí puede hablar de corrido”. Es el camino ideal para consolidar a López Obrador.

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