Opinión

El Estado intimidado

El Estado intimidado

El Estado intimidado

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Lo único que un Estado no se puede permitir es ceder a otros el ejercicio de la fuerza que, por definición, tiene la responsabilidad de monopolizar. El Estado existe antes que nada para garantizar la seguridad de las personas. Para ello, cuando es necesario, emplea la fuerza con la legitimidad que, en las democracias, le confiere la sociedad. Grupos criminales siempre hay, de tal manera que la aplicación de la justicia es una tarea inacabable. Eludir esa obligación y más aún, transigir para que sean otros quienes impongan su fuerza, constituye el incumplimiento más grave que un gobierno, a la cabeza del Estado, pueda hacer al mandato que le han otorgado los ciudadanos.

No tenemos un Estado del todo fallido porque sigue desempeñando muchas de sus obligaciones. Pero el jueves 17 de octubre, de una manera inusitada, el Estado le falló a la sociedad mexicana. Por mucha retórica que inviertan para justificar los enormes yerros de ese día, el presidente Andrés Manuel López Obrador y sus colaboradores en materia de seguridad pública dejaron de cumplir sus deberes más esenciales. Fuerzas militares y policiacas bajo su mando emprendieron una operación descuidada, sin la información ni la preparación que hacían falta para enfrentar las previsibles represalias por la captura de un notorio capo del narcotráfico. Luego, intimidado por una pandilla criminal, el Gobierno dejó libre a ese dirigente del Cártel de Sinaloa.

El Presidente y sus voceros han querido construir una versión mitigada de esa cadena de errores. Sostienen que la liberación de Ovidio Guzmán López fue una decisión adecuada, porque de esa manera se evitó el asesinato de muchas personas que habrían sido víctimas de la venganza de los narcotraficantes. Lo que no dicen es que esa situación fue creada por la imprevisión con la que fue capturado ese criminal. La respuesta armada del cártel sinaloense, que mantuvo en vilo amplias zonas de Culiacán, propició la fuga de 51 reos, agredió instalaciones militares y al parecer secuestró soldados y policías y quizá a varios de sus familiares; amedrentó de tal manera al gobierno federal que en unas horas el hijo del Chapo Guzmán estaba libre.

No se trató de una decisión responsable porque, antes que nada, se debió a una situación creada por la irresponsabilidad. El desconcierto y descontrol del Gobierno durante todo el jueves 17, las sucesivas contradicciones en las versiones que ofreció el Secretario de Seguridad y Protección Ciudadana y, desde luego, la incapacidad de la fuerza pública para enfrentar la toma de Culiacán, manifestaron la ineficacia que ha definido al combate a los delincuentes.

Si el Presidente y el Gabinete de Seguridad no sabían de la operación para aprehender a Ovidio Guzmán, al menos desde la mañana del jueves, estamos ante un inexcusable descontrol en los mandos a cargo de esas tareas. Si, en cambio, estaban enterados y pretenden que no tenían conocimiento de ese intento en Culiacán, la situación es peor.

Los muchos cabos sueltos que han dejado las insuficientes explicaciones que ofrecieron Alfonso Durazo y el propio presidente López Obrador, propician abundantes especulaciones. Durante varias horas, la tarde del jueves, el Gobierno estuvo pasmado mientras circulaban escenas y testimonios de las calles de Culiacán ocupadas por los delincuentes y del pavor de millares de personas. Resulta inverosímil que el Presidente haya estado incomunicado largo rato mientras viajaba a Oaxaca en un avión comercial. Sus colaboradores deben tener posibilidades para enlazarse con él en todo momento, al menos con una llamada a la cabina de pilotos.

El empeño del presidente López Obrador para rehuir la responsabilidad que de una u otra manera tuvo en ese episodio, deja maltratada su imagen pública y refuerza el mensaje de impunidad y displicencia a favor de los delincuentes. La sociedad mexicana no quiere a un presidente autoritario y mucho menos que haya medidas de fuerza que perjudiquen a personas inocentes. Lo que hace falta es eficacia y justicia. Y nada de eso se ha obtenido con el fracaso del jueves 17 ante el Cártel de Sinaloa.

La debilidad del Gobierno y su claudicación frente al crimen organizado no comenzaron la semana pasada. Esa derrota del Estado y de la ley es resultado de una estrategia profundamente equivocada pero transparente de López Obrador. El Presidente considera que a la delincuencia no se le debe enfrentar con medidas de fuerza, sino mejorando las condiciones de la sociedad. A su juicio, el narcotráfico y otros delitos se han extendido debido a la pobreza de muchos mexicanos. Si las penurias sociales se resuelven, dice, entonces la delincuencia será desplazada.

De un diagnóstico desacertado, el Presidente transita a una solución inoperante. La pobreza puede influir en la propagación de la delincuencia, pero la criminalidad se ha extendido antes que nada debido a la impunidad y las debilidades en la aplicación de la justicia. Cuando habla de “pacificación” como si el país estuviera en guerra con una fuerza con la que hay que pactar, cuando promete “abrazos no balazos” o cuando supone que amaga a los delincuentes acusándolos con sus mamás, el presidente López Obrador no sólo actúa con enorme ligereza e ingenuidad. Sobre todo, les da carta blanca a los criminales al anunciarles que no los quiere perseguir. Esa actitud, que hasta ahora se traducía en expresiones risibles que forman parte de la retórica populista de la llamada 4T, desembocó el jueves 17 en la liberación de un criminal ya capturado y contra el que hay orden de aprehensión.

Si la delincuencia se nutriera en la pobreza no habría criminales entre los ricos y las clases medias. Si los delitos pudieran evitarse con mejores condiciones de vida, en vez de leyes, policías, jueces y cárceles, las sociedades hubieran creado instituciones de beneficencia. El Estado tiene la obligación de resolver o al menos atemperar las insuficiencias materiales de los más pobres. Pero también tiene la responsabilidad de enfrentar y reducir al crimen. Ese deber forma parte de su razón de ser.

El Estado y el poder que se le confiere son necesarios porque, de otra manera, el hombre tendrá alicientes para ser el lobo del hombre. Así lo entendió Hobbes hace tres siglos y medio, pero el voluntarismo y la demagogia de la llamada 4T soslayan ese principio elemental del Estado y el quehacer político.

El presidente López Obrador no tiene una estrategia ante el crimen organizado. La decisión para evitar excesos de las Fuerzas Armadas es muy pertinente. Inclusive, la liberación de Ovidio Guzmán puede ser entendible ante la debilidad en la que al parecer se encontraban las fuerzas de seguridad pública el jueves negro en Culiacán. Sin embargo, los esfuerzos del Gobierno para rehuir la responsabilidad que tuvo en ese incidente y para mostrar como virtud lo que fue una injustificable sucesión de yerros implican una irresponsabilidad adicional.

En vez de explicar de manera puntual qué ocurrió y por qué, el Presidente y su Gobierno han querido propagar la versión de que se tomó una decisión “humanista”. Quizá quieren decir “humanitaria” (porque el humanismo es otra cosa). Más allá de esa precisión, se puede reconocer que dejar en libertad a un capo delincuencial acusado de delitos graves, permitir que los sicarios pongan en jaque a una ciudad y auspiciar de esa manera la comisión de nuevos delitos, no es precisamente humanitario. Quizá se eligió el mal menor. Pero a esa disyuntiva el Gobierno llegó como consecuencia de una cadena de improvisaciones. El presidente López Obrador no tendrá una auténtica política para combatir al narcotráfico si no reconoce las fallas de su diagnóstico y de sus inocuas medidas.

Lejos de ese propósito, el Presidente se ha abstenido de cuestionar a los delincuentes. En los días posteriores al jueves fatal, López Obrador no tuvo una sola palabra crítica hacia los capos del narcotráfico y sus sicarios. Cuando mencionó a Guzmán López lo llamó “un presunto delincuente”. Nada más. Quienes tomaron Culiacán para liberar a ese individuo asesinaron a varias personas, secuestraron y amagaron a otras más, promovieron la excarcelación de medio centenar de criminales. Ninguna de esas acciones mereció condena alguna por parte del Presidente.

Es entendible el disgusto que campea en las Fuerzas Armadas. Es de reconocerse el valor de los soldados y agentes de seguridad que resistieron en Culiacán el embate de los delincuentes notoriamente bien pertrechados y sin recibir el respaldo que requerían.

A nadie le puede alegrar la claudicación del Estado ante el crimen organizado. Nadie, con mínima sensatez, puede considerar propicia la debilidad del Gobierno y la impune demostración de fuerza de los delincuentes. La lección que ha recibido a causa de sus propias torpezas tendría que propiciar una seria reconsideración del Gobierno y la construcción de una auténtica política frente al crimen organizado. Sería preciso tomar decisiones para avanzar en la legalización de la producción, distribución y consumo de drogas, que constituye la única manera para erradicar el poder de quienes trafican con ellas. En vez de eso, en Sinaloa ya hay corridos que ensalzan la aventura de Ovidio Guzmán. El gobierno encumbró a un nuevo capo del narcotráfico.

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