Opinión

El escritor burgués

El escritor burgués

El escritor burgués

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

La concepción de lo “burgués” ha merecido diversas consideraciones. Como casi cualquier palabra vinculada con lo político, admite lecturas tan diversas que, uno está tentado a pensar, al significar tantas cosas termina por no decir nada. Además, debe sumársele una carga emotiva inocultable.

Sucede lo mismo con otras palabras como pueblo o democracia.

Esto es, podríamos sumergirnos en la teoría política, cavilar sobre las sesudas elucubraciones de selectas mentes de la economía, y encontrar así un concepto perfectamente construido a partir del género próximo y la diferencia específica.

Sin embargo, tal vez podemos desentrañar un poco su significado, sobre todo si recurrimos a un método oblicuo. Borges decía, en alguna ocasión, que las cosas no se pueden decir sino de forma indirecta. Trataré de seguir aquí su dicho.

Y justo tomaré a Borges como ejemplo, así como a otro escritor del siglo pasado, el húngaro Sándor Márai, asumiéndolos como representantes de un determinado tipo de escritura que puede ayudarnos a analizar el concepto burgués. Aclaro dos cosas: la primera, que son de mis plumas favoritas y que mi acercamiento a ellos es con admiración (lo que implica desde luego un sesgo) y con el deseo de dialogar con su obra; la segunda, que no le doy ninguna connotación moral o ética al concepto que estamos desentrañando.

La obra de Borges y la de Márai se construye a caballo entre tres mundos: el primero, la bella época que vimos retratada en México por el cine de la añoranza profiriana, y que fue en efecto muy bella, si uno estaba entre quienes ocupaban un lugar en la cúspide de la pirámide social, pero totalmente lo contrario si era un esclavo en el Congo o un campesino mexicano.

El segundo, el Armagedón que significó la Gran Guerra, que se llevó al traste los restos de la paz victoriana (esa época llena de reglas para lo público y permisiva en lo secreto) y de la diversión eduardiana. Destruyó el mundo occidental en tanto que provocó la caída del último gran imperio multinacional, el austrohúngaro; el hundimiento de la rusia zarista y el afianzamiento de Estados Unidos como la nueva potencia.

Los valores decimonónicos y la rigidez de las fronteras entre las castas sociales, desaparecieron en la trágica igualación que es la guerra.

El tercer mundo que les tocó vivir, a Márai en carne propia, fue el surgimiento de los totalitarismos, la idea del Estado (así, con mayúscula) que se vuelve la causa a la que todas las personas deben servir, y que niega la calidad de tales a quienes no cumplen los requisitos estrictos de raza, de religión o de ideología. Surgieron los nuevos Savonarloa, pero con un alcance y efectos trágicos potenciados.

Frente a esto, la formación que nuestros dos escritores recibieron, fundada en el ideal decimonónico de la libertad, concebida principalmente como un derecho vinculado con la propiedad, pero absolutamente necesario para la formación de la voluntad política, parecía algo totalmente fuera de lugar.

La libertad, lo sabemos, no fue una de las principales gestas del siglo XX en occidente. El mundo en que se formó la personalidad de Borges y Márai había desaparecido cuando aún no salían de la adolescencia.

Así, los rasgos que encontramos en sus obras, como el elogio del valor o la personalidad individual; la aproximación histórica sin intención de legitimar algún reclamo territorial, la sobriedad personal e incluso un cierto rechazo por el oropel y los lujos, eran en buena medida expresiones que no cabían en el mundo donde pasaron su madurez.

Siguieron siendo vigentes por que su obra era demasiado buena para arrumbarse.

En tal sentido, estamos en presencia de dos escritores que confrontan los paradigmas que les toca vivir en su madurez. No hacen culto del Estado, al contario, elogian las posturas personales que están en contra de él. No cantan las gestas colectivas sino las tragedias personales, como lo hace Borges en “Conjetural” o Márai con su autobiografía.

No se adscriben al colectivismo.

Pero, por otra parte, tampoco abrazan el capitalismo rapaz, en el sentido de que no justifican los modelos expoliativos, ni se vinculan con los grandes capitales o prestan su nombre a fortunas necesitadas de pedigrí intelectual.

Son, plenamente, burgueses del siglo XIX e inicios del XX, creyentes de la libertad personal a la vez que del estado (con minúsculas) mínimo y del valor de la individualidad. Así, uno pensaría que son lo más lejano al artista comprometido, al escritor que defiende una causa con su pluma.

Y, sin embargo, ahí se encuentra una paradoja, porque su obra entraña la defensa de un cierto modo de ver el mundo, de una determinada forma de entender la relación entre las personas y lo público, que si bien enfrentaba una crisis terminal, se negaron a dejarla morir sin antes levantar acta de sus virtudes y sus miserias. En ese sentido, terminaron por dar fe de los valores del mundo en que les tocó vivir.