Opinión

"El Escudo centenario", un texto de Javier Garciadiego

El autor, miembro de El Colegio Nacional, coordinará junto con Juan Villoro el ciclo "Cultura y revolución. A cien años del centenario de la SEP y la muerte de Ramón Lopez Velarde", que dará inicio el 10 de mayo

"El Escudo centenario", un texto de Javier Garciadiego

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Este año, 2021, tiene un inusitado contenido histórico. Conmemoraremos pronto, o sea recordaremos juntos, la Conquista de Tenochtitlan, incluyendo en ella la toma de la vecina Tlatelolco, y la Consumación de la Independencia. Quinientos y doscientos años de distancia, respectivamente. Lo importante será reflexionar sobre ambos procesos, sobre sus causas, sobre los hechos mismos y sobre sus consecuencias. Por ejemplo, tendremos que discutir la conveniencia de llamarlo la Conquista “de México”, la Conquista “española” o la Conquista “de Tenochtitlan”, sin duda el concepto más preciso de los tres. Sobre todo, tendremos que reflexionar que después de varios años de terrible violencia, destrucción y mortandad, vencedores y vencidos construyeron algo más que un nuevo país, una auténtica nueva civilización, mestiza y sincrética, asombro del mundo, nuestra patria.

Aquella sociedad fue definiéndose, evolucionando, y luego de trescientos años alcanzó la madurez histórica suficiente como para buscar su independencia política. Otra vez nos apurará la reflexión histórica: ¿maduración o rompimiento? Lo digo sin ambages: ambas cosas. Pero las preguntas no se agotarán con la obtención de la Independencia: ¿qué modelo de país diseñamos después?, ¿Cuántas vicisitudes enfrentamos para consolidarlo?, ¿estamos satisfechos con lo construido en estos doscientos años?; en suma: ¿qué pide el país hoy de nosotros? Todas las cuestiones hasta aquí planteadas se resumen en la mayor pregunta que puede y debe hacerse siempre el ser humano: ¿De dónde venimos y hacia dónde vamos? Se dirá que lo relativo al destino y lugar al que nos dirigimos concierte al futuro, no al pasado. Lo cierto es que la historia es inmensa, ciertamente inabarcable; que el presente es tan breve y efímero, que se diluye en un santiamén, y que el futuro, en cierto sentido inescrutable, muy pronto será historia. Lo único que sabemos del futuro es que para que sea venturoso debemos conocer nuestra historia y comprometernos enteramente con nuestro presente. Sabemos también que para que el futuro sea mejor que el pasado y el presente, debemos vivir en paz, respetando las leyes y a nuestros congéneres, pero sobre todo sabemos que un mejor futuro sólo se construye con ciencia, arte, cultura y tecnología, lo que hace de los universitarios de aquí y del mundo los principales responsables del tiempo por venir, de nuestro mañana.

Así, el país conmemorará otra efeméride histórica de honda significación para el pasado reciente, el presente y el futuro del país. Me refiero al centenario de la Secretaría de Educación Pública, una de las principales instituciones creadas durante el proceso revolucionario, y que fue diseñada y construida por un gran universitario, desde la Universidad Nacional, con el concurso de la comunidad universitaria, por lo que con plena seguridad puede decirse que la Secretaría de Educación Pública, principal instrumento para el ascenso social de las mexicanas y mexicanos desde entonces, es una más de las aportaciones de la UNAM al progreso de México.

Permítaseme reconstruir brevemente aquel proceso histórico: los cuatro principales objetivos de la Revolución de 1910 fueron acabar con el régimen dictatorial de Porfirio Díaz e instaurar la democracia; establecer una más justa estructura de la propiedad agraria; lograr mejores condiciones laborales para los trabajadores y hacer que la educación no fuera un privilegio de sectores sociales muy reducidos de la población. Cierto es que a lo largo del periodo porfiriano había mejorado notablemente el sistema educativo mexicano, gracias a los denodados esfuerzos de Justo Sierra. Sin embargo, es incuestionable que la oferta educativa se constreñía a las principales poblaciones, que la propuesta pedagógica Positivista había envejecido y que la Universidad, corona de todo aquel sistema educativo, apenas alcanzó a ser fundada, a instancias del propio Sierra, a finales de septiembre de 1910, siendo el momento decisivo de los festejos por el Centenario de la Independencia.

“Vasconcelos se negó a que la Universidad fuera un simple Departamento Universitario; él sería un Rector, no un funcionario mediano”

Sin embargo, dos meses después estalló la Revolución. A lo largo de diez años no solo hubo cambios de gobierno, sino auténticas modificaciones en el proyecto de país: llegó a su fin el autoritario, personalista y gerontocrático porfiriato; lo reemplazó el optimista y democrático régimen maderista, ciertamente ingenuo; de éste se pasó, en 1913, al dictatorial y militarista intento huertista, indefectiblemente fallido. Luego vino, hacia 1915, el periodo en que se enfrentaron los proyectos de los dos grupos revolucionarios más importantes, los Constitucionalistas y los Convencionistas, ninguno de los cuales parecía tener una idea clara sobre las necesidades y posibilidades de la educación media y superior. Triunfó en aquella contienda, en 1917, la facción Constitucionalista, pero para la Universidad aquellos no fueron buenos años. Fue un admirable logro de varios universitarios, como Antonio Caso, que la institución lograra sobrevivir al decenio.

A mediados de 1920 tuvo lugar un gran cambio: el grupo de los revolucionarios sonorenses derrocó a Venustiano Carranza. Al establecerse el nuevo gobierno, José Vasconcelos fue designado Rector de la Universidad. Sin embargo, ésta no podía ser una continuación de la institución fundada por Justo Sierra diez años antes. La Universidad de 1920 acarreaba la dura pero aleccionadora y proteica experiencia de la Revolución. Compartía sus ideales. Con muchos ajustes y cambios, el proyecto de 1920 fue muy diferente al de 1910, aunque siempre se agradecerá el invaluable momento fundacional. Eran tiempos plenamente nuevos, que exigían un nuevo Estado, un régimen de gobierno diferente, una educación acorde a dichos cambios, y por ende, una nueva universidad.

La transformación de la Universidad con Vasconcelos, hombre de inmensos talentos e innegables claroscuros, marcó para siempre su futuro. Obviamente, la UNAM de hoy tiene más características del proyecto revolucionario que del porfirista. El cambio de su escudo y lema, en abril de 1921, refleja la transformación en su naturaleza y objetivos: el águila mexicana y el cóndor andino, hermanados, velan por el subcontinente latinoamericano, y el añoso latín fue desplazado por la rotunda frase antipositivista, forjada en el crisol de nuestras razas, en plural, de nuestro rico y complejo mestizaje: “Por mi raza hablará el espíritu”. Pero no se trataba solamente de los cambios de un emblema. Era una nueva definición, una nueva promesa. Para comenzar, recuperaría su dignidad y su cabal dimensión: Vasconcelos se negó a que la Universidad fuera un simple Departamento Universitario; él sería un Rector, no un funcionario mediano. Segundo, recuperaría a la Escuela Nacional Preparatoria, que le había sido cercenada por el gobierno de Carranza. El proyecto de Vasconcelos, y en eso coincidía con el de Sierra, contemplaba tener integrados los niveles de educación media y superior. Sobre todo, dejaría de ser una institución para las élites: recuérdese que al ser fundada, los estudiantes preparatorianos y profesionales, sumados, eran menos de mil. Ahora se ampliaría su matrícula, para abrir sus puertas a los más aventajados estudiantes procedentes de las clases medias y de los sectores populares. Si la de Sierra se identificaba con Europa y Estados Unidos (nótese que sus ‘madrinas’ fueron las universidades de París, Salamanca y Berkeley), la universidad de Vasconcelos estaba claramente orientada a América Latina, identificándose con la Revolución mexicana, con el movimiento reformista argentino de 1918 y con el afán civilizatorio del uruguayo Rodó. La nueva institución nació convencida de que la comunidad universitaria requería, para su plena educación, de un mayor contacto con las artes. Por último, y sobre todo, por su identidad revolucionaria, la nueva universidad surgió con claros compromisos sociales y con una muy definida vocación democrática: recuérdese el decidido apoyo de profesores y alumnos a la campaña de alfabetización y a las manifestaciones de repudio a la dictadura venezolana de Juan Vicente Gómez.

Pero el cambio fue mucho mayor: desde un principio Vasconcelos anunció que en su oficina de Rector se diseñaría el proyecto de la Secretaría de Educación Pública, la que tampoco sería una simple reanimación de la Secretaría de Instrucción porfirista. Con pleno apego a la verdad puede decirse que fue en la Universidad Nacional donde se creó la SEP, una de las más nobles y fructíferas instituciones de la Revolución, fundada en octubre de 1921, por lo que este año cumple su primer centenario. Repito, esta es otra de las grandes aportaciones de la UNAM al país. Si en 1910 se había fundado la Universidad desde la Secretaría de Instrucción, ahora el proceso fue a la inversa: desde la Universidad se fundó la Secretaría de Educación. Celebrémoslo, pero sobre todo, sigamos participando en el verdadero ascenso social, científico y cultural de las y los jóvenes mexicanos. Sigamos enriqueciendo sus vidas, colaborando en la construcción de su amplio y ancho futuro. Esto es lo mejor que desde hace cien años la UNAM le ha dado a México. Esta es nuestra historia; este ha sido nuestro compromiso, nuestro hermosísimo compromiso, el que debemos cumplir siempre.

Permítaseme volverlo a decir con infinito orgullo: “Por mi raza hablará el espíritu”.

Javier Garciadiego*

26 abril 2021

* Miembro de la Junta de Gobierno. Palabras leídas en la Ceremonia Conmemorativa por el Centenario del Escudo y Lema de la UNAM.